INTRODUCCIÓN: EL TELEGRAMA
Imagínense, como yo lo hago, a un grupo de tísicos tosiendo sangre en un moderno sanatorio de montaña en el siglo XIX . Allí sus vidas están sujetas a tratamientos regulados que incluyen los más avanzados protocolos médicos. Las anticuadas sangrías y purgas han dado paso a los baños termales, buena nutrición, aire fresco de montaña y helioterapia, esto es, baños de sol. Sin embargo, las actitudes frente a la enfermedad han variado poco desde los tiempos de Hipócrates, quien, en el siglo V a. n. e., ya prevenía a sus colegas frente a los pacientes que acudían a ellos con tisis avanzada (la enfermedad más común de la época) porque su inevitable muerte podría perjudicar la reputación de los médicos.
A lo largo de los siglos hubo multitud de teorías sobre las causas de la tisis, desde la herencia, los malos espíritus, el vampirismo, los vapores nocivos, las aguas fecales, los efluvios de los pantanos hasta la corrupción corporal. En el siglo XIX estuvo en boga la teoría de que la enfermedad era debida a la lucha espiritual entre el cuerpo y el alma, en la que la carne mortal se iba consumiendo lentamente y de un modo que realzaba tanto la belleza como la creatividad del paciente. Pero en la primavera de 1882 un médico alemán identificó la Mycobacterium tuberculosis. Cuatro mil años de mitos desaparecieron de golpe en el momento en que la bacteria se materializó bajo la lente del microscopio. A pesar de que la apariencia de la enfermedad se había prestado a la metáfora, desde el brillo de los ojos de los pacientes a la lenta consunción de sus cuerpos, de repente, la ciencia disentía abruptamente de todo aquello. En lugar de tisis la dolencia pasó a llamarse tuberculosis y se convirtió en una enfermedad y no en un estado de ánimo. A pesar de que su cura (los antibióticos) no aparecería hasta medio siglo después, al menos existía un diagnóstico.
En La enfermedad y sus metáforas Susan Sontag describe la transformación de la tisis en tuberculosis como el ejemplo arquetípico de cómo las enfermedades se entienden de un modo metafórico hasta que se descubre su patología. El filósofo Michel Foucault postulaba que la medicina moderna había comenzado cuando los médicos dejaron de preguntar a sus pacientes «¿Qué le sucede?», pregunta que invitaba a complejas explicaciones, y pasaron directamente a preguntar «¿Dónde le duele?», con lo que se centraban exclusivamente en las causas biológicas.
Aunque todos estos procesos se producen a raíz de descubrimientos científicos, las actitudes sociales deben cambiar primero para permitir que la ciencia investigue. Además, la gente debe creer en los descubrimientos de la ciencia antes de actuar a partir de ellos. Visto desde nuestra perspectiva, nos parece que un paradigma sucede inmediatamente a otro en el decurso de la historia, pero en cada época ese proceso es lento y en el ínterin se viven y se pierden vidas. Las ideas tienen siempre una lenta acogida. La teoría de los gérmenes, por ejemplo, ya había sido expuesta, pero no popularizada, en tiempos de la guerra civil norteamericana, así que los soldados bebían sin cuidado en los arroyos que otros regimientos habían usado como letrinas aguas arriba. Además, siempre hay gente que se niega a aceptar lo nuevo. Años antes de que los médicos de George Washington le sangraran en su lecho de muerte dicha técnica había sido desacreditada. El óxido nitroso y el éter (los gases que se utilizaron como primeros anestésicos quirúrgicos) habían sido descubiertos décadas antes de que alguien los utilizara para paliar cirugías agónicas.
¿Cómo llegó al sanatorio de la montaña la noticia del descubrimiento de la causa de la tuberculosis? ¿La leyeron los pacientes en la prensa? ¿Les visitaron sus familiares o les avisaron por telegrama? Tú no eres la causa, ¡es una bacteria! Qué extraño; se te veía tan consumido. Ante tal noticia, ¿se vieron obligados los pacientes a repensar su dolencia como algo que nada tenía que ver con un combate espiritual? ¿O quizá pensaran que era una noticia interesante pero que no iba con ellos, como nos sucede a nosotros cuando conocemos los avances científicos acerca de los agujeros negros o el hallazgo de los huesos de un hombre primitivo? Después de todo, seguía sin haber una cura. Quizá la noticia nunca llegó hasta el sanatorio y los tísicos perecieron en aquella montaña mágica, prisioneros no sólo de la enfermedad sino también de una sarta de razones inconexas para la misma.
¿No habría sido más terapéutico conocer la verdadera naturaleza de sus sufrimientos? Incluso en ausencia de tratamiento, los epilépticos se hubieran beneficiado de la certeza de no estar poseídos por espíritus y los depresivos de saber que su condición no era debida a la debilidad de su carácter. Seguro que los tísicos se hubieran sentido aliviados y, a la vez, maravillados al conocer realmente la enfermedad que padecían. No se trataba de una maldición, no era una manifestación de su carácter ni un castigo. Para bien o para mal, era una enfermedad.
Sentir dolor físico pertenece a un ámbito distinto; un estado del ser diferente a cualquier otro, una montaña mágica tan alejada del mundo que conocemos como lo está un paisaje soñado. Habitualmente el dolor pasa y uno sale de él como de una pesadilla, intentando olvidarlo lo antes posible. ¿Pero qué decir del dolor que no cesa? Cuanto más dure, más insoportable resultará el exilio. ¿Regresaré alguna vez a casa?, empiezas a preguntarte. A casa, a tu cuerpo, a tus pensamientos, a tu vida normal.
Lo común es que el dolor sea un protector, un sistema de conexiones bien cableado que advierte al cuerpo de una lesión tisular o de una enfermedad. Un descanso forzado para que el hueso vuelva a soldarse o la fiebre siga su curso. A esto lo llamamos dolor agudo, y cuando el tejido se cura, el dolor desaparece. Sin embargo, cuando el dolor persiste tiempo después de haber cumplido su función, se transforma en una patología crónica. El dolor crónico es esa parte del dolor que la naturaleza no puede aliviar, que no desaparece con el tiempo sino que empeora. Puede comenzar de muchas maneras, de forma tan trivial como una pequeña herida o tan grave como un cáncer o una gangrena. Con el tiempo, el tejido se cura, el miembro enfermo se amputa o el cáncer remite y, sin embargo, el dolor continúa y comienza a adquirir vida propia.
El médico asegura al paciente que ya está curado, pero el dolor empeora, el cuerpo se sensibiliza y otras partes de él empiezan también a dolerle. La persona afectada comienza a tener problemas para dormir y, a partir de ahí, va por la vida dando tumbos. La percepción de su cuerpo como fuente de placer se torna en fuente de dolor. La persona se siente embrujada, perseguida por un torturador desconocido. Sobreviene la depresión. Todo parece estar mal..., todo resulta enloquecedor..., todo parece una alucinación. Intenta descubrir su tormento, pero los demás responden con escepticismo o indiferencia. Consulta a varios médicos, pero sin resultado. Su enfermedad inicial, cualquiera que ésta fuese, ha sido sustituida por otra, el dolor.
El dolor crónico se ha convertido en un fantasma de nuestro tiempo, una enfermedad grave, extendida, incomprendida, mal diagnosticada e infravalorada. Las cifras varían enormemente, pero en un informe publicado en 2009 por la Fundación Mayday, una organización sin ánimo de lucro, se estima que el dolor crónico afecta a más de 70 millones de estadounidenses y cuesta a la economía más de 100.000 millones de dólares al año. Otro estudio indica que hasta un 44 % de la población del país sufre dolor regularmente y casi una de cada cinco personas dice haber padecido dolor durante tres o más meses. La mayor parte de la degradada calidad de vida de quienes sufren enfermedades como el cáncer, la diabetes, la esclerosis múltiple y la artritis es consecuencia del dolor persistente. En otro estudio, la mayoría de los pacientes con dolor crónico decía que era «algo normal que formaba parte de su afección y con lo que debían convivir». Un tercio de los pacientes admitía que su dolor era tan intenso que «a veces deseaban morir». Casi la mitad de ellos afirmaba que darían todo lo que tienen a cambio de un tratamiento que les garantizara la desaparición de su dolor.