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Alfonso Moure Romanillo - Altamira

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Alfonso Moure Romanillo Altamira

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Entrega n.º 202 de la colección Cuadernos Historia 16 dedicado a la cueva de Altamira.

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Los argumentos de Sautuola

R ESPECTO a las pinturas que se han encontrado, es indudable que las de la primera galería acusan una perfección notable comparadas con las demás, pero a pesar de todo, su examen detenido inclina el ánimo a suponerlas contemporáneas unas de otras. Más difícil será resolver si todas ellas corresponden a la remotísima época en que los habitantes de esta cueva formaron el gran depósito que en ella se encierra; pero por más que esto parezca poco probable, tomando en cuenta su buen estado de conservación, después de tantos años, conviene hacer notar que entre los huesos y cáscaras se han hallado pedazos de ocres rojos, que sin gran dificultad pudieran haber servido para estas pinturas; por otra parte, si bien las condiciones no vulgares de las de la primera galería hacen sospechar que sean obra de época más moderna, es indudable que, por repetidos descubrimientos, que no se pueden prestar a la duda, como el actual, se ha comprobado que ya el hombre, cuando no tenía aún más habitación que las cuevas, sabía reproducir con bastante semejanza sobre astas y colmillos de elefante, no solamente su propia figura, sino también la de los animales que veía; por tanto no será aventurado admitir que si en aquella época se hacían reproducciones tan perfectas, grabándolas sobre cuerpos duros, no hay motivo fundado para negar en absoluto que las pinturas de que se trata tengan también una procedencia tan antigua. Podráse alegar por alguno que la opinión emitida más atrás da por supuesta la existencia en esta provincia, en algún tiempo, del buey con corcova o del bisonte (suponiendo que éste sea el reproducido en las pinturas) sobre lo cual no existe noticia alguna hasta ahora; pero por más que esto último sea exacto, no es razón suficiente para negarlo desde luego, con tanto más motivo cuanto que se ha comprobado la existencia del segundo en varios puntos de Europa, en épocas remotas, y la del primero la admite Buffon, que es autoridad en la materia. El único argumento decisivo que, a mi juicio, vendría a resolver esta cuestión, sería el hallazgo de algún resto de aquellos rumiantes entre los muchos que encierra esta cueva.

No se me oculta que a muchos de mis lectores pueda ofrecérseles la duda de si los dibujos y pinturas de que me he ocupado, y que en mi humilde opinión son dignos de estudio detenido, habrán servido de solaz a algún nuevo Apeles; todo cabe en lo posible; pero juzgando el asunto en serio, no parece que pueda aceptarse esta opinión. Por de pronto esta cueva era completamente desconocida hasta hace pocos años; cuando yo entré en ella por primera vez, siendo con seguridad de los primeros que la visitaron, ya existían las pinturas número 12 de la quinta galería, las cuales llaman la atención fácilmente por estar como a dos pies del suelo y por sus rayas negras repetidas. Las de la galería primera no las descubrí hasta el año pasado de 1879, porque realmente la primera vez no examiné con tanto detenimiento su bóveda, y porque para reconocerlas hay que buscar los puntos de vista, sobre todo si hay poca luz, habiendo ocurrido que personas que sabían que existían, no las han distinguido por colocarse a plomo de ellas; por lo demás me parece indudable que, tanto unas como otras, no son de época reciente; las de la quinta galería porque no es admisible que por entretenimiento se metiera allí ninguno a pintar unas figuras indescifrables; y las de la primera, si bien como ya he dicho, no parecen de época remota, se resiste el suponer que en fecha reciente haya habido quien tuviese el capricho de encerrarse en aquel sitio a reproducir por la pintura animales desconocidos en este país en la época de su autor.

De todo lo que precede se deduce, con bastante fundamento, que las dos cuevas que se han mencionado pertenecen, sin género alguno de duda, a la época designada con el nombre de paleolítica, o sea, la de la piedra tallada, es decir, la primitiva que se puede referir a estas montañas.

Quédese, pues, para otras personas más ilustradas el hacer un estudio concienzudo sobre los datos que a la ligera dejo mencionados, bastándole al autor de estas desaliñadas líneas la satisfacción de haber recogido una gran parte de objetos tan curiosos para la historia de este país, y de haber adoptado las medidas oportunas para que una curiosidad imprudente no haga desaparecer otros no menos importantes, dando con todo esto motivo a que los hombres de ciencia fijen su atención en esta provincia, digna de ser estudiada más que lo ha sido hasta el día. (M. SANZ DE SAUTUOLA, «Breues apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander». Santander, Imprenta y Litografía de Telesforo Martínez, 1880).

La composición de la batalla mágica de Altamira

C UANTO más nos esforzamos en comprender el método de construcción artística de la figura animal aislada, más claramente se manifiesta que, a pesar de las apariencias y de manifestaciones distintas, las obras de arte del Paleolítico no difieren fundamentalmente de las obras de hoy en día. Así, la estructura espiritual de los hombres de entonces —o al menos de los artistas— era comparable en su principio a la de nuestros contemporáneos. Pero, mientras que los paleontólogos han admitido hace tiempo que los hombres del Paleolítico Superior tenían una estructura física similar a la nuestra, los historiadores del espíritu humano, y más particularmente los arqueólogos, no han podido alcanzar una conclusión análoga en su campo, porque tal constatación hubiera exigido de ellos el sacrificio de su sedicente ciencia de la historia. Para reducir lo más posible el mundo espiritual de los paleolíticos se ha llegado a dar un relieve engañoso a la ficción de un progreso de lo que es a partir de lo que no es. Así se afirma que los artistas cuaternarios no habrían dominado el espacio ni el movimiento y que, con más razón, eran incapaces de organizar a partir de animales aislados una composición con unidad, es decir, una obra de arte que compone numerosas figuras. (…)

(…) Una composición unitaria exige —y más aún a medida que se acrecienta su dimensión y su carácter monumental— una concepción artística a la vez unificada y diferenciada. Es decir, un tema y un contenido artístico cuya diversidad procede de la misma fuente, y que se desarrolla en oposiciones claramente articuladas hacia una conclusión que estaba ya implicada por las premisas. La unidad de contenido del techo de Altamira se sitúa en lo que es propio de la mayor parte de las escenas de batalla, es decir, el desorden y la agitación. Así pues, es precisamente eso lo que se ha querido considerar como una prueba de ausencia de unidad. (M. RAPHAEL, «Trois essais sur la signification de l’Art Pariétal Paléolithique». París, 1986).

La gran manada de bisontes

S E puede deducir de la lista de especies y sexos que la mayor parte de la composición representa una manada de bisontes adultos de los dos sexos, agrupación social que sólo suele acontecer durante la época de celo de la especie. Entre los bisontes salvajes, una manada de este tipo tiene una organización particular. Las hembras y los animales más jóvenes quedan en el centro del grupo mientras que los machos adultos y jóvenes, los más fuertes de la manada, toman posiciones en los bordes del rebaño, distribución que ofrece unas ventajas indudables para la defensa del grupo.

Al entrar en la Sala Grande, los primeros bisontes que apreciamos son tres machos, con las cabezas dirigidas en nuestra dirección. Después, en el centro del grupo, vemos las cuatro hembras bien definidas, así como todos los animales de sexo dudoso. Al final de la sala, se encuentran los demás machos con las cabezas orientadas en la misma dirección, hacia el exterior del rebaño. La disposición y orientación de todos estos animales corresponde bastante bien al comportamiento de una manada de bisontes vivos durante la época de celo. Es más, las actitudes de algunos animales coinciden con posturas estereotipadas observadas durante el estudio de bisontes salvajes. Cuatro de las figuras (la hembra XXCII y tres animales de sexo dudoso) están acostadas, pero no exactamente en la posición tranquila adoptada por los bisontes al rumiar. La actitud representada parece más activa y podría perfectamente representar a los animales revolcándose, comportamiento característico de los bisontes, y especialmente frecuente durante la época de celo. Una de las hembras, la XXIX, aparece con la boca abierta y el cuello extendido hacia arriba, con el dorso arqueado y cola alzada. Ha sido siempre identificada correctamente como un animal mugiendo, pero nadie parece haber notado que la posición es típica de las vacas en plena excitación sexual. Otro animal (XXXVII) también tiene el dorso encorvado y la cola alzada, en una postura que acaso ilustre un comportamiento característico de los bisontes. En el momento en que el toro se acerca a ella, la vaca orina, y el macho responde con el acto llamado «flekmen», en un rito complicado preliminar a la cópula.

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