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Raymond Smuyllan - ¿Cómo se llama este libro?

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Raymond Smuyllan ¿Cómo se llama este libro?

¿Cómo se llama este libro?: resumen, descripción y anotación

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Este libro contiene un sinfín de divertidos y ocurrentes acertijos y adivinanzas. Para todo aquel que busque entretenimiento y que desee desarrollar su intelecto con un poco de gimnasia mental. Puede disfrutarlo uno sólo o en compañía, exponiendo los acertijos y averiguando quién es capaz de acertar o quién lo consigue en menos tiempo. Bien estructurado, ameno y con las soluciones perfectamente explicadas, es ideal para todos aquellos amantes de pasatiempos y acertijos lógicos.

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DOY GRACIAS A Ante todo quiero dar las gracias a mis amigos Robert e Ilse Cowen - photo 1

DOY GRACIAS A

Ante todo quiero dar las gracias a mis amigos Robert e Ilse Cowen y su hija–de–diez–años Leonore, que leyeron juntos mi manuscrito y me sugirieron muchas cosas importantes. (Leonore, dicho sea de paso, sospechó desde el principio la respuesta correcta para la pregunta clave del capitulo 4: ¿Existe en verdad Tweedledoo o es una mera invención de Humpty Dumpty?)

Estoy muy agradecido a Greer y Melvin Fitting (autores de un libro encantador y útil, In Praise of Simple Things) por su interés por mi obra y por habérsela hecho ver a Oscar Collier de Prentice–Hall. También tengo que agradecerle a Melvin el que salga en este libro (¡refutando, por tanto, mi demostración de que no podía salir!).

Ha sido para mi un placer trabajar con Oscar Collier y demás de Prentice–Hall: Ilene McGrath, que primero preparó el texto para producción, me hizo muchas sugerencias que acepté y agradezco; Dorothy Lachman a quien agradezco también su mucha experiencia en los diversos estadios de producción.

Quiero volver a mencionar a las dos personas que aparecen en la dedicatoria. Joseph Bevando y Linda Wetzel, uña y carne de este libro desde su más remoto comienzo.

Mi querida esposa, Blanche, me ha resuelto muchas dudas. Tengo la esperanza de que este volumen le permita averiguar si su marido es un caballero o un escudero.

PARTE PRIMERA
ACERTIJOS LÓGICOS

1- T OMADURA DE PELO 1 M E DIERON LA INOCENTADA Conocí la lógica por - photo 2

1- ¿T OMADURA DE PELO ?
1. ¿M E DIERON LA INOCENTADA ?

Conocí la lógica por primera vez a los seis años, y fue así: el 1 de abril de 1925, estaba en cama con catarro, o gripe, o algo por el estilo. Por la mañana, mi hermano Emilio —que era diez años mayor que yo— vino a mi cuarto y me dijo: «Sabes, Raymond, hoy es el día de los Inocentes y te voy a dar una inocentada mejor que todas las que te hayan dado nunca.»

Me pasé el día esperándola, pero nada. Por la noche, ya tarde, mi madre me preguntó por qué no me había dormido aún y le contesté: «Estoy esperando a que Emilio me dé la inocentada.»

Mi madre llamó a Emilio: «Emilio, haz el favor de darle la inocentada al niño.» Entonces Emilio vino a mi cama y sostuvimos el siguiente diálogo:

Emilio: Así es que esperabas que te diera una inocentada, ¿verdad?

Raymond: Sí.

Emilio: Y yo no te la he dado, ¿no?

Raymond: No.

Emilio: Pero tú creías que te la iba a dar ¿o no?

Raymond: Sí.

Emilio: Entonces, te la di, ¿a que sí?

Pues bien, me quedé despierto hasta mucho después de que apagaran todas las luces, dándole vueltas a si me la había dado o no. Por un lado, si no me la había dado, no habría tenido lo que yo esperaba, y por tanto me la habían dado. (Este era el argumento de Emilio.) Pero igualmente podía decirse que si me la habían dado yo había tenido lo que esperaba, y entonces, en qué sentido me la habían dado. ¿Me habían tomado el pelo o no me lo habían tomado?

No contestaré este acertijo ahora; volveremos a él de una forma u otra varias veces a lo largo de este libro. Contiene un sutil principio que será uno de nuestros temas principales.

2. ¿M ENTÍA ?

Un incidente relacionado con lo anterior me ocurrió muchos años después cuando estaba haciendo el doctorado en la Universidad de Chicago. Por aquel entonces me ganaba la vida como mago profesional, pero mi negocio de magia pasó por un mal momento y me vi obligado a ganar dinero por otro lado. Decidí intentar conseguir un trabajo de vendedor, y escribí a una compañía de aspiradores que me obligó a pasar un test de aptitud. Una de las preguntas decía: «¿Está usted en contra de decir una mentirijilla de vez en cuando?» En aquella época yo estaba claramente en contra y, especialmente, en contra de los vendedores que mentían y representaban mal sus productos. Sin embargo, me dije que si era sincero y expresaba mi forma de sentir, no conseguiría el trabajo; así es que mentí y escribí «No».

Al volver a casa tras la interviú iba pensando si estaba o no en contra de la mentira que les había dicho a los de la compañía. Decidí que no lo estaba. Pero entonces, dado que no estaba en contra de esa determinada mentira, tendría que sacar la conclusión de que no estaba en contra de todas las mentiras, y por tanto mi contestación «No» del test no era una mentira, sino la verdad.

Y aún hoy no sé del todo bien si estaba mintiendo o no. Tengo la impresión de que la lógica me exige decir que dije la verdad, ya que la idea de que estuviera mintiendo me lleva a una contradicción. Así pues, la lógica me hace creer que decía la verdad, pero en aquella época yo sí sentía que estaba diciendo una mentira.

Y hablando de mentir voy a contaros una historia de Bertrand Russell y el filósofo G. E. Moore. Russell describía a Moore como una de las personas más honestas que había conocido nunca, y un día le preguntó si había dicho alguna vez una mentira a lo que Moore contestó afirmativamente. Hablando de esto Russell escribió: «Creo que ésta es la única mentira que Moore dijo en toda su vida.»

Mi historia de vendedor de aspiradores hace surgir el tema de si es posible que una persona mienta sin saberlo; yo diría que no. Para mí mentir es enunciar algo no que sea falso, sino que uno cree que es falso. Por supuesto si una persona dice algo que resulta ser verdad pero que él creía que no lo era, yo diría que estaba mintiendo.

Y, a propósito de mentir, leí lo siguiente en un libro de texto de psicología anormal. Los médicos de un manicomio estaban viendo si podían dejar salir a un determinado paciente esquizofrénico y decidieron hacerle un test con el detector de mentiras. Una de las preguntas que le hicieron fue si era Napoleón. Contestó que no, pero la máquina demostró que estaba mintiendo.

También leí en otro sitio la siguiente historia que demuestra cómo los animales a veces pueden disimular. Se estaba haciendo un experimento con un chimpancé encerrado en una habitación en que había un plátano colgado del centro del techo por una cuerda, pero estaba demasiado alto para cogerlo. En la habitación no había más que el mono, el experimentador, el plátano y la cuerda, y unas cuantas cajas de madera de diferentes tamaños. El objeto del experimento era determinar si el chimpancé era suficientemente listo para hacer una pila con las cajas, subirse encima y coger el plátano, pero lo que en realidad pasó fue lo siguiente: el experimentador estaba en una esquina de la habitación para ir observándolo todo; el mono fue hasta la esquina y empezó a tirarle de la manga haciéndole ver que quería que se moviera. El experimentador fue siguiendo despacio al mono; cuando estaban más o menos en el centro de la habitación el chimpancé le saltó de pronto sobre los hombros y cogió el plátano.

3. E L BURLADOR BURLADO

Un compañero mío de la Universidad de Chicago tenía dos hermanos, uno de seis y otro de ocho años. Yo iba frecuentemente por su casa y muchas veces les hacía juegos de magia a los niños. Un día llegué y les dije: «Tengo un truco con el que os puedo convertir a los dos en leones.» Con gran sorpresa por mi parte uno de ellos saltó: «Vale, conviértenos en leones.» «Bueno, es que, la verdad..., es que..., bueno, no lo puedo hacer porque luego no podría volver a convertiros en niños.» Pero el pequeño me contestó: «Qué más da, quiero que nos conviertas en leones de todas formas.» «No, de verdad que no hay ninguna forma de desconvertiros después.» El mayor me gritó: «¡Quiero que nos conviertas en leones!» a la vez que el pequeño me preguntaba: «¿Y cómo haces para convertirnos en leones?» «Ah, pues, pronunciando las palabras mágicas.» «¿Y cuáles son? Dínoslas.» «Para decíroslas tendría que pronunciarlas y entonces os convertiríais en leones.» Se quedaron pensando un momento, y luego uno de ellos me preguntó: «Pero, ¿no hay otras palabras mágicas que sirvan para desconvertir?» «Sí, claro que las hay, pero lo que pasa es que si digo las primeras palabras mágicas, os convertiríais en leones, pero no sólo vosotros sino todo el mundo, incluido yo, y como los leones no saben hablar, no quedaría nadie en el mundo que pudiera decir las otras palabras mágicas para desconvertirnos.» El mayor dijo rápidamente: «Pues escríbelas.» Pero el pequeño dijo: «Jo, yo no sé leer.» «No, no, lo de escribirlas es totalmente imposible, porque incluso escritas convertirían a todo el mundo en león.» Me miraron y dijeron: «Ah.»

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