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Jordi Amat - La primavera de Múnich

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Jordi Amat La primavera de Múnich
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    La primavera de Múnich
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La primavera de Múnich: resumen, descripción y anotación

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Durante la primera semana de junio de 1962, 118 españoles —antifranquistas del interior y del exilio, vencedores y vencidos de la guerra civil— se reunieron para trazar una hoja de ruta que trajese la democracia a España con la esperanza de integrar al país en el proyecto europeísta. La dictadura respondió como una bestia herida, represalió a los asistentes y bautizó el encuentro como el Contubernio de Múnich. Este libro reconstruye el origen, el nudo y el desenlace de este episodio capital de la cultura democrática y lo enmarca en los intensos debates ideológicos de la guerra fría.

A través de las figuras de un revolucionario profesional condenado al olvido —Julián Gorkin— y un socialdemócrata de pasado totalitario —Dionisio Ridruejo—, viajando de Madrid a México, de París a Nueva York y de Múnich a Toledo, La primavera de Múnich descubre la existencia de una sólida alternativa a la tiranía franquista y esclarece las causas de su fracaso. Entre la política y la literatura, con material inédito procedente de diversos archivos, Jordi Amat pinta un retablo coral de una época gris y convulsa donde destaca la actividad intelectual desarrollada a través del Congreso por la Libertad por la Cultura —en su origen una operación encubierta de la CIA— y matiza el relato sobre los orígenes de la Transición no para impugnarlo sino para problematizarlo cuestionando así la solidez de sus raíces.

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Alfil de la guerra fría

Alfil de la guerra fría

En México la vida no es fácil. Para algunos puede ser jodidamente peligrosa. Y Serge, Pivert y Gorkin lo saben, lo sienten y lo comentan. 25 de enero de 1944. Desde la llegada del embajador soviético las intrigas han ido a más. A Gorkin, que de los tres es el que parece que más les molesta, se lo han dicho funcionarios de la embajada rusa. Tomará medidas de seguridad porque los telegramas que algunos periodistas han enviado a Moscú son casi una sentencia. Es otra campaña encubierta. Los argumentos que se usan para difamarlo no son nuevos. Es la retórica más burda del antitrotskismo, el discurso legitimador de tantas purgas, de tantos revolucionarios muertos… Que si tiene fondos económicos a su disposición, que si desarrolla actividad clandestina, que si fue condenado durante la guerra civil como cómplice de Hitler… La campaña de prensa podría compararse a la que precedió al asesinato de Trotski.

Por entonces llegó al DF Jesús Hernández, histórico dirigente comunista que había sido diputado en las últimas Cortes republicanas y ministro de Instrucción Pública durante la guerra civil. Exiliado en Moscú durante los primeros años de la posguerra, durante el verano de 1943 fue destinado a México, adonde llegó el 9 de diciembre acompañado de Francisco Antón, uno de los directores de la campaña contra el POUM durante la guerra. México no era un país cualquiera en la diáspora republicana. Era el más destacado. Allí estaba la sede del precario Gobierno y de las precarias Cortes. Era el principal núcleo intelectual español. Y allí se diseñaban operaciones políticas que podrían tener mayor o menor éxito. Los comunistas decidían, por ejemplo, a quién podría destinarse a España para reconstituir el partido. Y para desempeñar el liderazgo llegaron Antón y Hernández, y tal vez para dirigir otra operación encubierta más: una posible fuga de Ramón Mercader.

Serge dudaba. ¿Dirigía Hernández un trabajo secreto? ¿Había partido a España con una identidad falsa? Pero existía otra posibilidad: «Se cree que él mismo ha caído en desgracia y que las misiones peligrosas que le son confiadas son una manera de desembarazarse de él» (Serge 2012, 456). Ya podía Hernández pensar que tendría capacidad para reconstituir la dinámica del partido, pero las tensiones con la dirección ya en Moscú —donde había explicitado sus dudas sobre demasiadas cosas— le habían anulado como reformador del PC. México era un alejamiento intencionado del núcleo decisorio. Si trató de incorporar a su proyecto a los responsables del partido en aquel país, fracasó. Empezaba su proceso. Se le exigió «autocrítica», se le apartó del trabajo activo. Y él, ya en febrero, pudo comprobar que su suerte estaba echada. Y lo que no pudo comprobar pero sucedió fueron las consignas llegadas desde Moscú (Puigventós 2015, 471). El 20 de febrero se redactaban instrucciones para Antón: con vistas a su futuro encuentro con Hernández, debía negar que estuviese en marcha operación alguna para liberar a Ramón Mercader. El día 22 era Lavrenti Beria —jefe de la policía secreta de Stalin— quien pedía información sobre Hernández. Y aún hubo otra indicación: se le consideraba un bocazas y todo lo planeado debía hacerse sin que supiese nada.

Hernández había caído definitivamente en desgracia. No hacía ni un trimestre que la militancia le había recibido como un mito, cuando se convocó una asamblea general —no se le informó— en la que se redactó una nota informando de que podría ser expulsado del Partido. Y en mayo de 1944, en una reunión en Moscú, se avanzó en aquella dirección. Se le condenaba porque, incluso durante la guerra, había iniciado ya tareas de fraccionalismo que atentaban contra el mando de la Komintern. Había sido señalado y también lo sería su colaborador Enrique Castro Delgado, que al fin lograría huir de la Unión Soviética. Pero su acelerado alejamiento del partido español no implicó, de entrada, su expulsión del espionaje soviético, que le mantuvo activo durante un año (Hernández 2008, 197). Y es probable que aquella actividad estuviese relacionada con el intento de liberar a Mercader. Porque él, a lo largo de sus años de exilio ruso, había gozado de la confianza de Caridad Mercader, la madre del asesino. Lo recordaba otro de sus hijos: «Habían estado invitados en nuestra casa muchas veces y mi madre, que era muy amiga de ellos [de Hernández y Castro], quizá en un exceso de confianza, les fue contando lo que sabía» (Puigventós 2015, 461). En marzo de 1945 Caridad Mercader llegó a México para interceder con las autoridades del país para intentar conseguir un indulto. Obtuvo lo contrario de lo que pretendía. Aumentaron los controles penitenciarios sobre su hijo, desactivando cualquier posibilidad de llevar a cabo la operación que el espionaje soviético mantenía latente. Y con la cancelación de la operación, Moscú cortó definitivamente su relación con Hernández, expulsado a mediados de 1945. Su intento de proseguir con una actividad política comunista pronto se disolvió.

¿Inició entonces Gorkin alguna relación con Jesús Hernández y/o con Enrique Castro? Con el segundo, más o menos tarde, seguro que sí. Castro, que había tratado a Caridad Mercader en la Unión Soviética, le pasó información a Gorkin para elaborar el reportaje pionero Así mataron a Trotski, escrito a medias con el general Leandro Sánchez Salazar. Y Gorkin, por su parte, ayudó a Castro a publicar su testimonio de converso: Mi fe se perdió en Moscú. Uno y otro manuscrito se encuadrarían en una campaña intelectual paradigmática de las luchas intelectuales de la guerra fría, a las que Gorkin se alistó desde el primer momento. Pero para él no era un activismo nuevo sino que la coyuntura le dio una operatividad distinta, en buena parte complementaria, a la que había tenido en su origen. Porque para Gorkin, desde muy pronto, ya en 1939, la necesidad de reflexionar sobre por qué había fracasado la revolución en España se había solapado con la voluntad de escribir cuál había sido el papel nocivo que según él había tenido la Unión Soviética durante la guerra civil. Y esa revisión crítica y permanente sobre la dinámica de la Revolución de Octubre, fagocitada por el estalinismo, formaba parte del mecanismo de legitimación de los revolucionarios que habían sido apartados de la ortodoxia. Las pocas páginas que hemos consultado de Workers Age lo demuestran. Pocos casos habían sido tan significativos como el de Walter Krivitski.

«No haré revelaciones, no haré nada que pueda molestar a la Unión Soviética. Sólo existe la causa de la Unión Soviética», le confesó Walter Krivitski a Victor Serge paseando una noche de finales de noviembre de 1937 por las calles de París (Serge 2012, 19-20). En un momento del paseo, Krivitski se puso la mano en el bolsillo. Serge observó el gesto con miedo. Simplemente buscaba cigarrillos. Pero podría haber sacado una pistola. Krivitski, nacido en 1899, era una figura histórica del espionaje soviético. Había participado en todo tipo de operaciones en varios países y había formado a varios espías. Pero había decidido romper. Aún no habían pasado tres meses desde el asesinato del espía y viejo amigo Ignace Reiss, «Ludwig».

Durante el tramo central de la década de los treinta Reiss había trabajado en París con un grupo de espías. La mayoría de ellos, a lo largo de 1936 y 1937, fueron reclamados por Stalin y desaparecieron o fueron liquidados durante la Gran Purga. A pesar de su afán por romper, su amigo Krivitski trató de impedírselo, pero al fin, el 17 de julio de 1937 Reiss dirigió aquella carta al comité central. Un día habría un auténtico proceso que desvelaría la verdad y en él intervendrían aquellos «espías y provocadores, agentes de la Gestapo y saboteadores». Intervendrían personas como Andreu Nin. Por ahora él retornaba a la libertad, invocaba a Lenin y proseguiría en el combate revolucionario. «¡No al Frente Popular, sí a la lucha de clases; no a los comités, sí a la intervención del proletariado para salvar la República española!; ése es ahora el trabajo para hoy». Y se despedía anunciando su compromiso con la Cuarta Internacional de Liev Trotski (Reiss 1937). Se instaló con su mujer y su hijo en un pueblo recóndito de Suiza. La NKVD no tardó en localizarlo y a primeros de septiembre lo ametrallaba.

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