En nuestra traducción hemos intentado conservar, en la medida de lo posible, el estilo de Plutarco, siguiendo el original griego de las ediciones de Marcel Cuvigny, para el tratado A un gobernante falto de instrucción, en el volumen XI, 1 de Plutarque. Œuvres Morales, editada por Les Belles Lettres, París 1984, y de J.-C. Carrière, para el tratado Consejos políticos, en el volumen XI, 2, de la misma obra, la misma editorial y el mismo año. Señalamos en nota correspondiente el único pasaje donde nos apartamos de este texto y seguimos la puntuación de la edición inglesa, abajo citada. Hemos tenido en cuenta, también, la traducción de estos tratados realizada por ambos autores, así como la edición y traducción de H. N. Fowler, Plutarch’s Moralia X, col. Loeb, Cambridge (Massachussets) 1936, y la traducción española de Helena Rodríguez Somolinos y Carlos Alcalde Martín, citada en la nota 2 de este Prólogo. Estos dos tratados, así como los otros tres de contenido político comentados anteriormente, están también incluidos en la traducción de unos cincuenta tratados de Moralia, que hizo Diego Gracián de Alderete (Valladolid) y que dedicó, primero, al emperador Carlos V y, unos veinte años después, mejorada y mejor impresa, al rey Felipe II (Salamanca 1571), de quien, como de Carlos V, fue secretario. Las notas al texto pretenden ofrecer al lector unos breves apuntes biográficos de los numerosos personajes de la Antigüedad, principalmente grecorromana, citados por Plutarco, y situar los lugares geográficos que salen al paso continuamente en estas obras plutarqueas, algunas verdaderos opúsculos, de modo que sirvan como una especie de índice y se valore con ellos el gran caudal de fuentes literarias y conocimientos de otro tipo que maneja nuestro autor, y su uso, muy parecido y en ocasiones idéntico, en Moralia y en Vitae.
Por último, quiero hacer constar mi agradecimiento a Concepción Morales Otal, mi mujer, que ha leído estas páginas y ha aportado acertadas observaciones. La responsabilidad última de estas páginas es, naturalmente, solo mía.
A un gobernante falto de instrucción
1. Los habitantes de Cirene con los reyes, cuando, después de haber sido reprochado por su mujer, porque dejaba a sus hijos un poder menor que el que él había recibido, le dijo: «En todo caso, mayor, en cuanto que también es más seguro». Porque él, habiendo abandonado lo excesivo y absoluto, evitó a la vez la envidia y el peligro. Con todo, Teopompo, al desviar hacia otros el vasto caudal de su autoridad, cuanto entregaba a los otros se lo quitaba a sí mismo, mientras que la razón que procede de la filosofía se convierte en consejero y guardián para el gobernante, como si de una buena salud se tratara, y, librando a su poder de lo inestable, deja lo que es sano.
2. La mayoría de los reyes y gobernantes, que no son inteligentes, imitan a los escultores torpes, que piensan que sus estatuas colosales parecen grandes y fuertes, si las modelan con las piernas muy separadas, con los músculos tensos y con la boca bien abierta; estos gobernantes, en efecto, creen que con la firmeza de su voz, con la dureza de su mirada, con malas maneras y con una vida insociable imitan la grandeza y la majestad del poder, aunque en nada se diferencian de las estatuas colosales, que, por fuera, tienen la forma de un héroe o de un dios, pero, por dentro, están llenas de tierra, piedra y plomo; excepto que, en el caso de las estatuas, estas cargas las mantienen siempre derechas, sin inclinarse, mientras que los generales y gobernantes faltos de instrucción, por su ignorancia interior, con frecuencia se tambalean y se caen, pues, al construir su gran poderío sobre una base que no está bien asentada, se inclinan con ella. Y así como una regla, si es rígida e inflexible, endereza del mismo modo a las demás cosas, si se les aplica y yuxtapone, haciéndolas semejantes a ella, de la misma forma el gobernante debe conseguir primero el dominio sobre sí mismo, dirigir rectamente su alma y conformar su carácter, y, de este modo, hacer que sus súbditos se acomoden a él, porque, sin duda, uno que está caído no puede enderezar a otros ni, si es ignorante, enseñar ni, si es desordenado, ordenar, o, si es indisciplinado, imponer disciplina, o gobernar, si no está bajo ninguna norma. Mas, la mayoría cree neciamente que la primera ventaja de gobernar es el no ser gobernado. Así, el Rey de los persas creía esclavos suyos a todos, excepto a su propia mujer, de la que él, sin embargo, debía sobre todo ser su dueño.
3. ¿Quién, entonces, gobernará al gobernante? La «ley, rey de todos, mortales e inmortales» ha querido que tú te ocupes». Pero la voz que siempre le dice y recomienda esto está dentro del gobernante instruido y sabio.
En efecto, Polemón decía que el amor era «un servicio de los dioses para el cuidado y la conservación de los jóvenes». Y se podría decir con mayor propiedad que la divinidad se sirve de los gobernantes para el cuidado y la conservación de los hombres, para que de las cosas bellas y buenas, que la divinidad da a los hombres, ellos unas las distribuyan y otras las guarden.
¿Contemplas tú la profundidad de este cielo infinito,
que abraza la tierra con sus húmedos brazos?
Él deja caer los principios de las semillas apropiadas; y la tierra las hace brotar; unas crecerán con las lluvias, otras con los vientos, otras calentadas por los astros y por la luna, pero el sol adorna todas las cosas y a todas les comunica el hechizo que brota de él. Mas, de todos estos dones y bienes, tan grandes y tan excelentes, que los dioses otorgan generosamente, no se puede disfrutar o disponer correctamente sin ley, sin justicia o sin un gobernante. La justicia es el fin y la meta de la ley, pero la ley es obra del gobernante y el gobernante es la imagen de la divinidad, que ordena todas las cosas, que no necesita de un Fidias, esto es, el que tiene la sabiduría de la divinidad en su mente, no un cetro ni un rayo ni un tridente, como algunos gobernantes se hacen representar en esculturas y pinturas, haciendo odiosa su locura, por su quimérica pretensión, ya que la divinidad se indigna con los que imitan sus truenos, sus relámpagos y los rayos que lanza, pero con los que imitan su virtud e intentan asemejarse a ella en su excelencia y filantropía se alegra y los hace prosperar y participar de su equidad, justicia, verdad y dulzura. Nada hay más divino que estas virtudes, ni el fuego ni la luz ni el curso del sol ni los ortos y los ocasos de los astros ni su eternidad e inmortalidad. Pues la divinidad no es feliz por la duración de su existencia, sino por el gobierno de su virtud. Esto es, en verdad, divino, pero también es excelente lo que es gobernado por su virtud.
4. Anaxarco, pues conviene, sobre todo, que sean respetados los que menos tienen que temer. Pero es preciso que el gobernante tema más hacer el mal que sufrirlo, pues lo primero es la causa de lo segundo, y este miedo del gobernante es humano y no está falto de nobleza temer que sus súbditos sufran sin él saberlo,
como los perros vigilan penosamente los rebaños en el aprisco,
cuando han oído a una fiera de crueles entrañas,
no por ellos mismos, sino por aquellos a los que ellos guardan. Epaminondas subía a una habitación elevada que tenía una puerta corredera y, colocando encima de ella su cama, dormía en ella con su concubina. La madre de esta retiraba desde abajo la escalera, que volvía a traer y poner por la mañana. ¿Podéis imaginaros cómo debía temblar en el teatro, en el palacio, en el Senado, en el banquete ese personaje que había hecho de su dormitorio una prisión? Pues, en realidad, los reyes temen por sus súbditos, pero los tiranos temen a sus súbditos; por eso, con el poder, aumentan su temor, pues temen a más personas, al tener poder sobre más súbditos.