ANÓNIMO DE JÁMBLICO [89 D. K.]
1 JÁMBLICO, Protréptico pp. 95, 13-104, 20 (Pistelli) 1. p. 95, 13-24
Cuando alguien quiere llevar a su máxima perfección alguna cualidad suya, sea ésta la sabiduría, el valor, la elocuencia o la virtud.
2 pp. 96-97, 1-8
En aquella cualidad, en la que alguien desee lograr fama ante los hombres y aparecer tal como le permitan sus capacidades naturales, debe iniciarse ya desde la primera juventud y continuar su ejercicio de un modo uniforme y no accidentalmente, según la ocasión. Cada una de estas cualidades, en efecto, con el paso del tiempo que media desde su inmediato inicio hasta que alcanza la perfección, consigue fama y gloria sólidas por estas razones: por merecer confianza más allá de toda discusión y porque se ve libre de la envidia de los hombres, que les hace no enaltecer algunas acciones ni proclamarlas con alabanzas, así como mentir sobre otras, con censuras que violentan la justicia. Pues no resulta agradable a los hombres reconocer el valor de cualquier otro (al hacerlo, se consideran ellos mismos desposeídos de alguno de sus merecimientos) y, si se ven sometidos por la misma necesidad de la evidencia, forzados a ello gradualmente, después de mucho tiempo, profieren las alabanzas, sin embargo, en contra de su voluntad. Pero, al mismo tiempo, tampoco ponen en duda si un hombre es tal como se manifiesta o si está al acecho y anda a la caza de gloria con la intención de engañar y embellece sus acciones con el propósito de seducir a los demás. Sin embargo, el ejercicio de la virtud del modo que he expuesto antes produce confianza en ella misma y buena fama. Dominados, en efecto, los hombres por su fuerza, no tienen medios ya ni de entregarse a la envidia ni de considerarse engañados. Por otro lado, también el mucho y largo tiempo que acompaña a cada acción y propósito refuerza la cualidad practicada, mientras que un breve período de tiempo no puede conseguir ese efecto. Si es el arte de la palabra lo que uno busca conocer y aprender, puede llegar a ser no inferior en ella que su maestro en poco tiempo; la virtud, en cambio, que se logra después de muchas acciones, no es posible llevarla a la perfección si se comienza tardíamente ni tampoco en poco tiempo, sino que es preciso hacerse compañera de ella y crecer con ella, alejado de discursos y costumbres nocivas, practicando ocupaciones virtuosas con mucha dedicación y empeño. Al mismo tiempo, a la gloria conseguida en poco tiempo suele acompañarla un daño grave como éste: aquellos que de modo inopinado y en poco tiempo se vuelven ricos, sabios, buenos o valientes, los hombres no los acogen de buen grado.
3 pp. 97, 16-29; 98, 1-12
Cuando alguien, movido por el deseo de alcanzar alguna de estas cualidades, lleva su aspiración a término y posee dicha cualidad de modo perfecto, sea ésta la elocuencia, la sabiduría o el vigor físico, debe emplearla para fines buenos y conformes a las leyes. Mas si se sirve de la cualidad que posee para fines injustos y contrarios a las leyes, la cualidad en cuestión constituye el peor de los males y su ausencia es mejor que su presencia. Y del mismo modo que quien posee una de esas cualidades se convierte en absolutamente bueno, si se sirve de ellas para fines buenos, así también se convierte en alguien perverso, si las emplea para propósitos perversos. Por otra parte, se debe examinar gracias a qué palabra o a qué acción puede ser excelente quien tienda a alcanzar la virtud en su totalidad. Tal sería quien fuese útil a un gran número de hombres. En el caso de que alguien beneficie a sus allegados con donaciones económicas, por fuerza se verá obligado a ser malvado, cuando tenga que reunir dicho dinero. Además no podría reunir dinero en tal abundancia que no se le agotara con sus donaciones y dádivas. Pero es que a ello viene a sumarse un segundo daño, además del que supone la colecta de dinero, en el caso de que de rico se convierta en pobre y de poseedor en desposeído. ¿De qué modo, pues, podría alguien ser benefactor de otros, no mediante la distribución de dinero, sino por algún otro procedimiento y ello no con el concurso de la maldad, sino de la virtud? ¿Y, aún más, de qué modo, si se hacen donaciones, se podría mantener inagotable la capacidad de dar? Pues bien, ello será posible, si se cuenta con el auxilio de las leyes y de lo justo. Pues es ese principio el que posibilita y mantiene la convivencia de las ciudades y los hombres.
4 pp. 98, 17-27; 99, 1-5
Es necesario que todo hombre ejerza de forma sobresaliente un dominio sobre sus pasiones. Y se puede ser tal especialmente si se está por encima del dinero, ante el que todos sucumben, y se afana, sin reparar en la propia vida, en obrar con justicia y en perseguir la virtud. Ante estas dos exigencias, en efecto, la mayoría de los hombres es impotente. Y sufren tal impotencia por causa de sentimientos como éstos: están apegados a su alma, porque el alma se manifiesta esencialmente como vida. En consecuencia, hacen ahorro de aquélla y la desean intensamente por amor a la vida y apego a la forma de vivir en la que se han criado. Aman el dinero por las razones que siguen y que son las que les producen temor. ¿Cuáles son esas razones? Las enfermedades, la vejez, los daños imprevistos, y no me refiero a los castigos que proceden de las leyes —de hecho, estos castigos es posible preverlos y evitarlos—, sino a aquellos otros como incendios, muertes de familiares, de ganado y a otras desgracias que penden amenazando unas, los cuerpos, otras, las almas y otras, las haciendas. En razón de todas esas amenazas, pues, y a fin de poder utilizar el dinero como una defensa frente a ellas, todos los hombres tienden a alcanzar la riqueza. Y existen también algunos otros motivos que impulsan a los hombres, en medida no menor que los anteriormente expuestos, a la actividad financiera: las ambiciones mutuas, los celos, los anhelos de poder; motivos por los que tienen en gran estima al dinero, en la medida en que contribuye a la consecución de esos fines. En cambio, el hombre que es auténticamente bueno no va a la caza de gloria pertrechado con un armamento externo que es ajeno a él, sino con su propia virtud.
5 pp. 99, 18-28
Sobre el apego a la vida, se podría uno persuadir con el siguiente argumento: si fuese ley natural al ser humano el verse libre de envejecimiento y ser inmortal en el tiempo futuro, a no ser que muriera a manos de otro hombre, obtendría gran comprensión quien sintiera apego a la vida. Pero puesto que lo que aguarda a una vida que se prolonga es la vejez, un mal bastante duro para el hombre, y la imposibilidad de ser inmortal, gran ignorancia y familiaridad con acciones y propósitos perversos hay ya en el deseo de conservarla al precio del deshonor, en lugar de dejar tras de sí una vida inmortal: a cambio de una vida mortal, una gloria eterna y siempre viva.
6 pp. 100, 5-29; 101, 1-6
Además no se debe buscar impetuosamente el poseer más que otros, ni considerar al poder que se basa en una mayor posesión como virtud y la obediencia a las leyes como vileza. Tal concepción es, en efecto, sumamente perversa y de ella se derivan todas las consecuencias opuestas al bien: maldad y depravación. Ya que si los hombres nacieron naturalmente incapacitados para vivir aislados como individuos, y hubieron de reunirse unos con otros, cediendo a la necesidad y todos los aspectos de su vida así como las invenciones prácticas han sido inventados por ellos con vistas a aquella necesidad, y, puesto que, por otro lado, no sería posible la convivencia de unos con otros, así como tampoco una existencia que no estuviera presidida por las leyes —en tal caso, se derivaría para ellos un daño mayor que el de la existencia individual—, por todas estas condiciones ineludibles, la ley y lo justo reinan entre los hombres y de ningún modo podrían ser abolidas. Estos principios, de hecho, han sido impuestos como sólidos vínculos por la naturaleza. Si se diera un hombre que, por su constitución originaria, poseyera una naturaleza tal que fuese invulnerable, inasequible a la enfermedad y al sufrimiento, extraordinario por su fuerza y con un cuerpo y un alma de acero, a un hombre de esas características, podría creerse, quizás le bastara el poder basado en una mayor posesión —ya que tal hombre, al no estar sujeto a la ley, tiene la posibilidad de quedar impune—. Sin embargo, la creencia no es correcta. En efecto, en el supuesto de que existiera un hombre tal, como no es posible que exista, si se hiciera aliado de las leyes y de lo justo, reforzando tanto el valor de esos principios como usando su fuerza para defenderlos, así como llevando ayuda a lo que sirva a sus fines, a condición de ello, podría un hombre tal sobrevivir; de otra forma no sería duradera su existencia. Porque bastaría que todos los hombres, en razón al recto ordenamiento de sus vidas, se declararan enemigos de quien poseyera una naturaleza tal, para que su superioridad numérica, por medio de su habilidad o de su fuerza, pudiera vencer y superar a tal hombre. De este modo resulta evidente que el poder en sí, en cuanto realmente poder, se conserva por el instrumento de la ley y gracias a la justicia.