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AA. VV. - Las Olimpiadas

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AA. VV. Las Olimpiadas
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    Las Olimpiadas
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Las Olimpiadas: resumen, descripción y anotación

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Entrega n.º 106 de la colección Cuadernos Historia 16 dedicado a las Olimpiadas en la Grecia antigua.

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Primera mención de los juegos

O JALA fuera joven y mi fuerza persistiera inconmovible como cuando entre los epeos y nosotros surgió la contienda por el robo de una vacada, aquella vez que yo maté a Itimoneo, el valeroso Hipiróquida, que habitaba en Elide, en el momento en que me llevaba su ganado como represalia. Por defender sus vacas, resultó herido entre los primeros por una jabalina despedida por mi mano. Se desplomó, y sus huestes —sólo campesinos— huyeron alrededor aterradas.

Recogimos de la llanura un botín bastante cuantioso: 50 manadas de vacas, otros tantos rebaños de ovejas, otras tantas piaras de cerdos, otros tantos talados hatos de cabras y 150 yeguas bayas, todas hembras y muchas con potros bajo ellas. Todos nos los llevamos dentro de la Neleya Pilo y por la noche llegamos a la ciudad. Neleo tenía el corazón contento por el gran éxito que había obtenido, a pesar de haber ido joven al combate.

Luchadores desarrollo en plano de la decoración de una cerámica del sigo VI a - photo 1

Luchadores (desarrollo en plano de la decoración de una cerámica del sigo VI a. C.).

Al despuntar la aurora, los heraldos proclamaron con sonora voz que comparecieran aquellos con quienes había deuda contraída en Elide, tierra de Zeus.

Los príncipes de los pillos se congregaron para proceder al reparto. Pues, con muchos tenían los epeos deudas contraídas, en comparación con los pocos que nosotros éramos en Pilo, causa por la que sufríamos maltratos.

Nos había maltratado el potente Hércules, cuando vino en los años anteriores y mató a todos los mejores: 12 habíamos sido los hijos del intachable Neleo; de ellos, yo era el único que había quedado: todos los demás habían perecido.

Engreídos hasta el extremo por esto, los epeos, de broncíneas túnicas, nos ultrajaban y maquinaban contra nosotros inicuas acciones. Por eso, el anciano, una manada de vacas y un gran rebaño de ovejas escogió, y seleccionó para sí, 300 cabezas con pastores que las apacentaran. Pues también con él, gran deuda había contraída en Elide, tierra de Zeus: cuatro caballos triunfadores en certámenes y, además, el carro, que habían ido a los juegos: por el premio de un trípode iban a correr, Augías, soberano de hombres, allí los había retenido y al cochero lo había echado fuera, entristecido por los caballos.

El anciano, airado por estos desmanes de palabra y de obra, escogió para sí un lote indescriptible, y lo demás se lo dio al pueblo, para que procedieran al reparto y nadie se marchara privado de la parte adecuada a cada uno. (HOMERO, «Ilíada», II, 670-705, traducción por Emilio Crespo).

Licurgo, instaurador de la tregua olímpica

S OBRE el legislador Licurgo, en conjunto, no puede afirmarse nada fuera de dudas, ya que su ascendencia, viaje y muerte, además de la actividad concerniente a sus leyes y a su labor política, cuentan con historias varias. Pero todavía menos consenso encuentran las fechas en que vivió este hombre.

Unos dicen, en efecto, que floreció con Hito y con él instituyó la tregua olímpica; entre ellos también estaba el filósofo Aristóteles, el cual aporta, como prueba, el disco de las Olimpiadas, en el que el nombre de Licurgo se conserva escrito. Otros, calculando la fecha con las listas de sucesión de los que han reinado en Esparta, como Eratóstenes y Apolodoro, la fijan no pocos años antes de la primera Olimpiada. Por su parte, Timeo conjetura que, por haber existido dos Licurgos en Esparta en época distinta, a uno de ellos se atribuyen, por su fama, los hechos de ambos, y que el más antiguo vivió no muy lejos de los tiempos de Hornero. Según algunos, incluso se encontró personalmente con Homero. También Jenofonte da fe de su antigüedad en el pasaje donde dice que nuestro hombre vivió en época de los Heraclidas, pues, ciertamente, por linaje, Heraclidas eran también los reyes más recientes de Esparta; pero éste, al parecer, quiere llamar Heraclidas a aquellos primeros y emparentados con Heracles. (PLUTARCO, «Vidas paralelas I», 1-7, traducción de A. Pérez Giménez.)

Hércules, mítico fundador de los juegos

C UANDO Yamo logró el fruto de la encantadora juventud de áurea corona, bajó al centro del Alfeo y, al raso, invocó nocturno al prepotente Posidón, su abuelo, y al dios arquero, guardián de Delos, de divina raigambre, pidiendo para su persona un honor benéfico para la gente. Encaminándose hacia él se dejó oír en respuesta la voz precisa de su padre: «Arriba, hijo, en marcha tras mi voz hacia una tierra abierta a todos».

Llegaron a la abrupta roca del elevado Cronio y allí le otorgó un doble tesoro oracular: en un principio, oír la voz que ignora la mentira; y le ordenó, para cuando llegara Heracles, audaz en recursos, retoño augusto de los Alcidas, y fundara en honor de su padre la fiesta más concurrida, así como el supremo reglamento de los juegos, que estableciera entonces un oráculo en el excelso altar de Zeus. (PINDARO, «Epinicios Olímpica VI», 57-70, traducción de P. Bádenas y A. Bernabé).

Sólo los griegos podían participar en los Juegos Olímpicos

P OR otra parte, que estos descendientes de Perdicas son griegos, como ellos mismos pretenden, yo personalmente me hallo en condiciones de afirmarlo y, de hecho, en posteriores capítulos lo demostraré; además, los propios Helanódicas, que supervisan los Juegos Olímpicos, determinaron que así era. En efecto, en cierta ocasión en que Alejandro se decidió a tomar parte en la competición y, con ese propósito, bajó a la pista, los griegos que iban a competir con él en la carrera pretendieron excluirlo de la misma, alegando que la prueba no estaba abierta a participantes bárbaros, sino reservada a griegos. Sin embargo, una vez que Alejandro hubo demostrado que era argivo, se dictaminó que era griego y disputó la carrera del estadio, en la que llegó igualado con el primero. En suma; que así fue, poco más o menos, como sucedió lo que he contado. (HERODOTO, «Historia 5», 22, traducción de C. Schrader).

La lisuta de 108 vencedores olímpicos

A HORA bien, aunque se dice que Numa fue amigo de Pitágoras, unos consideran, de manera rotunda, que Numa no tuvo nada que ver con la educación griega, como si por naturaleza estuviera capacitado y se bastara para la virtud, o a algún bárbaro mejor que Pitágoras se debiera la formación del rey. Según otros, Pitágoras vivió más tarde [y] alejado de la época de Numa en total casi cinco generaciones; pero Pitágoras el espartiata, que había vencido el stádion en los juegos olímpicos durante la decimosexta Olimpiada, en cuyo tercer año subió Numa al trono, en un viaje por Italia tuvo trato con Numa y le ayudó en su ordenamiento constitucional; y, a raíz de eso, con las costumbres romanas se han entremezclado no pocas laconias, por haberlas enseñado Pitágoras. Pero, además, Numa, por su familia, era descendiente de sabinos, y los sabinos pretenden haber sido ellos mismos colonos de los lacedemonios.

Es difícil, por tanto, fijar con exactitud su cronología y, en especial, la que se basa en los vencedores olímpicos, cuya lista dicen que publicó Hipias de Elide, sin partir de ningún criterio con autoridad suficiente para inspirar confianza. Pero lo que hemos logrado reunir, digno de mención, acerca de Numa, lo contaremos después de tomar un comienzo apropiado. (PLUTARCO, «Vidas paralelas I», traducción de A. Pérez Giménez).

Política panhelénica

C ON frecuencia me ha causado asombro que quienes convocaron las fiestas solemnes y establecieron los certámenes gimnásticos, consideran merecedores de tan enormes premios los éxitos físicos y que, en cambio, a los que particularmente se esforzaron por el interés común y tanto aprestaron sus espíritus para ayudar a los demás, no les concedieran honor alguno. A estos últimos hubiera sido lógico prestarles más atención; porque si los atletas duplicaran su fuerza no resultaría mayor beneficio para los demás, pero de un solo hombre inteligente se beneficiarían todos los que quisieran participar de su pensamiento. No elegí quedarme cruzado de brazos porque esto me descorazonara, antes bien, tras considerar que para mí sería premio suficiente la fama que me resultare de este mismo discurso, vengo a aconsejar la guerra contra los bárbaros y la concordia entre nosotros. Y aunque no desconozco que muchos de los que presumen de sofistas se lanzaron sobre este tema, sin embargo, por un lado tengo la esperanza de aventajarles de tal manera que parezca que nunca han dicho nada sobre ello; y al mismo tiempo he decidido que los más hermosos discursos son los que, al versar sobre asuntos de primera importancia, hacen destacar más a los oradores y benefician a sus oyentes extraordinariamente. Este discurso es uno de ellos. Por otra parte, no han cambiado tanto las circunstancias como para que sea vano recordar estas cosas. Pues los oradores deben callar cuando un asunto finaliza y ya no hay que deliberar sobre él, o cuando uno ve que un discurso es tan definitivo que no puede ser superado por los demás. Pero mientras que las cosas vayan como antes y ocurra que se haya hablado con descuido, ¿cómo no va a ser necesario el examinar y estudiar este discurso que, si tuviera éxito, nos libraría de la guerra entre nosotros, del desorden actual y de los mayores males?

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