¿Se pueden curar las enfermedades bebiendo la propia orina? Cuestiones risibles como éstas parecen ocupar las mentes de millones de personas día tras día, como si la gente estuviera hambrienta de cualquier migaja de conocimiento que se dé aires de ciencia y quisiera adoptar teorías que sólo provocan miedo y asombro. Sin embargo, estas ideas, por ridículas que parezcan, encuentran acogida en las tribunas de comunicación pública y muchas veces se convierten en temas de información respetables que no tardan en considerarse «verdades».
Eso dice Martin Gardner en este divertido y provocativo libro. Gardner, posiblemente el más ingenioso «desenmascarador» de fraudes científicos de nuestra época, hace uso de sus décadas de experiencia para desbaratar las proclamaciones de la Nueva Era y las investigaciones dudosas de eminentes científicos. Afrontando las máximas de la seudociencia con una mirada aguda y escéptica, ¿Tenían ombligo Adán y Eva? desenmascara afirmaciones engañosas en toda clase de campos.
Un libro divertido, fascinante y muy inquietante en su denuncia de falsedades y patrañas intelectuales. Una obra monumental de «desautorización» que proporcionará un consuelo y una inspiración inmensos a todos aquellos que valoran la lógica y el sentido común.
Título original: Did Adam and Eve Have Naveis?
© Martin Gardner, 2000
Traducción: Juan Manuel Ibeas, 2001
Diseño de portada: J. M. García Costoso
Editor original: LeoLuegoExisto (v1.0, v1.1)
Corrección de erratas: Agoncillo (v1.2)
ePub base v2.0
Introducción
Casi todos los artículos de esta receptación son ataques contra casos extravagantes de seudociencia. Soy consciente de las dificultades implícitas en lo que los filósofos de la ciencia llaman «el problema de la demarcación»: la formulación de criterios claros para distinguir la verdadera ciencia de la falsa. Evidentemente, dichos criterios no tienen ninguna precisión. «Seudociencia» es una palabra inconcreta que se refiere a una vaga porción de un continuo en el que no existen fronteras definidas.
El extremo izquierdo de este espectro lo ocupan creencias que todos los científicos consideran ridículas. Como ejemplos podemos citar la teoría de que la Tierra es una esfera hueca y nosotros vivimos en el interior, la de que el mundo se creó exactamente en seis días hace unos diez mil años, y la de que las posiciones de las estrellas influyen en el carácter y en los acontecimientos futuros.
Si nos desplazamos hacia la derecha, donde están las teorías un poquito menos extravagantes, nos encontramos con la cosmología de Velikovsky, la homeopatía, la frenología, la cienciología, las teorías del orgón de Wilheim Reich, y otras cuantas docenas de curiosas chifladuras médicas y psiquiátricas.
A medida que nos desplazamos a lo largo del continuo, hacia la ciencia más respetable, llegamos a teorías tan controvertidas como las conjeturas de Freud, la creencia en que Dios dirigió la evolución mediante pequeños milagros, los intentos de extraer energía ilimitada del vacío espacial, el ataque de Hans Arp contra el desplazamiento hacia el rojo y su afirmación de que los quásares son objetos cercanos, y toda una retahila de especulaciones en campos donde existe un poco de evidencia pero muchas más dudas.
En el extremo derecho, nuestro espectro entra en difusas regiones de conjeturas abiertas, hechas por científicos tan eminentes que nadie se atreve a llamarlos chiflados. Estoy pensando en la teoría de David Bohm sobre la onda piloto en el campo de la mecánica cuántica, en los twistors de Roger Penrose, en las supercuerdas, en las especulaciones sobre una multitud de universos paralelos, en la idea de que la vida procede del espacio exterior y en los incansables intentos de los físicos que pretenden elaborar una Teoría de Todo. A la derecha de estas respetables conjeturas se encuentran los hechos indiscutibles de la ciencia, como que las galaxias contienen miles de millones de estrellas, que el agua se congela y se evapora, y que los dinosaurios habitaron en otros tiempos la Tierra; existen millones de afirmaciones de este tipo, y ninguna persona informada y en su sano juicio duda de ellas.
Todos los capítulos de esta antología, excepto uno, se publicaron anteriormente en mi columna «Notes of a Fringe Watcher» («Comentarios de un observador marginal»), que aparece regularmente en el Skeptical Inquirer. Esta interesante publicación bimensual, hábilmente dirigida por Kendrick Frazier, es el órgano oficial de la CSICOP (Comisión para la Investigación Científica de Supuestos Fenómenos Paranormales). La excepción es el capítulo sobre el Judío Errante, un artículo que se publicó en Free Inquiry.
Aunque la palabra «desautorizador» se considera muchas veces peyorativa, a mí no me lo parece. Uno de los principales objetivos del Skeptical Inquirer. ha sido siempre desautorizar las afirmaciones más ridículas de la falsa ciencia. No pido disculpas por ser un desautorizador. Considero que los científicos y los que escriben sobre ciencia tienen la obligación de denunciar los errores de la falsa ciencia, sobre todo en el campo de la medicina, en el que las falsas creencias pueden ocasionar sufrimientos innecesarios e incluso la muerte.
Sabemos por las encuestas lo ignorante que es la población general en cuestiones de ciencia. En la actualidad, casi la mitad de los adultos de Estados Unidos cree en la astrología, en ángeles y demonios, y en que estamos siendo observados por extraterrestres llegados en ovnis que abducen con frecuencia a seres humanos. Más de la mitad cree que la evolución es una teoría no demostrada.
La educación científica en nuestro país, sobre todo en los niveles inferiores, no está mejorando sino que empeora. Varios estados se esfuerzan al máximo y de manera constante para obligar a las escuelas públicas a enseñar creacionismo. Editores codiciosos, que sólo están interesados en el beneficio, publican libros y más libros sobre astrología, ovnis, ocultismo, peligrosos sistemas para perder peso sin hacer ejercicio ni reducir la ingestión de calorías, y todas las variedades conocidas de medicina sospechosa.
Igualmente culpables son los medios electrónicos. Cada año concibo la esperanza de que la marea esté a punto de cambiar, y que los que trabajan en televisión, radio e Internet queden tan espantados de la avalancha de falsa ciencia que arrojan sin parar al público que por fin procuren reducir el tono. Y cada año, ay de mí, la avalancha se hace peor. En cuanto a los editores de libros, basta visitar la librería de cualquier centro comercial y comparar el tamaño de su sección metafísica o Nueva Era con el de la sección científica, para quedar impresionado por la magnitud de la avalancha. Los libros de astrología son muchísimo más numerosos que los de astronomía.
Como le gustaba indicar al difunto Carl Sagan, en Estados Unidos hay más astrólogos profesionales que astrónomos. En otros países el panorama es igual de desalentador, si no peor.
No tengo muy claro por qué me interesé en el desenmascaramiento de la falsa ciencia. Pudo tener que ver con mi desencanto con las opiniones de George McCready Price. Price era un adventista del Séptimo Día sin estudios, y durante un breve período de mi adolescencia me tomé en serio sus numerosos libros, en los que defendía la idea de la creación en seis días y la teoría del diluvio para explicar los fósiles. Cuando asistí a clases de biología y geología en la Universidad de Chicago me di cuenta por fin de que Price estaba equivocado y de que no era más que un zopenco que daba risa.
En cualquier caso, después de comprobar que las pruebas a favor de la evolución son tan abrumadoras como la «teoría» de que la Tierra gira alrededor del Sol —cuando las teorías se confirman de forma irrebatible se convierten en «hechos»—, escribí un artículo titulado «The Hermit Scientist» («El científico ermitaño»), que se publicó en la
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