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Gregorio Marañón - Tiberio

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Gregorio Marañón Tiberio

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PRIMERA PARTE - LAS RAICES DEL RESENTIMIENTO
SEGUNDA PARTE - LA LUCHA DE CASTAS
TERCERA PARTE - OTROS ACTORES
CAPÍTULO III - LA INFANCIA EN EL DESTIERRO
La fecha crítica

Tiberio nació en Roma el año 42 a.C. Murió, cumplidos los 78 años, el 36 d.C. Está, por lo tanto, su existencia dividida en dos por el hecho más memorable de la historia humana: el espacio que media entre el nacimiento y la muerte de Cristo. Y es un motivo grave de meditación el considerar que este hecho ocurría sin que Roma, la capital entonces de todo el mundo civilizado, se diese cuenta de que todas aquellas guerras, triunfos, sucesiones, orgías y suplicios que parecían llenar las crónicas con su horror o con su grandeza, no eran más que anécdotas transitorias frente a los humildes sucesos de la Judea lejana, en los que se gestaba la nueva humanidad.

Además de los afanes innumerables de su gobierno y de sus pasiones que le colmaron la vida, Tiberio cumplió, sin enterarse —tal vez presintiéndolo angustiosamente— su destino verdaderamente trascendental: presidir el mundo que daba los últimos pasos en la antigüedad y comenzaba a hollar la vida de nuestra Era. Le vemos, como hombre representativo de sus contemporáneos, transponer la cumbre más alta de la Historia, un día, el del drama del Calvario, que pareció como todos los demás días; pero que había de ser el núcleo de su historia y de su leyenda. Los astros que tantas cosas le anunciaban, éstas no se las supieron predecir.

Los padres de Tiberio

Su padre fue Tiberio Claudio Nerón, cuya nobleza, cuya inteligencia y cuyos altos quilates morales encarecen los historiadores. Era, según parece, un «romano ejemplar». Pero en este modelo entraban, sin duda, algunas posibilidades éticas que hoy nos parecerían de simple galopín. Suetonio nos recuerda que tuvo algunos antecesores, de pura sangre claudia, que se hartaron de cometer fechorías; y acaso, si esto es cierto, llegaron hasta sus venas gotas de la sangre irregular. Lo cierto es que a nosotros no nos parece su conducta tan irreprochable como a los antiguos y modernos apologistas de los Césares. Baste recordar que habiendo servido a Julio César como general de su flota y habiendo recibido de él cargos y honores importantes, se apresuró a unirse al partido de sus asesinos, y con inusitado fervor. Combatió luego a Octavio (el futuro Augusto) y pocos años después le cedía mansamente su propia mujer, embarazada de seis meses, y convivía con el usurpador de su tálamo, tal vez infinitamente dolorido, pero bajo la apariencia de la más cordial intimidad. La moral en aquellos tiempos dorados era muy circunstancial: aun la moral romana. Faltaban unos años todavía para que fueran dictadas las reglas eternas del bien y del mal que la humanidad, veinte siglos después, todavía, es cierto, se complace en olvidar.

La madre de Tiberio, Livia, perteneció también a la orgullosa estirpe de los claudios. Era hija «del ilustre y noble Druso Claudio; y por su nacimiento, su virtud y su belleza, fue entre los romanos eminentísima». De su virtud, se hablará después. Su belleza, juzgándola por la estatua de Pompeya que la representa en plena juventud, era, desde luego, admirable de corrección y de gracia. Llama sobre todo la atención en esta escultura la indecisa expresión sonriente de los perfectos labios y los extáticos y grandes ojos de mujer prematura. En otras imágenes posteriores, como la estatua del Museo del Louvre, en la que aparece vestida de diosa Ceres, la gracia se ha perdido ya y queda un rostro de matrona con perfecciones solemnes, sin duda acentuadas por el cincel adulador; y el rostro y toda la figura impregnados de la energía flexible, pero inquebrantable, que caracterizó a toda la madurez de la emperatriz.

Tiberio Claudio Nerón era de mucha más edad que ella, que sólo tenía 15 años cuando se desposó. Es muy probable que el matrimonio, celebrado el año 43 a.C. fuera maquinado por la ambición de la novia adolescente, pasión que demostró cumplidamente a lo largo de toda su vida y de la que fueron instrumentos su belleza y su virtud puritana. Tiberio Claudio Nerón era primo suyo y hombre de gran influencia en Roma; esto último compensaba sobradamente, para los cálculos de Livia, la falta de juventud en él, y en ella, de amor.

El presagio

Poco después de la boda quedó embarazada. A los designios de su ambición convenía que el hijo fuese varón; e impaciente por saberlo, calentó un huevo de gallina en su seno y en el de su nodriza durante muchos días hasta que, de la cáscara rota entre los blancos senos, apareció un pollito provisto de una cresta soberbia y un rudimento de espolones; con lo que tuvo por cierto que su afán se vería cumplido. El presagio se cumplió. Apenas nació el niño, que era, en efecto, un varón —el Tiberio de nuestra historia— se apresuró a consultar al famoso astrólogo Escribonio sobre el porvenir del infante.

Escribonio, como es uso en los adivinos, se prestó servilmente a los deseos de la joven y hermosa Livia asegurándola que, efectivamente, su hijo había de reinar. La madre buscaba, sin saberlo, no el horóscopo de Tiberio, sino el de su propia ambición: un hombre que incubado por el calor de sus deseos fuera para ella el instrumento de su afán de gobernar el mundo.

La huida

Durante la guerra civil que siguió al asesinato de Julio César, Tiberio Claudio Nerón tuvo que huir de Italia con su mujer y con Tiberio, infante. Perseguidos los fugitivos por las tropas de Octavio —el que había de ser más tarde esposo sumiso de Livia— llegaron a Nápoles, donde embarcaron en secreto y con tantos peligros que el viejo Veleio Patérculo, el abuelo del historiador, que los acompañaba, se suicidó noblemente para disminuir la impedimenta y facilitar la huida de la pareja El niño, arrancado del seno de la nodriza y de los brazos de su madre para que ambas saltaran a las barcas, comenzó a llorar amenazando con descubrirlas y perderlas.

Duró dos años el destierro y fue pródigo para el padre en esas decepciones propias de las horas infelices de la expatriación, que no faltan nunca, que tanto enseñan y que pocas veces se comprenden y aprovechan.

De Sicilia pasaron a Achaia y a otras provincias griegas. En Corinto, viajando de noche por un bosque, estalló un incendio que prendió los vestidos y los cabellos de Livia y estuvo a punto de abrasar a Tiberio. Por segunda vez ensayaba, desde sus primeros años, el papel de protagonista en la gran tragedia familiar que iba a ser su existencia.

Al fin volvieron a Roma, porque el destierro, que parece siempre eterno, casi nunca lo es, y, a poco, el año 38 a.C. Livia, de nuevo embarazada, se separaba de su marido y se unía para siempre al futuro Augusto, entonces triunviro lleno de ambiciones. Tiberio, desde su alma de cuatro años, debió comprender, con esa finura silenciosa con que los niños absorben y valoran cuanto pasa a su alrededor, que un cambio esencial se había operado en su existencia. Cesaba la vida accidentada de los desterrados y empezaba otra nueva, llena de gloria, de bienestar material y de posibilidades de grandeza. De la deserción de su madre, del dolor de su padre, tal vez no se daba cuenta todavía. Pero debió quedar en su espíritu el poso triste de los viajes y de los peligros fuera de la patria, y la visión inexplicada e imborrable del padre, taciturno y solo, en el hogar abandonado.

Los hombres que yo he conocido que vivieron su niñez, aun la más remota, en el destierro, eran casi siempre graves y melancólicos. Acaso por el influjo de sus padres, entristecidos por la lejanía de la patria. Acaso porque la nostalgia de ésta es tan sutil, que prende ya en el espíritu cuando todavía no ha nacido la conciencia. La mujer es menos sensible al destierro; como dijo el poeta, su hogar estará siempre en el pedazo de arena en que asiente su pie; para la mujer la patria es, ante todo, el hogar. Mas, al contrario, para el hombre el hogar es la patria. El destierro es para el varón pena tan grande, que no se concibe cómo los que lo han sufrido alguna vez han podido después descargarla sobre la cabeza de los demás.

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