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As for Hitchcock’s older and less lavish style, the solution is obvious. It is ideally suited to the strictly confined, claustrophobic world of TV drama. If he would just pitch in himself, he could, thanks to television’s vast coverage, curdle half America’s blood, give their spines a salutary tingle and raise their hair, right in their own parlors once a week. The medium could use this help.
Newsweek, 1956 .
La enorme distancia que separa los telefilms de las películas realizadas por Hitchcock para el cine desde mediados de los años cincuenta, no podía por menos que llamar la atención de la crítica del momento, que veía cómo, mientras To Catch a Thief (Atrapa a un ladrón, 1955) o The Man Who Knew Too Much (El hombre que sabía demasiado, 1956) parecían señalar una progresiva sofisticación de su estilo, los shows televisivos, más austeros, recordaban el añorado Hitchcock de los cuarenta. Tal afirmación, del todo inexacta por simplificadora y no exenta de interés publicitario, muestra claramente, sin embargo, la temprana constatación de las profundas diferencias formales, de puesta en escena, que separan las contemporáneas obras fílmicas y televisivas del realizador. Obviamente no nos referimos aquí a la lógicas divergencias entre un film en Technicolor, de gran presupuesto, con exteriores en Marruecos y todo lo que conlleva la producción Paramount (The Man Who Knew Too Much) y un telefilm en blanco y negro, de apenas media hora, rodado en (modestos) interiores de estudio y rodado en dos o tres días, aunque sí a sus repercusiones textuales.
En efecto, una operativa comparación entre ambos medios, intentando profundizar en la persistencia o la transformación del estilo de Hitchcock al verse en la obligación de constreñirse a la pequeña pantalla y a los imperativos financieros y publicitarios del medio, ha de centrarse ineludiblemente no en impresionistas cuestiones temáticas —entre las que, cómo no, los grandes temas hitchcockianos (falsedad de las apariencias, transferencia de culpa e identidad, relativismo de todo punto de vista, azar y caos…) aparecerán en los telefilms a poco que se busquen con ahínco—, sino en los mecanismos de los que el cineasta dispone (y en las limitaciones a las que ha de plegarse) para poner en forma un determinado relato televisivo.
La cuestión entraña, como adelantábamos, indudables dosis de complejidad, al coincidir históricamente el progresivo desmembramiento del modelo clásico desde su interior y el asentamiento en televisión de su versión reducida, excesivamente simplificada, pero, en definitiva, no menos demoledora. Además —veíamos—, poco era el interés despertado por el telefilm de Alfred Hitchcock incluso entre sus más destacados especialistas. Mirados de reojo, superficialmente estudiados, la mayor parte de las aproximaciones hasta ahora publicadas ofrecían no sólo frecuentes inexactitudes, sino flagrantes contradicciones entre unas y otras, reveladoras, a la postre, de la imposibilidad de un análisis apresurado. Así, por ejemplo, Donald Spoto podía referirse a One More Mile to Go (1957) como un telefilm «filmado rutinariamente».
En principio, no es difícil constatar como algunas secuencias o fragmentos de los episodios televisivos dirigidos por Hitchcock —especialmente determinados y espectaculares key shots (planos-clave)— muestran claramente la cara más superficial del estilo hitchcockiano, el alarde técnico, aquí reducido pero ostentosamente visible y explotado al máximo, que constituye, como Benet supo ver, un narrativamente inútil y en cierta forma fraudulento recurso, si bien espectacularmente fundamental dado que sobre él, sobre esa ágil (aunque ahora destintada) Parker de la que hablara Bazin, se construye, como marca de contrato, buena parte de la particularidad de las series hitchcockianas. No es de extrañar, siendo ello así, que dichos alardes suelan ser utilizados en los fulgurantes arranques característicos del telefilm o en la resolución del emblemático twist ending, momentos fundamentales, respectivamente, para el posterior y vertiginoso desarrollo narrativo y para el impacto final del episodio.
Veamos, como inmejorable ejemplo de lo dicho, el arranque de Incident at a Corner, telefilm de una hora, protagonizado por Vera Miles y George Peppard, que Hitchcock rueda en 1960 para la serie Ford Startime. Un llamativo y elaborado comienzo (3 minutos, 20 segundos) nos muestra el incidente inicial —el vigilante de un colegio indica la obligación de detenerse en un stop al automóvil de una directiva del mismo, a lo que ella responde con desdén (llamándole «viejo oficioso», cuya confusión con vicioso por parte de algún testigo motivará el conflicto)— desde tres puntos de vista (dos posiciones diferentes en el cruce de carreteras, la tercera en la acera de enfrente), en un único plano en cada ocasión, con movimientos de cámara y zooms siguiendo la acción. Tres letreros sobreimpresionados señalan que se trata, en todos los casos, del mismo suceso. Sin embargo, como el desarrollo posterior del episodio permite comprobar, no existe —como no sea ésta el que oigamos tres veces la palabra oficioso— justificación alguna para tan espectacular despliegue visual desde el punto de vista de la economía narrativa del episodio, por lo que el inicio se convierte así, textualmente, en inefectivo fuego de artificio hitchcockiano, aunque a la postre responda a las necesidades contractuales del producto, del mismo modo que lo hacían las presentaciones o los epílogos, y destinado a integrarse en el telefilm como un engrasado y regulado elemento más, susceptible de proporcionar, en último término, beneficios económicos al sponsor y al network.
Se trata, sin duda, de una de las más llamativas huellas textuales, en las series de Alfred Hitchcock, del conflictivo y cambiante periodo histórico que atravesaba el cine y la televisión americanas a mediados de los años cincuenta: comprimiendo ese exceso manierista que se contradecía esencialmente con el modelo adoptado por el telefilm, pero ofreciéndolo sin embargo en bien dosificadas píldoras a la manera de los analgésicos anunciados por Bristol-Myers (sponsor de la serie), la televisión venderá incluso, si bien desnaturalizado, aquello que iba a hacer de Hitchcock uno de los más decisivos cineastas de la (pre)modernidad. Mercantil parodia de sí mismo, entonces, cuya enjundia histórica no puede ser menospreciada, dado el posterior desarrollo del discurso televisivo.
Comparemos ahora el inicio de Incident at a Corner con el del ya citado One More Mile to Go, con guión de James P. Cavanagh. Aquí el arranque, técnicamente más simple, habrá de comprobarse, sin embargo, dotado de mayor complejidad textual. Un nocturno plano general de un bosque, con espesos y desasosegantes árboles en primer término, muestra, al fondo, iluminada en el centro mismo del encuadre, una pequeña y aislada casa. Por medio de un fundido encadenado, nos aproximamos al exterior del cuadriculado ventanal (equivalente a plano de conjunto). Un hombre intenta leer el periódico, sentado a la derecha del encuadre, mientras su mujer, de pie, parece recriminarlo. El sonido del interior llega confuso y las palabras, irreconocibles. La cámara, en travelling hacia delante, se aproxima hacia la ventana. Uno de los cristales, roto, permite ahora escuchar algo mejor la agria discusión matrimonial y la amenazante actitud femenina. El encuadre, fragmentado por una descentrada cruz formada por los listones de madera, separa espacialmente al hombre y a la mujer. Cuando el protagonista se levanta, la cámara, curiosa, se mueve en el exterior, para no perderse nada del creciente conflicto. Una perfecta cruz divide ahora el encuadre, ocupando cada personaje un enfrentado y bien delimitado espacio. La mujer insulta duramente a su cuñada ausente, y la cámara se acerca aún más, situándose casi en el límite mismo del cristal. El fuego de la chimenea, en el extremo inferior derecho, crea variables y lúgubres efecto de iluminación. Aunque los barrotes siguen presentes, atravesando vertical y horizontalmente el lado izquierdo y el inferior del cuadro, Sam (David Wayne) y Martha comparten ahora
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