Juan Carlos Martelli - French y Beruti: los patoteros de la patria
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- Libro:French y Beruti: los patoteros de la patria
- Autor:
- Editor:Ediciones Atril
- Genre:
- Año:2000
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French y Beruti: los patoteros de la patria: resumen, descripción y anotación
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Juan Carlos Martelli
French y Beruti
Los patoteros de la patria
Ediciones Atriel
Tapa: Pistola de chispa con llave miguelete (c. 1770)
Colección: Adolfo Martínez
Buenos Aires – Argentina
Agosto 2000
ISBN: 987-96372-9-1
A Jorge Anitúa
A Beatriz Spinoza
Este libro es la novela del
fracaso de las utopías y de las
buenas voluntades. También es
la historia de las esperanzas
insistentes, recurrentes,
a pesar de los errores
que constituyen la existencia
humana. Frenen y Beruti son
paradigmas de las
contradicciones y el olvido
que suelen castigar a la Historia.
I
Y sin embargo yo, Antonio Luis Beruti, con una te menos en mi apellido que seguramente mis hijos o mis nietos repondrán, fui primeramente al Colegio Carolina, el mejor de estas tierras del Sur. Pero eso no era suficiente para mi madre, la marquesa de Alderete. Mi madre, alta, delgada, autoritaria, despectiva, que trataba mal a mi padre o que trataba a mi padre como a un comerciante que la merecía sólo por el oro, me mandó a Madrid. A la capital del Imperio.
Viajé orgulloso de ser un criollo. Los jesuitas me habían educado para eso. A los dieciséis años, cuando partí hacia España, ya había aprobado mis exámenes de Filosofía y Gramática latina. Pero, precisamente por ser criollo, sufrí humillaciones en el Colegio de Nobles del centro del mundo. Mis condiscípulos reconocían a los Alderete, pero no a los Beruti. Me llamaban condottiero, me llamaban indio a pesar de que mi piel era más blanca que la de la mayoría de ellos. La disciplina era fatigosa. Las camas, duras. Los uniformes, bellos. Las prelaciones, desagradables. Muy severos, los castigos.
Supe todo sobre esa España que se debatía entre la amenaza del bestial Napoleón, la inepcia del rey Carlos IV, la vanidad sosa del ministro Godoy, absurdamente bautizado Príncipe de la Paz y de quien se decía era el amante de la reina. Madrid era una ciudad bellísima y limpia, pero el hedor de la corrupción y de la intriga desalentaba a los pensantes. La carrera —así comenzaba frívolamente a llamarse a las vocaciones— era fácil.
En verdad, recuerdo poco de esa época. Soy un hombre viejo y cansado. Algunos creen en la calumnia de q u e deliro, loco . Pero, ¿no decretó en su momento el fraile Aldao que todos los unitarios estábamos locos, y, por tanto, no podíamos firmar contratos, ni testar?
Estoy en la provincia de Mendoza, en Cuyo, tengo sesenta y nueve años, sigo siendo unitario. Fui ministro de Gobierno de esta provincia bajo la administración de Juan de Dios Correa y ahora, en este año de 1841, me he puesto humildemente con mi Batallón de Mayo a las órdenes del valeroso y honesto general Lamadrid.
Visto aún mi uniforme de general y en mi pecho destella la placa de oro con que premió el general José de San Martín mi actuación en Chacabuco. Era feliz en esta ciudad en donde abunda el vino y el agua corre cantarina por las acequias, en donde vive mi mujer, doña Mercedes Ortiz y donde han crecido mis muchos hijos. Pero las guerras, en esta América libre, no terminan nunca. Bustos desde Córdoba ha mandado sus ejércitos contra nosotros, a las órdenes del intrépido Pacheco, compañero mío en Chacabuco. Los sanguinarios siervos de Juan Manuel sentirán el filo de mi espada y las balas de mis viejos arcabuces.
No llega la ayuda prometida por el otro loco, Sarmiento, desde Chile. Le he aconsejado a Lamadrid que esperemos a Pacheco —héroe de la guerra contra el Brasil— y sus punzó, en Rodeo del Medio para salvar a esta ciudad del incendio. El encuentro con los punzó ocurrirá dentro de un mes. Tengo treinta días para consignar con mi cansada memoria los hechos como realmente fueron, desde que me doctoré en Derecho en Salamanca y recibí en Madrid el título de teniente coronel de la Guardia de Corps del Rey.
Pude haber regresado a Buenos Ayres cargado de vanidad, pero no lo hice. Todavía era joven y con mi amigo, el Cartero Ú nico de la ciudad, Domingo French, me dediqué más bien a conocer los arrabales, las pulperías, los prostíbulos y a ejercitar las cacerías de vacas y perros cimarrones. Ahí estaba, para los dos, la verdadera vida; ahí aprendimos una lengua muy distinta de la que se hablaba en los salones; al borde del río memorizamos los cantos de las lavanderas esclavas; en las pulperías, la extraña jerga gaucha; en los prostíbulos, una músi c a muy distinta a la de los minuets que se tocaban en los planos de las casas ricas (la mía entre ellas).
En realidad, teníamos muy poco que hacer. Í bamos al Café de Mallcos, luego llamado de Marcos, por supuesto. Pero ni French ni yo creíamos entonces en las fogosas, neoclásicas y aburridas proclamas revolucionarias que allí se susurraban, o en las que hacían en la insoportable (por el tufo del producto graso y negro) jabonería de Vieytes, socio de Rodríguez Peña en la elaboración de ese producto que más ensuciaba que limpiaba. Nos costó traducir esas ideas al lenguaje popular para que fueran eficaces: para obtener lo que ahora llamamos dolorosamente Libertad, Igualdad, Fraternidad, en lugar del actual grito de Religión o Muerte del despreciable tirano Rosas, que no se diferencia de los que hubiesen proferido en Florencia un Savonarola o, en España, el confesor de la Reina de Castilla.
French y yo pensábamos —y lo demostramos, creo— que las revoluciones se hacen arrastrando a un pueblo que ignora la filosofía de la revolución, pero que obedece y confía en los líderes que ama. Luego de la Anarquía hasta las ideas se confundieron. Tal vez en el futuro, pueda haber una revuelta que reclame la reinstalación de la esclavitud. La Historia, que estamos descubriendo, es una ciencia deslumbrante.
Según el inca Calixto Bustamante Carlos, cuyo pseudónimo era Concolorcorvo, en su libro El lazarillo de ciegos caminantes, publicado en Gijón, España, cuando yo tenía un año de edad, la ciudad de Buenos Ayres "está bien situada y delineada a la moderna, dividida en cuadras iguales y sus calles de igual y regular ancho; pero se hacen intransitables a p ie en tiempos de aguas porque las grandes carretas que conducen los bastimentos y otros materiales, hacen unas excavaciones en medio de ellas, en que se atascan hasta los caballos, e impiden el tránsito hasta los de a pie, principalmente de una cuadra a otra, obligando a retroceder a la gente y muchas veces quedarse sin misa cuando se ven precisadas a atravesar la calle. Los vecinos que no habían fabricado en la primitiva (ciudad) y que tenían solares o los fabricaron posteriormente, fabricaron las casas con una elevación de una vara o las fueron cercando con unos pretiles de una vara y media, por donde se pasa la gente con bastante comodidad y con grave perjuicio de las casas antiguas, porque inclinándose a ellas el trajín de carretas y caballos, les imposibilitan muchas veces la salida, y si las lluvias son copiosas se inundan sus casas y la mayor parte de las piezas se hace inhabitable: defecto casi incorregible. "
A Concolorcorvo lo leí en España. Otros también lo hicieron y las burlas que me hacían redoblaron. Pude haber desmentido al inca. En lugar de ello, enriquecí su crónica. Les conté de los insoportables aromas, a los que se sumaban, en el Café de Marcos, el humo espeso de los cigarros y el inevitable aliento aguardentoso mientras jugábamos al billar ahogados por el furioso calor de los veranos. Y les hablé de los humeantes guisotes que se servían en el Mesón de los Catalanes y en el de Los Cuatro Reyes, en la recova que divide la Plaza Mayor entre el Cabildo y el Fuerte. Les relaté que en días de lluvia y sudestada los caballos se ahogaban en las calles y que había en pleno centro un pozo de las ánimas, donde un panadero, chupado por el barro, reaparecía noche a noche bajo la forma de luz mala espantando a muchas almas simples y obligándolas a hacer grandes desvíos para no toparse con ella.
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