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Juan Eslava Galán - Roma de los Césares

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Juan Eslava Galán Roma de los Césares

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Apéndice. Los monumentos romanos de España.

Apéndice

Los monumentos romanos de España

L os restos romanos en España datan en su mayoría de la época imperial y son lógicamente más abundantes en las zonas más intensamente romanizadas: todo el litoral mediterráneo y Extremadura.

En el siglo III había 34 calzadas: una tupida red en la que destacaban la Vía Augusta, que costeaba el levante hasta Cádiz, y la Vía de la Plata, que unía Cádiz con Galicia.

A lo largo de estas calzadas encontramos puentes famosos como los de Alconetar, Salamanca, Alcántara, Mérida y Córdoba.

Las ciudades de nueva fundación obedecían al trazado típico romano: perímetro rectangular y dos vías principales perpendiculares a partir de las que parten las secundarias, quedando la distribución en damero para las manzanas de casas. Este primitivo trazado se adivina en Mérida, Numancia, Lugo, Barcelona y León. En algunos recintos quedan restos de murallas romanas: Barcelona, Tarragona, Mérida, Lugo, Zaragoza y Astorga; o de acueductos: Segovia, las Ferreras (Tarragona) y Mérida.

Los arcos de triunfo nunca fueron tan espectaculares como los de Roma.

Aquí se encuentran en vías, puentes o lindes territoriales. Destacan los de Alcántara, Cabanes (Castellón), Bará, Medinaceli (Soria) y Cápera (Cáceres).

Los edificios ubicados en el interior de las ciudades han soportado peor el paso del tiempo, puesto que han sido reiteradamente expoliados como canteras de materiales de construcción. No obstante conservamos importantes vestigios de teatros (Mérida, Sagunto, Itálica, Málaga); anfiteatros (Tarragona, Itálica, Mérida, Carmona); templos (Vich, Córdoba, Baelo en Bolonia —Cádiz—, Mérida, Évora, Barcelona y el templete del puente de Alcántara); termas (Itálica, Alange de Badajoz); circos (Mérida, Toledo, Tarragona y Sagunto); necrópolis (Carmona, Mérida); monumentos funerarios (Torre de los Escipiones en Tarragona, mausoleo de los Atilios en Sádaba de Zaragoza, dístilo de Zalamea en Badajoz, mausoleo de Fabara en Zaragoza y el de Centcelles en Tarragona). Los restos de escultura, mosaico y utillaje se encuentran principalmente en los museos de Mérida, Tarragona, Madrid, Sevilla, Barcelona, Zaragoza, Jaén y Córdoba.

JUAN ESLAVA GALÁN Arjona Jaén 1948Se licenció en Filología Inglesa por la - photo 1

JUAN ESLAVA GALÁN (Arjona, Jaén, 1948).Se licenció en Filología Inglesa por la Universidad de Granada y se doctoró en Letras con una tesis sobre historia medieval. Amplió estudios en el Reino Unido, donde residió en Bristol y Lichfield, y fue alumno y profesor asistente de la Universidad de Ashton (Birmingham). A su regreso a España ganó las oposiciones a Cátedra de Inglés de Educación Secundaria y fue profesor de bachillerato durante treinta años, una labor que simultaneó con la escritura de novelas y ensayos de tema histórico. Ha ganado los premios Planeta (1987), Ateneo de Sevilla (1991), Fernando Lara (1998) y Premio de la Crítica Andaluza (1998). Sus obras se han traducido a varios idiomas europeos. Es Medalla de Plata de Andalucía y Consejero del Instituto de Estudios Giennenses.

Capítulo 1.Los gemelos que amamantó la loba.

Capítulo 1

Los gemelos que amamantó la loba

L os romanos, que tan orgullosos estaban de su ciudad, conocían, desde niños, esta leyenda: Érase una vez la diosa del amor, Venus, que se enamoró de un mortal, el noble troyano Anquises, y concibió de él un hijo, Eneas. Cuando la ciudad de Troya fue conquistada y destruida por los griegos, Eneas escapó de la matanza y se hizo a la mar con un puñado de fugitivos en busca de otra tierra donde establecerse. Después de diversas aventuras y fracasos, desembarcaron en Italia, cerca del río Tíber, en los dominios del rey Latino, que era descendiente del dios Saturno. Este Latino concedió a Eneas la mano de su bella hija, la princesa Lavinia.

Un hijo de la feliz pareja, Ascanio, fundaría, años más tarde, la ciudad de Alba Longa e inauguraría la prestigiosa dinastía que habría de reinar en ella durante muchas generaciones.

Siglos pasaron y uno de los descendientes de Ascanio, el rey Numitor, fue destronado y expulsado de Alba Longa por su taimado hermano Amulio. Además, el usurpador obligó a su sobrina, la bella Rea Silvia, a consagrarse a la diosa Vesta, lo que es tanto como decir que la metió en un convento de clausura para que no pudiera tener hijos que propagaran la simiente del destronado Numitor.

Pero Marte, el dios de la guerra, se prendó de la bella muchacha y la empreñó. Rea Silvia dio a luz dos hermanos gemelos a los que puso por nombres Rómulo y Remo. Cuando el malvado Amulio tuvo noticias del parto decidió desembarazarse de las criaturas y ordenó que las arrojaran al Tíber, pero la criada encargada de cumplir tan cruel sentencia se apiadó de los niños y los depositó en una cestilla de mimbre que, discurriendo río abajo, fue a encallar entre las raíces de una providencial higuera que crecía al pie mismo del monte Palatino.

Una loba, a la que los cazadores habían matado su reciente camada, percibió el llanto de los pequeñuelos y, colocándose encima de ellos, permitió que mamasen de sus doloridas ubres.

Luego, con maternal instinto, los crió y ellos crecieron robustos y lobunos hasta que se hicieron hombres.

Pasaron los años y Rómulo y Remo, con las vueltas del tiempo, vinieron a saber la historia de su origen. Entonces fueron a Alba Longa, mataron al usurpador Amulio y restituyeron a su anciano abuelo Numitor en el trono de la ciudad. Cumplida esta justicia, regresaron a los parajes donde los había criado la loba y fundaron allí la ciudad de Roma. Y ahora viene la parte más dramática de la leyenda: en el curso de una ceremonia sagrada, Rómulo dibujó, en torno al escarpe del Palatino, el surco cuadrangular sobre el que había de elevarse el muro de la nueva ciudad. Pero Remo, celoso, deshizo de una patada la señal de tierra. Este sacrilegio le costó la vida porque el severo fundador le hundió el cráneo con su azada. Sobre tan terrible sacrificio propiciatorio, vertida la sangre de Venus y Marte, amor y guerra, Roma quedaba consagrada.

Hasta aquí la leyenda, pero la historia es mucho más prosaica y menos atractiva. Hacia el año 750 antes de Cristo, algunas familias de campesinos se establecieron cerca de la orilla izquierda del Tíber y construyeron sus modestas chozas de barro en la ladera de la colina Palatina. Desde aquella defendida posición dominaban sus campos de cultivo y el humilde embarcadero del río. El lugar era insalubre, pues la cercanía de pantanos favorecía el paludismo, pero tenía la ventaja de estar al resguardo de piratas y saqueadores puesto que el mar quedaba a casi una jornada de camino. Otra ventaja, que se haría evidente con el tiempo, fue su estratégica posición: en el centro de la península itálica, que era el centro del Mediterráneo, centro a su vez del mundo conocido. Los pobladores de los alrededores del Palatino se federaron en una liga, Septimontium, dominada por la tribu Sabina, a la que los latinos, menos poderosos, se sometían. Esta liga se enfrentó a la ciudad de Alba Longa y la destruyó, pero el esfuerzo militar la dejó tan debilitada que fue a su vez fácilmente dominada por los etruscos, otra tribu foránea. Bajo la hegemonía de los etruscos, las distintas poblaciones diseminadas por las siete colinas comienzan a vertebrarse en la forma de una ciudad con espacios comunales, la ciudad del río («rumon») o Roma.

Cuando el poder etrusco entró en crisis, los sometidos latinos se revelaron, obtuvieron su independencia y proclamaron la república. Desde estos humildes orígenes, los romanos fueron progresando lenta pero incesantemente. Dos siglos después ya se habían impuesto a las otras ciudades del entorno; pasados otros doscientos años eran amos de toda la bota italiana. Finalmente, prosiguiendo su imparable ascensión, dominaron las tierras ribereñas del Mediterráneo (al que ellos llamaban «mare nostrum», «nuestro mar»), la Europa atlántica y Oriente Medio hasta Persia. La Roma imperial, capital del estado universal, rectora del mundo conocido, la reina de las ciudades y señora del mundo, como la llama Cervantes, llegaría a contar, en la época de su mayor desarrollo, en el siglo II, un millón doscientos mil habitantes. Ésa es la Roma en la que ya, sin más dilaciones, vamos a penetrar.

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