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Robert Kirkman - The Walking Dead. La caida del Gobernador. Primera parte

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Robert Kirkman The Walking Dead. La caida del Gobernador. Primera parte

The Walking Dead. La caida del Gobernador. Primera parte: resumen, descripción y anotación

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Para Sheari Stearn, mi lectora fiel y segunda madre,

y para Diego, por enseñarme las mecánicas

de la muerte y la destrucción.

JAY BONANSINGA

PRIMERA PARTE
LA REUNIÓN

Cuando llegue esa última y temible hora

Que este desfile decadente devora,

La trompeta se oirá en los cielos,

Los vivos morirán, y vivirán los muertos,

Y la música desafinará el firmamento.

JOHN DRYDEN

UNO

Retorciéndose de dolor en el suelo, Bruce Allan Cooper jadea, parpadea e intenta recuperar el aliento. Puede oír los gruñidos primitivos, como balbuceos, del puñado de mordedores que vienen a por él en busca de alimento. Una voz en su cabeza le grita: «¡Muévete, imbécil de mierda! ¡Cobarde! Pero ¡¿qué haces?!»

Bruce, un afroamericano enorme con la constitución de un alero de la NBA, con la cabeza en forma de misil, afeitada y una sombra de perilla, y rueda por el suelo accidentado, evitando por los pelos las garras grises y las fauces hambrientas de una mordedora adulta a la que le falta media cara.

Consigue protegerse mientras recorre un metro y medio o casi dos, hasta que siente una punzada de dolor en el costado que le incendia las costillas y se apodera de él, dejándolo paralizado en plena agonía. Cae de espaldas, aferrándose todavía a su hacha de incendios oxidada, cuya cabeza está cubierta de sangre, pelo humano, y la bilis viscosa y negra que los supervivientes llaman «mierda de caminante».

Bruce se siente desorientado durante unos instantes, le pitan los oídos y se le ha empezado a cerrar un ojo por la hinchazón de la nariz rota. Lleva el uniforme del ejército hecho polvo y las botas militares embarradas de la milicia no oficial de Woodbury. Sobre él se extiende el cielo de Georgia, un toldo bajo de nubes de un color gris similar al del agua sucia, inclemente y desagradable para ser abril, que se burla del hombre cuando éste lo mira: «Mira, niñato, ahí abajo no eres más que un bicho, un gusano en el cadáver de una tierra moribunda, un parásito que se alimenta de las sobras y las ruinas de una raza al borde la extinción.»

De repente, tres rostros desconocidos eclipsan la visión del cielo sobre su cabeza, como si fueran planetas oscuros que, poco a poco, bloquean el firmamento, y todos gruñen estúpidamente como si estuvieran borrachos, con los ojos lechosos abiertos para la eternidad. De la boca de uno de ellos, un hombre obeso vestido con una bata de hospital manchada, gotea una sustancia viscosa y negra que cae sobre la mejilla de Bruce.

—¡ME CAGO EN LA PUTAAAAAAA!

Bruce sale de repente de su estupor con un arranque de fuerza inesperada y se abre paso a hachazos. El filo traza un arco hacia arriba y empala al mordedor gordo a través del tejido blando que tiene bajo la mandíbula. La mitad inferior de la cara se le cae y una falange fibrosa de carne muerta y cartílago brillante asciende seis metros girando por los aires, antes de estamparse contra el suelo con un ruido sordo.

Rodando otra vez y volviendo a ponerse de pie como puede, el hombre ejecuta un giro de 180 grados —con gran agilidad, teniendo en cuenta su corpulencia y el terrible dolor al que está sometido— y le rebana los músculos podridos del cuello a la otra mordedora que va a por él. La cabeza se le cae hacia un lado, colgando por un instante de las hebras de tejido reseco que la unen al cuerpo, antes de que éstas se rompan y la cabeza se desplome en el suelo.

El cráneo rueda unos cuantos centímetros dejando un rastro negruzco y sanguinolento mientras que, durante un momento insoportable, el cuerpo permanece en pie con los brazos inertes extendidos, impulsados por su espeluznante instinto. Hay algo metálico enrollado a los pies de la criatura, que acaba sucumbiendo a la gravedad.

Es entonces cuando Bruce oye, amortiguado por culpa de sus maltrechos oídos, el último sonido que esperaría escuchar tras la masacre: el entrechocar de unos platillos. Al menos, eso es lo que consigue identificar entre los pitidos que no le abandonan: un ruido metálico palpitante en el cerebro que proviene de cerca. Retrocediendo con el arma en mano y preguntándose qué será el sonido, parpadea e intenta concentrarse en los otros mordedores que se le acercan arrastrando los pies. Son demasiados para enfrentarse a ellos con el hacha.

Bruce se da la vuelta para huir y, de repente, choca de lleno con alguien que le corta el paso.

—¡Eh!

Ese alguien, un hombre caucásico de cuello grueso, con un cuerpo en forma de boca de incendios y el pelo rubio cortado al estilo militar, profiere un grito de guerra y ataca a Bruce con una maza del tamaño de una pata de caballo. La especie de porra con púas pasa silbando a pocos centímetros de su nariz rota y, en un acto reflejo, retrocede y se tropieza con sus propios pies.

Cae al suelo de forma ridícula y el impacto levanta una nube de polvo, además de causar más ruido de platillos en la brumosa media distancia. El hacha sale volando. El hombre del pelo del color de la arena aprovecha la confusión para abalanzarse sobre Bruce con la maza lista para entrar en acción. Él gruñe y se aparta de su alcance rodando en el último momento.

La cabeza de la maza golpea el suelo con fuerza, clavándose a pocos centímetros de la cabeza de Bruce, quien rueda para alcanzar su arma, que ha caído a tres metros de él y yace en el polvo rojo. Coge el hacha por el mango y, de pronto, una figura emerge de la niebla, justo a la izquierda de Bruce, que se aparta bruscamente del mordedor que repta hacia él con los movimientos lánguidos de un lagarto gigante. Un líquido negro rezuma de la boca fláccida de la mujer, que deja ver sus pequeños dientes y chasquea la mandíbula con la misma fuerza que un reptil.

Entonces, pasa algo que devuelve a Bruce a la realidad.

La cadena que mantiene cautiva a la muerta emite un sonido metálico cuando el monstruo la fuerza al límite. Bruce exhala un suspiro instintivo de alivio, mientras que la muerta se agita a pocos centímetros, intentando alcanzarle sin conseguirlo. La mordedora emite gruñidos de frustración primitivos, pero la cadena la mantiene a raya. A Bruce le entran ganas de hundirle los ojos con sus propias manos y de desgarrarle a bocados el cuello a ese maldito pedazo de carne podrida.

Bruce vuelve a escuchar ese extraño sonido, como de platillos entrechocando, y también oye la voz del otro hombre, apenas perceptible entre el ruido:

—Va, tío, levanta… Levanta.

Bruce reacciona, se activa, coge el hacha y se pone de pie con cierta dificultad. Se oye el sonido de más platillos... mientras él se da la vuelta y le propina un hachazo al otro tipo.

El filo no le acierta en la garganta a Corte Militar por los pelos, pero le rebana el cuello alto del suéter, dejándole una raja de quince centímetros.

—Bueno —masculla Bruce por lo bajo mientras rodea al hombre—. ¿Te ha parecido divertido?

—Así me gusta —murmura el hombre corpulento, que se llama Gabriel Harris (o Gabe para los colegas), mientras vuelve a empuñar la maza, que pasa silbando cerca de la cara hinchada de Bruce.

—¿No sabes hacerlo mejor? —farfulla Bruce, apartándose justo a tiempo y rodeándolo en el sentido contrario. Arremete contra él con el hacha. Gabe le bloquea con la porra y, alrededor de los dos contrincantes, los monstruos siguen profiriendo sus gruñidos y balbuceantes aullidos, forcejeando con las cadenas, hambrientos de carne humana, frenéticos por la avidez.

Cuando se disipa la neblina polvorienta de la periferia del campo de batalla, aparecen los restos de un circuito de carreras al aire libre.

La Pista de Carreras de los Veteranos de Woodbury es tan grande como un campo de fútbol americano, está protegida con tela metálica y rodeada de reliquias: fosos antiguos y pasillos oscuros y cavernosos. Tras la malla de metal se alza en pendiente una red de asientos sostenida por unos soportes ligeros y oxidados. En estos momentos, el lugar está inundado por los gritos de ánimo de los habitantes de Woodbury. Los platillos son, en realidad, los aplausos y vítores enfervorecidos de la multitud.

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