Vol. II
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¿Podría ser ahora?
I. D AVID
Una vez, en un lugar situado entre África y el Indostán, había un río tan judío que observaba el sábado. Según Eldad el Danita, un viajero del siglo IX , durante seis días a la semana el río Sambatión arrastraba una gran cantidad de pesadas rocas a lo largo de su curso arenoso. Al séptimo día, como Dios cuando creó el universo,
En 1480 fueron publicadas en Mantua las Cartas de Eldad, de modo que uno de los primeros textos impresos en lengua hebrea fue un verdadero viaje a la imaginación. No obstante, los límites del mundo real iban cambiando con cada carabela que zarpaba para circunnavegar las costas de África y el nordeste rumbo a las Indias. Lo más extravagante y curioso podía resultar cierto. Además, había otra razón muy poderosa para confiar en que un intrépido viajero llegara a dar con el Sambatión. Se decía que en la otra orilla del río habitaban cuatro de las Diez Tribus Perdidas de Israel, el pueblo que en el siglo VIII a. e. c. había sido obligado a desplazarse a causa de los conquistadores asirios. Todo lo que se sabía sobre la localización definitiva de su exilio era que se trataba de un remoto territorio del este, pues los asirios habían gobernado un vasto imperio que se extendía desde la costa de Yemen hasta el mar Caspio. No obstante, encontrar el Sambatión significaba encontrar a los israelitas, preservados en su exilio como insectos en una pieza de ámbar. Todo lo que se decía de ellos era portentoso. Montaban elefantes para desplazarse por campos libres de criaturas dañinas. «No hay nada impuro entre ellos […] no hay bestias salvajes, no hay moscas, no hay pulgas, no hay piojos, no hay zorros, no hay escorpiones, no hay serpientes, no hay perros.» Vivían en hermosas torres, teñían de bermellón sus ropas y no tenían criados, sino que labraban ellos mismos los fructíferos campos. Un sinfín de granadas esperaban a ser recolectadas, y de los árboles caían suculentos higos carnosos, dulces como la miel. Su tierra era el país de Jauja kosher.
Incluso aquellos que sospechaban que la historia de Eldad era decididamente descabellada querían saber más, pues el descubrimiento del río, y el de esos israelitas perdidos de la otra orilla, podía ser una señal de lo que
Encontrar a las Tribus Perdidas de Israel se convirtió en una pertinaz obsesión tanto para los cristianos como para los judíos. Para los primeros había razones estratégicas y apocalípticas para desear que la historia del Sambatión y las Tribus fuera cierta, y ambas convergían en un momento crucial del mundo hebreo. Si era verdad que los israelitas vivían de un modo u otro más allá de los límites del mundo musulmán, ya fuera en África o en Asia, el trato con ellos ofrecía la oportunidad de lanzar un ataque contra los turcos desde su retaguardia. El rey de Portugal ya había enviado emisarios judíos a buscar el reino del Preste Juan, de quien se decía que era un poderoso monarca cristiano de aquellas tierras remotas y que mantenía contacto con las Tribus Perdidas. Podría establecerse una santa alianza. El Fin de los Tiempos se precipitaría: se libraría la batalla profetizada de dos adversarios titánicos, Gog y Magog. Se quebrarían cabezas, se oirían hosannas, la tierra quedaría empapada en sangre. Guerreros nombrados por el Divino, en perfecta formación y armados con relucientes lanzas, avanzarían para enfrentarse a las legiones del Anticristo, y después de que se alzaran con la victoria comenzaría una edad de oro cristiana. Guiados por los israelitas perdidos, los demás judíos verían por fin el error en el que habían vivido y marcharían hacia el frente en tropel. Radiante en su divina majestad, Cristo regresaría. Gloria a Dios en las alturas.
Un día de 1523, poco antes de la fiesta de la Hanuká, un hombre bajito y moreno y de cuerpo enjuto por la práctica del ayuno, llegó en un valle desértico de las inmediaciones, el del Habor. El resto del pueblo perdido de Israel se encontraba más lejos aún. Así pues, ¿podía ser ese judío, de nombre David, aquel hombre largamente esperado, que traía en su enjuto cuerpo la noticia que tanto cristianos como judíos ansiaban oír?
A comienzos del siglo XVI , tras la conmoción que había supuesto su expulsión de España y Portugal, la comunidad judía europea comenzó a dejarse llevar por anhelos mesiánicos. En 1502, en la península adriática de Istria, Asher Laemmlein Reutlingen, hombre piadoso dedicado al estudio de la cábala, había declarado que, si los judíos expiaban sus pecados, en menos de seis meses se produciría la llegada del Mesías. La Iglesia se derrumbaría por su propia voluntad (imaginaba un derrumbamiento físico, en el que torres y campanarios se vendrían abajo) y Jerusalén sería liberada a tiempo de celebrar la siguiente Pascua en la largamente reivindicada ciudad de David. En respuesta al anuncio de Laemmlein se proclamaron días de ayuno en comunidades judías del norte de Italia, sur de Alemania y otras regiones más alejadas. Un hombre del que habría cabido esperar más sentido común, el padre del historiador David Gans, de Praga, creyó tan fervientemente las profecías de Laemmlein que hizo demoler el horno en el que cocía su pan ácimo. No obstante, los actos de arrepentimiento de aquellas gentes no lograron impresionar al Todopoderoso, pues no apareció ningún redentor como había sido profetizado. Triste y decepcionado, Gans padre se vio obligado a cocer su pan sin levadura en horno ajeno.
Pero, mientras duró, el llamamiento de Laemmlein causó un impacto extraordinario en las comunidades judías del norte de Italia, donde había una importante concentración de hebreos germanos que habían huido de las persecuciones sufridas en Baviera y en Franconia. La decepción supuso un duro golpe, pero no acabó con las expectativas mesiánicas; Laemmlein no había resultado nada más que el hombre equivocado en el año equivocado. El astrónomo y astrólogo Bonet de Lattes, que también era el rabino principal de la comunidad judía de Roma (además de médico de los papas Alejandro VI y León X), recurrió al reloj anular que había inventado para calcular la altitud del sol y los planetas tanto de día como de noche, y llegó a la conclusión de que 1505 sería el año en el que Júpiter y Saturno se alinearían correctamente para anunciar la llegada del Mesías. Una vez más, la esperanza acabó en decepción, si bien Bonet de Lattes dio comienzo a una tradición de almanaques anuales que combinaban predicciones astrológicas y teológicas sobre el año en el que tendría lugar la Gran Aparición. Así pues, cuando David Ha-Reuveni, el pequeño príncipe guerrero, se plantó en Venecia en 1523 ataviado con ropajes de seda negra, las señales de los astros se estudiaron y analizaron con gran entusiasmo. En Ferrara, Farissol, mientras trabajaba en su libro, consultó la geografía mítica del exilio israelita. «El desierto de Habor», donde gobernaba el rey José, era, en efecto, uno de los sitios identificados en el libro de los Reyes y en las Crónicas como destino de las tribus desplazadas. Farissol estaba convencido de que el lugar en cuestión tenía que encontrarse en Asia. Otros confundieron «Habor» por «Jaybar», una antigua ciudad situada en la península arábiga, en la región de Hejaz, habitada por judíos antes de la llegada del islam. Pero bastaría una localización aproximada para la batalla culminante que se habría de librar: un punto entre el cuerno de África y las montañas de la India. En todo caso, era indudable que las guerras entre el sultán otomano, Solimán el Magnífico, y el titular del Sacro Imperio Romano Germánico, Carlos V, iban a acabar un día en un conflicto mesiánico. Y ese día estaba cerca. Un judío de Jerusalén había escrito que el mismísimo rey de Polonia (aunque por qué lo sabía es un misterio) había afirmado que el Sambatión estaba tan en calma que cuatro de las Diez Tribus Perdidas de Israel habían podido cruzarlo, y que otras cinco estaban preparándose para ello. Era evidente la inminencia de un gran reencuentro del pueblo judío. De modo que cuando David empezó a hablar en un hebreo extraño y entrecortado, a veces ininteligible, cuajado de palabras árabes, su acento, nunca oído hasta entonces, pareció —para entusiasmo de muchos— el de algún lugar remoto. Era el portador de algo sumamente antiguo, inmemorial, que, por designio divino, se manifestaba en aquel momento.