AGRADECIMIENTOS
Me gustaría dar las gracias a:
Mi editora, Carrie Thornton, por su infinita paciencia y por iniciar este proyecto.
También a Sean Newcott, editora adjunta de Carrie.
Al resto del equipo de HarperCollins y de Dey Street Books, incluyendo a Lynn Grady, Sharyn Rosenblum, Michael Barrs, Kendra Newton, Rachel Meyers, Lorie Pagnozzi y Paula Szafranski.
Al equipo de Faber en el Reino Unido: Lee Brackstone, Dan Papps, Gemma Lovett y Dave Watkins.
Un agradecimiento especial a Peter Smith, quien ha sido de suma ayuda a la hora de dar forma a este libro. También me gustaría expresar mi agradecimiento a Henry Dunow, por poner en marcha el proyecto.
A todos los fotógrafos, por permitirme usar sus fotografías.
A todos los amigos que me han ayudado a lo largo de estos últimos años: Elaine Kahn, Luisa Reichenheim, Lili Dwight, Byron Coley, Bill Nace, Julie Cafritz, Marjorie Zweizig, Daisy y Rob von Furth, Rebekah Brooks, Xian Hawkins, Don Fleming, Margaret Bodde, Lizzi Bougatsos, Jutta Koether, John Kelsey, Isabelle Graw, Tony Oursler, Jon Wurster, Jessica Hutchins, Stephen Malkmus, Chloë Sevigny, Mel Wansbrough, Sofia Coppola, Andrew Kesin, Mathew Higgs, Elissa Schappell, Sheila McCullough, Michele Fleischli, Cameron Jamie, Dave Markey, Emma Reeves, Tamra Davis, Mike D, Adam H, Kathleen, Chris Habib, Mark Ibold, Vicki Farrell, Andrew Kesin, Richard Kern, Carlos van Hijfte, Tom Caw, Spike Jonze, Keith Nealy, Aimee Mann, Amy P, Carrie Brownstein, Ben Estes, Juan Amaya, Jim O’Rourke, J Mascis, Shana Weiss, Hilton Als, Bill Mooney, Barbara Herrington, Patrick Amory y Jamie Brisick.
Un agradecimiento especial a Steve Shelley, Lee Ranaldo y a Thurston Moore, sin los cuales esta historia no hubiera sido posible.
Me gustaría también hacer una mención de agradecimiento a todos los que han formado parte del equipo de Sonic Youth a lo largo de los años: Aaron Mullan, Eric Baecht, Nick Close, Susanne Sasic, Jim Vincent, Jeremy Lemos, Luc Suer, Dan Mapp, Bob Lawton, Peter van der Velde y Maurice Menares, así como a todo el equipo de la agencia SAM, Gaby Skolnek, Micheal Meisel, John Cutcliffe, Chris Kelly, John Silva y Richard Grabel.
A Chris Stone, Nils Bernstein, Patrick Amory, Gerard Cosloy, Chris Lombardi y a la gente de Matador Records, por publicar el doble LP de Body/Head.
A Eric Dimenstein, por encargarse de nuestra contratación.
A mi familia: Keller, Kathryn, Eleanor y Louise Erdman, y a Coco Gordon Moore.
A la memoria de mis extraordinarios padres: mi madre, Althea, y mi padre, Wayne. De alguna manera, su singular espíritu, humor e inteligencia me han servido de guía.
Y, por supuesto, a todos los fans, por el apoyo que me han brindado, el cual no creía que existiera en tal grado hasta que lo necesité.
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RESULTA GRACIOSO lo que recuerda uno y por qué, o incluso si ocurrió en realidad. Mi primera opinión de Rochester, en el estado de Nueva York: cielos grises, oscuros, hojas de colores, habitaciones vacías, sin padres presentes, sin nadie que vigile o se ocupe de los asuntos domésticos. ¿Es el norte del estado de Nueva York lo que estoy recordando o se trata de una escena de una vieja película?
Tal vez se trate de una película que mi hermano mayor, Keller, y yo vimos en la televisión, La bestia con cinco dedos. Yo tenía tres o cuatro años. Peter Lorre interpreta a un hombre que ha quedado fuera del testamento de su patrón, un famoso pianista que acaba de fallecer. Se venga del pianista cortándole la mano, y durante el resto de la película, la mano no dejará de atormentarle. Deambula y se mueve furtivamente por toda la casa. Toca notas negras y acordes en el piano, y se esconde en un armario ropero. A medida que transcurre la película, Peter Lorre va enloqueciendo, cada vez más empapado en sudor, hasta que al final la mano lo alcanza y lo estrangula.
«La mano está debajo de tu cama», me dijo Keller después. «Saldrá en medio de la noche mientras estés dormida y te atrapará.»
Era mi hermano mayor, así que ¿por qué no iba a creerle? Durante los meses siguientes, viví subida a mi colchón, haciendo equilibrios encima de él con los pies descalzos para vestirme por la mañana. De noche, me quedaba dormida rodeada de un ejército de animales de peluche, con los más pequeños más cerca de mí y un perro grande con una lengua roja haciendo guardia en la puerta, aunque ninguno de ellos hubiera podido defenderme de la mano.
Keller: una de las personas más singulares que haya conocido jamás, la persona que, más que nadie en el mundo, determinó quién fui yo y quién acabé siendo. Fue, y sigue siendo, brillante, manipulador, sádico, arrogante, casi insoportablemente elocuente. Además, tiene una enfermedad mental: esquizofrenia paranoide. Y tal vez porque él fue incesantemente verborrágico desde un principio, yo me convertí en su opuesto, en su sombra: tímida, sensible, cerrada hasta tal extremo que, para superar mi propia hipersensibilidad, no tuve más remedio que ser valiente.
Una vieja fotografía en blanco y negro de una casita es la única prueba que conservo de que mi lugar de nacimiento fue Rochester. El blanco y negro combina con esa ciudad, con sus ríos, sus acueductos, sus fábricas y sus inviernos interminables. Y cuando mi familia se dirigió hacia el oeste, como cualquier otro canal de parto, Rochester cayó en el olvido.
Tenía cinco años cuando a mi padre le ofrecieron una cátedra en el Departamento de Sociología de la Universidad de California en Los Ángeles, la UCLA, y nosotros —mis padres, Keller y yo— partimos hacia Los Ángeles en nuestro viejo coche familiar. Una vez hubimos cruzado a los estados del oeste, recuerdo lo mucho que se emocionó mi madre al pedir hash browns en un restaurante de carretera. Para ella, las hash browns eran típicas del oeste, un símbolo cargado de un significado que ella era incapaz de expresar.
Cuando llegamos a Los Ángeles, nos alojamos en un antro llamado Seagull Motel; probablemente, uno de tantos otros lugares parecidos de igual nombre que se encontraban a lo largo de la costa de California. Este Seagull Motel quedaba a la sombra de un templo mormón, una enorme estructura monolítica situada en la cima de una colina, y estaba rodeado de hectáreas de césped cortado de un tono verde saturado sobre el que no estaba permitido caminar. Había aspersores por todas partes, unos pequeños artilugios metálicos aquí y allá que daban vueltas y traqueteaban a todas horas. Nada era autóctono: ni el césped ni el agua de los aspersores ni ninguna de las personas a quienes conocí. No fue hasta que vi la película Chinatown que supe que debajo de Los Ángeles no había más que un desierto, una interminable extensión de arpillera. Esa fue mi primera impresión sobre el paisajismo de Los Ángeles.
Tampoco era consciente de que ir a California representase un retorno a las raíces de mi madre.
La historia de mi familia salía a la luz a partir de observaciones esporádicas. Estando en mi último año de secundaria, mi tía me explicó que la familia de mi madre, los Swall, había sido una de las primeras familias de California. Pioneros. Colonos. Al parecer, mis tatarabuelos, junto con algunos socios de negocios japoneses, dirigieron una plantación de chiles en Garden Grove, en el condado de Orange. Los Swall tuvieron incluso un rancho en la ciudad de West Hollywood, en Doheny Drive con Santa Monica Boulevard, en unos terrenos que en la actualidad están llenos de túneles de lavado de coches y centros comerciales de carretera y estucados baratos. En algún momento, el ferrocarril plantó sus vías allí, con lo cual el paseo quedó dividido en Big y Little Santa Monica Boulevard. Los ranchos ya no existen hoy en día, claro, pero Swall Drive sigue ahí, un fósil de ADN ancestral.