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Emilio Mitre - Morir en la Edad Media: Los hechos y los sentimientos

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  • Libro:
    Morir en la Edad Media: Los hechos y los sentimientos
  • Autor:
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    Ediciones Cátedra
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    2019
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Morir en la Edad Media: Los hechos y los sentimientos: resumen, descripción y anotación

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Por tratarse del fenómeno más universal, la muerte ha despertado el interés de un amplio espectro de especialistas: médicos, demógrafos, sociólogos, teólogos, moralistas, filósofos y, por supuesto, historiadores. La definida hace años como nueva historia hizo de la muerte en el occidente medieval uno de sus temas estrella. En ese mundo se forjaron muchos de los sentimientos y normas que habían de rodearla, y algunos de sus rasgos se han conservado hasta día de hoy. A tal problemática va dedicada esta obra planteada como un estado actual de la cuestión.

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Emilio Mitre

Morir en la Edad Media

Los hechos y los sentimientos

Índice P RIMERA PARTE LA ELABORACIÓN DE UN DISCURSO PARA LA MUERTE UN MUNDO - photo 1

Índice

P RIMERA PARTE
LA ELABORACIÓN DE UN DISCURSO PARA LA MUERTE: UN MUNDO PARA LA METÁFORA Y LA POLISEMIA

S EGUNDA PARTE
ENCARANDO LA MUERTE PRIMERA

T ERCERA PARTE
ALEJÁNDOSE DE LA MUERTE PROPIA EN EL MEDIEVO

CUARTA PARTE
MÁS ALLÁ DE LA MUERTE

¡Necio! Lo que tú siembras no recibe vida si primero no muere.

S AN P ABLO , 1 Cor. 15, 36

Creyendo firmemente en la Santa Trinidad y en la Fe católica, e temiéndome de la muerte que es natural, de la qual ningún hombre puede escapar.

Del Testamento del rey Enrique III,
BAE, t. 68, pág. 264

Bienaventurado el que tiene siempre la hora de la muerte delante de sus ojos y se dispone cada día a morir.

T OMÁS DE K EMPIS ,
Imitación de Cristo, lib. I, cap. XXIII, 2

Introducción

Desde el más común descreimiento, la negación de un más allá hace que la muerte conduzca al hombre a una suerte de eterna nada. Sin embargo, dado que nos encontramos ante el fenómeno más universal al que han tenido que enfrentarse todas las sociedades, es lógico que cada una de ellas haya tenido su particular forma de abordarla desde el humus religioso sobre el que se asiente.

El más cómodo y extendido recurso consiste en echar mano del Egipto faraónico como modelo de civilización preocupada por un más allá, con su Libro de los Muertos, su doctrina del peso de las almas (psicostasia) o su juicio de Osiris, que determinarán el lugar que en el más allá ocuparán los muertos en función de las virtudes y taras que hayan desarrollado. Ahora nos concierne, sin embargo, situarnos en un mundo más cercano del que, en distintos grados, seguimos siendo herederos. Un mundo que también se interrogó insistentemente sobre el sentido de la muerte y la posibilidad de un más allá después de la extinción física.

El teólogo G. Greshake recuerda que el mundo cristiano (del que el Occidente medieval será paradigma) hincó sus raíces en cuanto a filosofía de la muerte en tradiciones extraídas de la filosofía clásica y de la espiritualidad del mundo hebraico. Las primeras conciernen esencialmente al platonismo, que admite que en el hombre hay algo inmortal: su alma imperecedera, que no es afectada por la muerte del cuerpo. Por medio de ella el hombre participa de la vida eterna. Desde la óptica hebraico-veterotestamentaria la esperanza en un más allá de la muerte no se basa tanto en que algo sobreviva a esta, sino en que Dios vuelva a infundir su espíritu en el muerto, vuelva a darle vida y le resucite.

El cristianismo partió de una especial muerte a la que se dotaba de una marcada historicidad: la del verbo de Dios (único) encarnado, segunda persona de la Trinidad. Muerte seguida de resurrección que otorgaba a todos los seres humanos un camino a la esperanza más allá de este paso por el mundo. Los últimos artículos del símbolo de fe niceno-constantinopolitano (credo de Nicea en la expresión más común) constituyen una valiosísima guía para entender lo que fue el discurso/modelo mediante el cual las autoridades espirituales de la Edad Media desearon ahormar al conjunto de la cristiandad. Un discurso con el que dar respuesta a las dudas y angustias de una sociedad castigada, además, por limitadas expectativas de vida que hacían clamar contra las frecuentes guerras, las enfermedades epidémicas o las recurrentes hambrunas.

En esencia, la Iglesia inspiraba a sus fieles la creencia en un tránsito entre un mundo terreno y perecedero y un más allá de premios o castigos —ambos eternos— según hubiera sido el comportamiento de cada cual en esta vida. Las artes plásticas y las fuentes literarias medievales, en el más amplio sentido que puede darse a ambas expresiones, constituyen importantes, aunque no únicos, instrumentos para trabajar sobre el tema.

Los mentores ideológicos de la época hablaban de un arte de bien morir que convenía fuera la culminación de otro arte de bien vivir. Se propiciaría, así, una suerte de muerte «canónica» que debería permitir una especie de doble perpetuación de la vida. En el más acá, a través de la memoria que el difunto haya sido capaz de dejar a los suyos. Y en el más allá, de acuerdo con el inapelable juicio de la divinidad, para eterna ventura, que sería el premio de los justos, por oposición a la eterna condenación que esperaba a los réprobos.

Sin embargo, el historiador no debe olvidar aquellas muertes, de las que han quedado multitud de testimonios, y que difícilmente se ajustarían a las normas fijadas por el aparato eclesiástico... o se ajustarían contrario sensu, pues pueden apreciarse como el castigo de la justicia divina a comportamientos inadecuados. Es la muerte que puede llegar sin aviso previo (la muerte súbita) o la muerte (súbita o no) muchas veces producto de la violencia. Estaríamos así lejos de las muertes serenas que la Iglesia ponía como modelo pero que, a su modo y manera, también podían resultar ejemplificantes por cuanto son el justo castigo para quienes no han vivido de acuerdo con las pautas morales exigidas. La infinita bondad de Dios se veía complementada por su inapelable justicia.

En todo caso —juicios de valor aparte— estas líneas maestras propiciarían la difusión de unas figuras que hacen de la visión de la muerte en el Medievo todo un reino de la metáfora. De ahí que —de acuerdo con el léxico difundido en la época— haya muertes en vida significadas en almas manchadas por graves pecados; pero también vidas (sobre todo una, la eterna) más allá de la muerte física.

Y de ahí, podríamos añadir, una derivada: la que marcan los contrastes que, desde nuestro siglo, podamos percibir entre la muerte real y la muerte «figurada».

La presente obra desea ajustarse a un cierto criterio actualizador, ampliador y sistematizador a propósito de un tema sobre el que el autor viene publicando trabajos desde hace casi treinta años.

Queremos destacar dos hechos complementarios que se reflejan de forma preferente en esta obra y que afectan de manera muy directa a los estudiosos españoles. El primero, la explotación de fuentes medievales redactadas en el ámbito peninsular ibérico, por lo general escasamente utilizadas por autores del otro lado de los Pirineos salvo la honorabilísima excepción de algunos hispanistas. Y, consecuencia de ello a su vez, el uso de numerosos trabajos en torno a la muerte surgidos en los últimos tiempos en los medios académicos (y culturales en general) del mundo hispánico, con una importante cuña al otro lado del Atlántico. Una consecuencia más de lo que hace ya años se definió como «normalización» de los estudios históricos en nuestro país. Y algo que reconoció un inolvidable historiador francés, el profesor Duby, quien situó al medievalismo español del presente a la misma altura que el de cualquier otro país. Ni la España cristiana del Medievo ni el medievalismo español actual quedan al margen de la evolución que experimenta el conjunto del Occidente europeo.

El cristianismo tiene una historia que conviene conocer aunque solo sea por la intención de criticarla. Dentro de ella están, por supuesto, las visiones y sentimientos que, no solo desde el estamento eclesiástico, se han dado sobre el fenómeno más universal e ineluctable cual es la muerte. Es obligado reconocer, sin embargo, que la mayor parte de los testimonios a nuestra disposición proceden del mundo de los eclesiásticos y de los caballeros, que representan una minoría; cualificada, pero minoría a fin de cuentas. Sus, por lo general, ejemplares salidas de este mundo mortal acaban constituyendo modelos para el conjunto de la sociedad.

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