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Dolores Juliano - Excluidas y marginales

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Dolores Juliano Excluidas y marginales

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Existe una idea generalizada de que vivimos en un tiempo y una sociedad especialmente tolerante en materia de opciones personales y de sexualidad. Pero en toda sociedad existen conductas sancionadas que marcan los límites que ella misma puede aceptar y que tienen que ver más con una función pedagógica hacia los miembros normales de la comunidad, que con aquellos a quienes sanciona.

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María Dolores Juliano Corregido Necochea provincia de Buenos Aires - photo 1

María Dolores Juliano Corregido (Necochea, provincia de Buenos Aires, Argentina, 1932) es una antropóloga social argentina.

María Dolores Juliano se formó como maestra y estudió pedagogía en su país natal, Argentina, donde se especializó en el estudio de las minorías étnicas y en cuestiones de género como la marginación de la mujer en la sociedad. Después del golpe de estado de 1976 que desembocó en la dictadura cívico-militar de Videla se vio obligada a exiliarse.

Se estableció entonces en Barcelona, donde en 1977 fue profesora de antropología a la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona, cargo que ocupó hasta que se jubiló el 2001.

Ha publicado numerosos estudios sobre la antropología de la educación, los movimientos migratorios, las minorías étnicas, los estudios de género y la exclusión social. Su producción científica siempre ha estado acompañada por un compromiso social y feminista relevante.

En 2002 compareció en la Comisión del Senado sobre la prostitución como colaboradora en la redacción del informe final de la Comisión.

En 2010 recibió la Cruz de Sant Jordi por su trayectoria académica y valiosos resultados de investigación.

A aquellas personas que se sienten libres para pensar.

A quienes rechazan los dogmatismos.

A quienes creen que no hay nada más semejante a un error que una certeza.

Existe una idea generalizada de que vivimos en un tiempo y una sociedad especialmente tolerante en materia de opciones personales y de sexualidad. Pero en toda sociedad existen conductas sancionadas que marcan los límites que ella misma puede aceptar y que tienen que ver más con una función pedagógica hacia los miembros «normales» de la comunidad, que con aquellos a quienes sanciona.

Este libro trata de algunos de los colectivos de mujeres que quedan fuera de los cánones de conducta considerados deseables dentro del modelo patriarcal: mujeres solas, trabajadoras sexuales, lesbianas; o que son discriminadas a partir de su aspecto físico o su edad. Procura desmitificar algunas interpretaciones de «sentido común», que en realidad son herramientas de marginación social, y brinda a estos colectivos argumentos legitimadores de su opción personal.

Introducción

Quizá del aplomo inescrutable con que creía saberlo todo a los quince años, se derive mi actual vocación por lo incierto.

(Mastretta, 1994: 128)

Si viviéramos en la Europa del siglo XVI sabríamos con toda evidencia que las brujas hacen pactos con el diablo para perjudicar a la buena gente, enfermarla y estropear sus cosechas y que además, en sus ratos libres, asesinan niños y se dedican a orgías, motivos por los que evidentemente merecen la muerte. Si viviéramos en las sociedades esclavistas que eran las colonias americanas en el siglo XVIII, no tendríamos dudas sobre la legitimidad de esta práctica basada en la voluntad divina y en el orden natural de las cosas. Durante largos períodos de nuestra historia la inferioridad natural de la mujer ha sido un dato que no podía ser discutido por las personas razonables, como tampoco se ponía en duda la existencia de una sola religión verdadera (la nuestra) y de un orden político correcto (el que correspondía a la época y el país, ya fuera el absolutismo, la monarquía constitucional o la república). Además, casi siempre y en todas partes, creemos saber que nuestra forma de organizar la familia y las relaciones afectivas es no solo la más correcta, sino también la única lógica y natural. En cada época, quienes hubieran cuestionado esos supuestos nos habrían parecido irritantes e ilógicos, ya que habrían atacado al mismo tiempo nuestras certezas y las bases mismas de nuestra estructura social.

Aprendemos desde la infancia que las cosas son como parecen ser, y que las evidencias no deben ser cuestionadas. La religión nos exige fe, la escuela nos enseña a aceptar los criterios de autoridad de la ciencia, los políticos nos piden que confiemos en ellos. Los refranes populares que dicen «Cuando el río suena, agua lleva» o aún más claramente «Piensa mal y acertarás» nos reafirman en la idea de que siempre hay algo de verdad en nuestros prejuicios, que «Si todos lo dicen, por algo será».

Pero las realidades sociales son complejas, y difícilmente se corresponden con las lecturas «ingenuas» que nos hacemos de ellas. Más aún, esas verdades de sentido común, esas cosas que todo el mundo sabe sobre los problemas sociales, son a su vez discursos construidos, fenómenos sociales ellos mismos que necesitan interpretación. Quizá las preguntas básicas para emprender una investigación antropológica sean: ¿Y si las cosas pudieran verse de otra manera?, ¿y si aquello que damos por sabido reflejara solo una de las formas posibles de acercarnos a los hechos?, ¿y si no hubiera evidencias, ni certezas y tuviéramos que asumir la responsabilidad y el riesgo de presentar nuestras propias elaboraciones (incluidas nuestras dudas) para la discusión y la crítica?

Abandonar el ámbito de las ideas recibidas requiere un esfuerzo, y además puede ser entendido como una provocación.

Sumemos a ello el hecho de que centrarse en marginales y excluidos provoca malestar social, más aún si a esas categorías estigmatizadas se agrega la agravante de género, ámbito en que los estereotipos están arraigados secularmente. Ya se quejaba de ello la inglesa George Eliot, cuando escribía en 1871: «Se dijo: Todas las mujeres son así… esta facultad de generalización que otorga a los hombres tanta superioridad en el error sobre los animales» (Eliot, 1993: 694).

Como mal menor, si no queremos dejar de lado esos temas molestos, podemos refugiamos en los discursos construidos sobre estos sectores, que resultan «políticamente correctos». Estudiar la cultura de la pobreza, los desajustes psicológicos de los descendientes de familias desestructuradas, o la esclavitud que padecen las trabajadoras sexuales, resultan aproximaciones aceptables a temas conflictivos. En todas esas interpretaciones la sociedad global queda fuera de cuestionamiento, y los trabajos se centran en los sectores marginales mismos y en sus problemas reales o asignados.

Lo que resulta más difícil de aceptar es desviar el foco de la atención y tratar de analizar cómo, por qué y para qué ha construido la sociedad sus categorías estigmatizadoras. Esto molesta a las instituciones (oficiales, asistenciales, voluntarias o caritativas) que se encargan de estos sectores y a cada una de las personas que, de buena fe, comparten los prejuicios y que no desean ver sacudidas sus certezas. Sobre todo cuando lo que se ofrece a cambio no son verdades alternativas, sino solo un manojo de dudas y preguntas. Este es el caso del presente libro, y solo se justifica el riesgo de escribirlo, desde el punto de vista de la necesidad de ayudar a posibilitar el surgimiento de discursos alternativos referentes a los sectores marginados.

Si la elaboración hegemónica se presenta a sí misma como único discurso posible para entenderlos, entonces todo intento de articular interpretaciones alternativas tiene un valor, no por la riqueza interna de estas elaboraciones (que llegan solo hasta donde lo permiten los conocimientos de quienes las elaboramos) sino porque solo por existir, abren ventanas a la posibilidad de otras interpretaciones alternativas, incluso las muy deseables procedentes de los mismos sectores marginales.

Existe la idea generalizada de que vivimos en un tiempo y una sociedad (la occidental) especialmente tolerante en materia de opciones personales y de sexualidad, por lo que se tiende a pensar que los prejuicios que se manifiestan en su seno, a veces en forma violenta, son simples supervivencias de épocas más represivas o manifestaciones de patologías individuales. Así, la violencia contra las mujeres se interpreta como encuadrada dentro de las actividades delictivas y a las manifestaciones de homofobia se las clasifica dentro de las conductas individuales de personas con «mentalidades reaccionarias y cavernarias», con lo que la sociedad global queda libre de posibles acusaciones de intolerancia. Esta estrategia se utiliza también cuando se habla de otras manifestaciones desagradables de la conflictividad social, tales como la xenofobia o el racismo.

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