EL DOBLE CHANTAJE
En su estudio clásico Sobre la muerte y los moribundos, Elisabeth Kübler-Ross postuló su famoso esquema de cinco fases para explicar nuestra reacción cuando nos comunican que sufrimos una enfermedad terminal: negación (simplemente rehusamos aceptar el hecho: «Esto no me puede estar pasando a mí»); ira (que estalla cuando ya no podemos seguir negando el hecho: «¿Cómo es posible que esto me esté pasando a mí?»); negociación (la esperanza de que de alguna manera podamos posponer o mitigar el hecho: «Que pueda vivir para ver graduarse a mis hijos»); depresión (desinversión libidinal: «Voy a morir, ¿por qué he de preocuparme de nada?»); aceptación («No puedo luchar contra la enfermedad, así que es mejor que me prepare»). Más tarde, Kübler-Ross aplicó esas fases a cualquier forma de pérdida personal catastrófica (quedarse sin trabajo, la muerte de un ser amado, el divorcio, la drogadicción), y también recalcó que no tienen por qué darse necesariamente en el mismo orden, ni los pacientes tampoco tienen por qué experimentar los cinco estadios.
En la Europa Occidental de hoy en día, la reacción de las autoridades y de la opinión pública parece constar de una combinación parecida de reacciones dispares. Encontramos (cada vez menos) la negación: «No es tan grave, lo mejor es no hacer caso.» Encontramos la ira: «Los refugiados son una amenaza para nuestro modo de vida y, además, entre ellos se ocultan fundamentalistas musulmanes: ¡hay que detenerlos a cualquier precio!» Encontramos la negociación: «Muy bien, ¡establezcamos cuotas y apoyemos los campos de refugiados en sus países!» Encontramos la depresión: «¡Estamos perdidos, Europa se está convirtiendo en Europastán!» Lo que nos falta es la aceptación, que en este caso significaría un plan europeo coherente para enfrentarse al problema de los refugiados.
Los ataques terroristas del viernes 13 de noviembre de 2015 en París complicaron aún más las cosas. Sí, deberíamos condenarlos sin paliativos, pero... nada de peros: habría que condenarlos radicalmente, sin atenuantes, para lo cual se necesita algo más que el simple espectáculo patético de la solidaridad de todos nosotros (de la gente libre, democrática y civilizada) contra el criminal Monstruo Islamista.
Hay algo extraño en las solemnes declaraciones según las cuales estamos en guerra con el Estado Islámico: todas las superpotencias del mundo contra una banda religiosa que controla una pequeña extensión de tierra en su mayor parte desértica... Lo cual no significa, naturalmente, que no debamos centrarnos en destruir el ISIS, sin condiciones, sin ningún «pero». El único «pero» es que deberíamos centrarnos de verdad en destruirlo, y para ello hace falta mucho más que patéticas declaraciones y llamamientos a la solidaridad de todas las fuerzas «civilizadas» contra el demonizado enemigo fundamentalista. Lo que debemos evitar es embarcarnos en la típica letanía de la izquierda liberal de que «No se puede combatir el terror con el terror; la violencia sólo engendra violencia». Ha llegado el momento de empezar a plantear cuestiones desagradables: ¿cómo es posible que el Estado Islámico exista, sobreviva? Todos sabemos que, a pesar de la condena formal y el rechazo generalizados, existen fuerzas y estados que en silencio no sólo lo toleran, sino que lo ayudan.
Tal como señaló recientemente David Graeber, si Turquía hubiera establecido un bloqueo absoluto en los territorios del ISIS igual que ha hecho en las zonas de Siria controladas por los kurdos, y hubiera mostrado la misma «negligencia benigna» hacia el PKK y las YPG que ha mostrado hacia el Estado Islámico, éste se hubiera derrumbado hace tiempo, y es probable que los atentados de París no hubieran ocurrido. Algo parecido sucede en otras partes de la región: Arabia Saudí, el aliado clave de los Estados Unidos, se alegra de que el ISIS combata al islam chiita, e incluso Israel se muestra sospechosamente tibio en su condena del ISIS, fruto de un cálculo oportunista (el ISIS combate a las fuerzas chiitas proiraníes, que Israel considera su principal enemigo).
El acuerdo sobre los refugiados alcanzado por la Unión Europea y Turquía, que se anunció al final de noviembre de 2015 –Turquía pondrá freno al flujo de refugiados hacia Europa a cambio de una generosa ayuda económica, que de entrada será de tres mil millones de euros–, es un gesto vergonzosamente desagradable, una auténtica catástrofe ética y política. ¿Así es como va a llevarse la «guerra contra el terror», sucumbiendo al chantaje turco y recompensando a uno de los principales culpables de la expansión del ISIS en Siria?
Este confuso contexto deja bien claro que la «guerra total» contra el ISIS no se debería tomar en serio: los grandes guerreros no van a por todas. Sin duda nos hallamos en medio de un choque de civilizaciones (el Occidente cristiano contra el islam radicalizado), pero de hecho los choques ocurren dentro de cada civilización: en el espacio cristiano tenemos a los Estados Unidos y Europa Occidental contra Rusia; en el espacio musulmán tenemos a los sunitas contra los chiitas. La monstruosidad del ISIS sirve como fetiche para encubrir todas estas luchas, en las que cada bando finge combatir al ISIS para golpear a su auténtico enemigo.
Lo primero que deberíamos destacar en un análisis más serio que vaya más allá de los clichés sobre la «guerra contra el terror» es que los ataques de París fueron una perturbación momentánea y brutal de la vida cotidiana. (Es importante observar que los lugares atacados no representan instituciones militares ni políticas, sino la cultura popular cotidiana: restaurantes, salas de concierto...) Dicha forma de terrorismo –una perturbación momentánea– caracteriza sobre todo los ataques en los países occidentales desarrollados, en marcado contraste con muchos países del Tercer Mundo, donde la violencia es un hecho constante de la vida. Pensemos en la existencia diaria en el Congo, Afganistán, Siria, Irak, Líbano...: ¿dónde está la indignada solidaridad internacional cuando centenares de personas mueren allí? Deberíamos recordar ahora que vivimos en una «cúpula» en la que la violencia terrorista es una amenaza que estalla de manera esporádica, en contraste con países donde (con la participación o la complicidad de Occidente) la vida cotidiana consiste en un terror y una brutalidad permanentes.
En su obra En el mundo interior del capital, Peter Sloterdijk demuestra cómo, en la globalización actual, el sistema mundial completó su desarrollo y, en cuanto que sistema capitalista, acabó determinando todas las condiciones de vida. El primer signo de esta evolución fue el Crystal Palace de Londres, la sede de la primera exposición universal en 1851: reflejó la inevitable exclusividad de la globalización en cuanto que construcción y expansión de un mundo interior cuyos límites son invisibles, aunque prácticamente insalvables desde fuera, y que está habitado por los mil quinientos millones de ganadores de la globalización; esperando en la puerta encontramos a un número de personas tres veces mayor. En consecuencia, «el espacio interior de mundo del capital no es un ágora ni una feria de ventas al aire libre, sino un invernadero que ha arrastrado hacia dentro todo lo que antes era exterior».
Lo que Sloterdijk señaló correctamente es que la globalización capitalista no representa tan sólo apertura y conquista, sino también un mundo encerrado en sí mismo que separa el Interior de su Exterior. Los dos aspectos son inseparables: el alcance global del capitalismo se fundamenta en la manera en que introduce una división radical de clases en todo el mundo, separando a los que están protegidos por la esfera de los que quedan fuera de su cobertura.