La revista Nosferatu nace en octubre de 1989 en San Sebastián. Donostia Kultura (Patronato Municipal de Cultura) comienza a organizar en 1988 unos ciclos de cine en el Teatro Principal de la ciudad, y decide publicar con cada uno de ellos una revista monográfica que complete la programación cinematográfica. Dicha revista aún no tenía nombre, pero los ciclos, una vez adquirieron una periodicidad fija, comenzaron a agruparse bajo la denominación de “Programación Nosferatu”, sin duda debido a que la primera retrospectiva estuvo dedicada al Expresionismo alemán. El primer número de Nosferatu sale a la calle en octubre de 1989: Alfred Hitchcock en Inglaterra. Comienzan a aparecer tres números cada año, siempre acompañando los ciclos correspondientes, lo que hizo que también cambiara la periodicidad a veces. En junio de 2007 se publica el último número de Nosferatu, dedicado al Nuevo Cine Coreano. En ese momento la revista desaparece y se transforma en una colección de libros con el mismo espíritu de ensayos colectivos de cine, pero cambiando el formato. Actualmente la periodicidad de estos libros es anual.
Nosferatu
Cine japonés
Nosferatu - 11
ePub r1.0
Titivillus 30.06.17
Título original: Cine japonés
Nosferatu, 1993
Fuentes iconográficas: Archivo Carlos Aguilar, archivo Daniel Aguilar, Alive Films, British Film Institute, Daiei Company Ltd., Nikkatsu Corporation, Films Sans Frontières, Shibata Organization lnc., Shochiku Company Ltd., Surf-films, Toho Company Ltd., Archivo Patronato de Cultura
Foto de portada: Jujiro (“Caminos cruzados”, 1928), de Teinosuke Kinugasa
Diseño de cubierta: Toni Galindo y Anna Obradors
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
NOSFERATU. Director del PATRONATO MUNICIPAL DE CULTURA : José Antonio Arbelaiz. Director de NOSFERATU: José Luís Rebordinos. Equipo de redacción: Jesús Angulo, Sara Torres.
En el país de Godzilla: una introducción al cine japonés [Alberto Elena]
Japón bajo el terror del monstruo
(“Gojira”, 1954), de Inoshiro Honda
E n el país de Godzilla: una introducción al cine japonés
Alberto Elena
A l principio era Gojira. El monstruo atómico creado por la Toho irrumpió en las pantallas niponas en 1954, sin que ni el productor de la película, Tomoyuki Tanaka, ni su realizador, Inoshiro Honda, probablemente atisbaran el alcance de la operación y la fortuna histórica que su criatura iba a conocer. Pero lo que ciertamente no entraba en sus planes es que la película fuese comprada año y medio después por Joseph E. Levine (Embassy Pictures) —aparentemente a un coste irrisorio— para su distribución en Occidente. En realidad, se trató de una reinvención de Gojira, pues Levine no sólo dobló y remontó el film (atenuando el énfasis original sobre los peligros nucleares), sino que hizo rodar secuencias adicionales para dar entrada al personaje de un periodista norteamericano y, por si fuera poco, rebautizó al pobre monstruo como Godzilla, nombre con el que a partir de entonces sería conocido en todo el mundo. Gojira siguió protagonizando numerosas secuelas en Japón (diecinueve hasta la fecha), compareciendo en las pantallas de televisión cuando ésta se introdujo en aquel país y deviniendo incluso un personaje popular en el mundo publicitario. Pero en el resto del mundo su alter ego de fabricación norteamericana, Godzilla, siguió campando alegremente sin que las adulteraciones de inspiración hollywoodense (en las cuatro primeras películas de la serie) conocieran límite alguno: cuando en 1962 el propio Honda rueda, ya en color, King Kong contra Godzilla (Kingu Kongu tai Gojira), el empate de Gojira con el famoso gorila gigante se troca impúdicamente, en la versión internacional, en un triunfo indiscutible de King Kong.
La historia de Gojira/Godzilla, aparentemente anecdótica, puede no obstante leerse como una metáfora de la progresiva apropiación del cine japonés por Occidente, a privarlo de referentes concretos y mundanos que sin embargo son tan inherentes a éste como a cualquier otra cinematografía nacional. En su calidad de obertura a un número monográfico consagrado al cine japonés, este artículo intentará precisamente trazar —siquiera de forma sumaria— esa otra cartografía del cine japonés habitualmente ausente en las obras sobre el tema. El objetivo es, pues, suministrar algunas de las coordenadas básicas para una aproximación al cine japonés desde una perspectiva económica, social, política o ideológica que a la postre permita eludir deformaciones historiográficas comparables a las —mucho más tangibles— de que ha venido siendo objeto aquella figura emblemática de un cierto cine japonés con la que se abría este trabajo: Gojira.
La introducción del cinematógrafo Lumière en Japón siguió pautas muy similares a las de otros países. En un contexto de apertura a Occidente y afán modernizador, el industrial Shotaro Inahata no dudó en importar a su país el nuevo invento del que había tenido conocimiento directo durante una estancia en Francia. La primera exhibición pública del cinematógrafo en Japón tuvo Jugar en Osaka el 15 de febrero de 1897, mas Inahata no tardó en encontrar competidores: tan sólo una semana después, el vitascope de Edison era presentado en otro teatro de la misma ciudad. El extraordinario éxito de ambas operaciones se reprodujo de inmediato en Tokio, donde en 1903 se crearía la primera sala de exhibición permanente del país. Contrariamente a su habitual actitud frente a las manifestaciones públicas, la policía y las autoridades japonesas se mostraron inicialmente un tanto contemporizadoras con respecto a las multitudinarias sesiones cinematográficas a las que un público ansioso de nuevas formas de entretenimiento acudía en masa (sobre todo tras la creciente desnaturalización del carácter popular del kabuki en las dos últimas décadas del siglo XIX). Incluso en la actualidad todavía perdura esta modalidad de exhibición.
Japón bajo el terror del monstruo (“Gojira”, 1954), de Inoshiro Honda
Pero el cinematógrafo era, pese a todo, una invención exógena que requería una asimilación paulatina. Superada la naïve expectación inicial (que llevó en ocasiones a disponer la pantalla a un lado del escenario y el proyector al otro para que los curiosos espectadores no perdieran así detalle del proceso de creación de imágenes, aparentemente más interesante que los propios films), la comprensión de las películas extranjeras que integraban los primeros programas no siempre era fácil y por ello la figura del benshi o comentarista se impuso desde fechas muy tempranas. En realidad, la presentación y comentario de las películas entroncaba asimismo con una arraigada costumbre teatral y parecía más que lógico preservarla en un medio que básicamente se concebía como una prolongación de aquél, y no tanto de la fotografía. El