© Bernardo Pérez/El País
Javier Pradera Gortázar (San Sebastián 1934-Madrid 2011), licenciado en Derecho por la Universidad Complutense, ingresó en 1955 por oposición en el Cuerpo Jurídico del Ejército del Aire, del que solicitó la baja tras su segunda detención y procesamiento. En ese mismo año se incorporó al Partido Comunista de España, que abandonó en 1965, meses después de la expulsión de Fernando Claudín y Jorge Semprún. Director de la sucursal española del Fondo de Cultura Económica entre 1963 y 1967 y fundador de la editorial Siglo XXI, fue director editorial y miembro del Consejo de Administración de Alianza Editorial de 1969 a 1989. Formó parte del equipo fundador del diario El País, del que fue editorialista, responsable de la sección de Opinión, miembro del Consejo Editorial y colaborador hasta su muerte. Fundador y codirector, con Fernando Savater, de la revista Claves de Razón Práctica. Premio Francisco Cerecedo de Periodismo en 1984, recibió del gobierno mexicano la Orden del Mérito Azteca en 2003 y, en diciembre de 2011, el Consejo de Ministros español le concedió, a título póstumo, la Medalla al Mérito Constitucional.
Este libro inédito de Javier Pradera, escrito en 1994 –dieciséis años después de aprobada la Constitución–, saca a la luz la conexión existente entre corrupción y sistema democrático que se produjo a lo largo de la entonces todavía joven democracia española.
Veinte años después, una vez confrontados a la espeluznante sucesión de casos de venalidad política que han inundado nuestro escenario público, su contenido es de una actualidad asombrosa y nos estalla en la cara como una mina de efecto retardado. Tanto es así, que el principal mensaje que podemos extraer de él podría ser el siguiente: «¡Desdichados los países condenados a no aprender de su propia historia!». Porque lo que en aquél momento se vivió como una patología puntual, como las andanzas de una serie de «pillos», ha resultado ser un rasgo casi «sistémico» de nuestro sistema político, algo de lo que Pradera ya advertía en este texto.
¿Cómo es posible que, a la vista de la facilidad con que los ocupantes de cargos públicos caían en estos usos y la reiteración de su denuncia, no frenáramos su reproducción en el tiempo? ¿Por qué no hicimos nada? ¿En qué nos equivocamos? ¿Qué impidió que no pudiéramos aprender de los errores?
En unos momentos en los que se hallan inmersos en casos de corrupción desde la más alta institución del Estado, pasando por el partido en el Gobierno, el principal partido de la oposición, los sindicatos, la patronal, hasta cargos de todos los colores políticos en cualquier territorio, el eco que despiden las advertencias de uno de los analistas políticos más emblemáticos de las últimas décadas apela a nuestra irresponsabilidad colectiva.
JAVIER PRADERA
Corrupción y política
Los costes de la democracia
Estudio introductorio:
La corrupción en la democracia española
Fernando Vallespín
Ayer y hoy
«El pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen de manera distinta.» Éste es el conocido inicio de la novela de L. P. Hartley, El mensajero . Después de leer este ya lejano texto de Javier Pradera que aquí introducimos deberíamos comenzar afirmando exactamente lo contrario. El manuscrito fue redactado en 1994, dieciséis años después de aprobada la Constitución y, sin embargo, visto desde la perspectiva del presente, nos resulta tremendamente familiar. La razón es obvia, ya que su objetivo reside en sacar a la luz la conexión entre corrupción y sistema democrático que se produjo a lo largo de la entonces todavía joven democracia española. Y allí las cosas, en efecto, no parecían hacerse de manera distinta.
Veinte años después, una vez confrontados a la espeluznante sucesión de casos de venalidad política que han inundado nuestro escenario público, su contenido nos resulta, pues, de una actualidad asombrosa y nos estalla en la cara como una mina de efecto retardado. Tanto es así, que el principal mensaje que podemos extraer de él bien podría ser el siguiente: «¡Desdichados los países condenados a no aprender de su propia historia!». Porque lo que en aquel momento se vivió como una patología puntual, como las andanzas de una serie de «pillos», ha resultado ser un rasgo casi «sistémico» de nuestro sistema político, algo de lo que Pradera ya advertía en este texto. De ahí que se nos acumulen dolorosamente las preguntas. ¿Cómo es posible que a la vista de la facilidad con que los ocupantes de cargos públicos caían en estos usos y la reiteración de su denuncia no frenáramos su reproducción en el tiempo? ¿Por qué no hicimos nada? ¿En qué nos equivocamos? ¿Qué impidió que no pudiéramos aprender de los errores?
En unos momentos en los que se hallan inmersas en casos de corrupción desde la más alta institución del Estado, pasando por el partido en el Gobierno, el principal partido de la oposición, los sindicatos, la patronal, hasta cargos de todos los colores políticos en cualquier territorio, el eco que despiden las advertencias de uno de los periodistas más emblemáticos del régimen de la Transición apela a nuestra irresponsabilidad colectiva. Sobre todo porque estas admoniciones no quedaron guardadas en un cajón o se redujeron a conversaciones privadas; asomaban cada semana en las columnas de El País de este mismo autor y de muchos otros que pensaban que no había, como se empeñó el entonces discurso dominante en los medios de la derecha, una indisoluble unidad entre los últimos gobiernos de Felipe González y la corrupción política; el mal fluía ya por la corriente sanguínea del sistema como un todo, se había infiltrado en cada uno de sus intersticios y fue socavándolo por dentro, tenaz y sistemáticamente, durante años. Únicamente la crisis económica tuvo la capacidad de sacarla a la luz en toda su desnudez.
La crisis no sólo nos permitió desvelar que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades, también extirpó al sistema político español de su aparente aire de impecabilidad. Casos como la Trama Gürtel , Nóos/Urdangarín , Bárcenas , los ERES de Andalucía, las andanzas del presidente de la patronal Gerardo Díaz Ferrán, los desvaríos en la gestión de la mayoría de las cajas de ahorros y tantos otros, nos mostraron un paisaje de venalidad retrospectiva generalizada y, como acabamos de decir, nos enfrentaron a las vergüenzas de un país que hasta esos momentos pasaba por ser uno de los de mayor calidad democrática del mundo. Nos encontramos así con que la crisis económica derivó en una profunda «crisis institucional» y ésta se vio en gran medida alimentada por una sensación de descontento generalizado con la «clase política», producto a su vez de un insoportable malestar colectivo derivado de la nueva visibilidad pública de la corrupción.
Si contemplamos los barómetros del CIS de la fase final de los gobiernos socialistas de la última época del presidente Felipe González, observaremos que entre los problemas señalados por los españoles,
En la curva del Gráfico 1 vemos como después de la sorprendente cima que se alza a mediados de los años noventa, entramos en un apacible valle donde la corrupción deja de tener relevancia estadística alguna. Y sin embargo, ¡bien que la hubo! Insisto, hablamos de «percepciones». La inmensa mayoría de los escándalos de venalidad política de nuetros días se gestaron a lo largo de esa época. Como está sacando a la luz la instrucción del juez Pablo Ruz sobre el caso Bárcenas , a este respecto destaca en particular la financiación irregular del Partido Popular (PP), que enlaza casi ininterrumpidamente con los años noventa. Comparados con los del período anterior, son escasos los asuntos de corrupción posteriores a la crisis económica.