CAVEAT LECTOR
o de lo que encontrará quien se acerque a estas páginas
¿Que el latín ha muerto? Pues ¡larga vida al latín! Mientras las lenguas clásicas y casi todo lo que tenga que ver con las humanidades desaparecen de los planes de estudio, el latín sigue vivito y coleando, por más que se empeñen en decretar su defunción. Y no nos referimos solo a que nuestra lengua proceda del latín —sería una obviedad que sonrojaría incluso al pobre Pero Grullo—, sino a que este sigue presente en muchas expresiones conservadas en el habla coloquial, que vienen a testimoniar la importancia que tuvo en épocas pasadas y su constante influencia, como lengua de prestigio, sobre la nuestra. Nos referimos a vocablos como tiquismiquis o santiamén, y otras locuciones del tipo de idem de idem, ipso facto (con el sentido temporal de «inmediatamente»), ad hoc (dicho de aquello que es adecuado para un determinado fin), rara avis (que designa cosas excepcionales por su rareza) o «quedarse in albis», usado tanto o más que su equivalente castellano «quedarse en blanco», entre otras muchas. Pero también frases célebres, como alea iacta est, pronunciada por Julio César antes de cruzar el Rubicón.
A todas estas expresiones está dedicado este libro, que pretende ilustrar sobre su origen y su uso correcto, puesto que adornar nuestro discurso con latinajos puede ser una forma de demostrar que se posee cierta cultura, pero hacerlo con propiedad no está al alcance de todo el mundo. Sin embargo, a diferencia de los antiguos florilegios y colecciones de adagios, este librito nace sin afán exhaustivo y se contenta con ofrecer un recorrido, lo más ameno posible, por los entresijos de algunas de las frases latinas más empleadas y conocidas, que son muestra persistente de la vitalidad de lo antiguo.
Al mismo tiempo, es nuestro objetivo ofrecer un testimonio variado de la manera en que el mundo actual continúa impulsando el uso del latín, del renovado y especial auge del que goza esta lengua en nuestros días, gracias a la universalización de los medios de comunicación. Sí, porque mientras nadie miraba, el latín se ha infiltrado en todas partes y, como el burgués gentilhombre de Molière, que hablaba en prosa sin saberlo, va a resultar que hoy muchos hablan en latín sin tener conciencia de ello.
Los términos a priori y a posteriori, por ejemplo, han pasado a engrosar el selecto número de tópicos predilectos de nuestros políticos y periodistas y, a su zaga, son numerosos los famosos, deportistas o artistas, que hacen consideraciones «apriorísticas», de forma que así la locución adverbial latina ha parido incluso un adjetivo castellano. De momento no tenemos nada «aposteriorístico», pero todo se andará. Desde aquí animamos a nuestros lectores a realizar un esfuerzo inventivo. Del mismo modo, hoy los partidos de fútbol se ganan muchas más veces in extremis que «en el último momento», y abunda más que en ningún otro tiempo el lapsus linguae, probablemente porque se dicen más tonterías que nunca o, quizá, porque las tonterías tienen un eco mucho mayor. No obstante, en general, hay que reconocer y lamentar la pérdida del genitivo linguae, pero esos son gajes de la economía lingüística que hay que comprender. Sin duda, llamativa es también la celebridad que ha adquirido la expresión in situ, con la que los corresponsales manifiestan con regocijo y algo de feliz perplejidad su presencia en el lugar de los hechos, pues para este colectivo estar in situ es un mérito similar al de conseguir una exclusiva.
Muy queridas por los contertulios radiofónicos son, por otra parte, locuciones como de facto, sui generis, in mente, in pectore, peccata minuta, etc. Algunas cosas se pueden decir en latín, pero no en español. El latín funciona así como el lenguaje entrecomillado, que últimamente se emplea cada vez más. Los entrevistados dicen hablar «entre comillas» cada vez que les parece un tanto excesivo lo que acaban de decir. Una función similar parece cumplir el latín. Es mejor decir «el ganador in pectore» que «el ganador más probable»; si uno se equivoca, aquello se perdona mejor. Es preferible decir: «en tal Ayuntamiento de facto el poder lo tiene Mengano», que tener la osadía de decir que «de hecho en tal Ayuntamiento el poder lo tiene el mismo Mengano». Es admisible que algún político se comporte de forma sui generis, pero resulta duro decir que actúa «a su manera». Podríamos decir que el latín es políticamente correcto. Sirve para decir de forma atenuada aquello que uno no se atreve a decir en castellano. En caso de duda, dígalo en latín, que duele menos. Así que el latín ha recuperado de este modo un viejo uso, arraigado durante muchas generaciones, que tiene seguramente que ver con la formación doctrinal de muchos de nuestros políticos y periodistas, educados por las órdenes religiosas a quienes secularmente se ha encomendado la formación de nuestros dirigentes.
Pero el latín del siglo XXI no vive solo de periodistas, contertulios y esos sempiternos colaboradores de programas de televisión, que «saben latín» en sentidos distintos del filológico. La ciencia también ha contribuido a incrementar el uso de algunos términos. Los alarmantes problemas de fertilidad de la pareja, por ejemplo, han puesto en boga la expresión in vitro, que se utiliza para designar los experimentos científicos que se hacen «en un vidrio», como la famosa fecundación. Del mismo modo, los últimos descubrimientos arqueológicos han permitido una cierta popularidad al homo sapiens y a otros homines de tiempos remotos, como el erectus o el neanderthaliensis, o nuestro vecino, el antecessor. En botánica, el latín ha tenido siempre un gran predicamento, pues, al menos desde el esforzado Lineo, los nombres técnicos de las plantas siempre se han dicho en esta lengua; pero parece que ahora la homeopatía ha reforzado la presencia en la sociedad de tales nombres: tres gránulos de arsenicum album, tres de antimonium tartaricum, uno de nux vomica..., como se oye no ya en la botica, sino en las sofisticadas herboristerías de barrio.
Los empresarios, por su parte, se percataron de que un consumidor medio no podía estar sin abogado, dada la voracidad de las empresas privadas y la desprotección de nuestros poderes públicos; por ello, sucumbieron también a la auctoritas del latín y eligieron para su tinglado abogadil el respetable nombre de Legálitas, término inexistente en latín clásico, pero que cuenta en su haber con una tilde para indicar su correcta pronunciación, precaución que con otros términos no se ha tenido, verbigracia, Sanitas, pronunciada por todos [sanítas]. Las modernas dinámicas de consumo han hecho incluso que nos comamos el latín. El producto se vende mejor si tiene un nombre latino. ¿Se han fijado en el buen ojo «mercadotécnico» que demuestran algunos dueños de tiendas de delicatessen al llamarlas Domus aurea o Apicius? Lo mismo ocurre con algunas tiendas de vinos y licores, como Regina vini, Baco o Lavinia, que aprovechando el mítico nombre de la mujer de Eneas, hija del rey Latino, hace pensar a los clientes menos ilustrados en «la viña», nombre fácil de recordar para un aficionado al vino. El estudio de tales nombres resultaría sumamente curioso, sobre todo si se hace degustando un buen magnum, adjetivo utilizado para designar a las botellas de gran tamaño. Incluso esas mismas tiendas han vencido al griego, pues han empezado a llamarse vinotecas las enotecas de toda la vida. Veremos qué futuro espera a los enólogos.