ENCUÉNTRANOS EN...
Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.
© 2019, Joaquín Barañao
Derechos exclusivos de edición
© 2019, Editorial Planeta Chilena S.A.
Avda. Andrés Bello 2115, 8º piso, Providencia, Santiago de Chile
Ilustración de portada: Mathias Sieldfeld
1ª edición: agosto 2019
Contiene 418 mil caracteres con espacios.
ISBN Edición impresa: 978-956-3606-32-4
ISBN Edición digital: 978-956-360-635-5
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
INTRODUCCIÓN
El catálogo de libros de historia de Chile es como el pasillo de vinos de un supermercado: abundante, atractivo y variado, pero de volumen intoxicante para una sola vida. Ante un repertorio tan vasto, ¿hay motivos para recargar aún más los anaqueles? ¿No sería menos dispendioso desempolvar a quienes dedicaron su vida a estos menesteres?
Este nuevo surco en la periferia del gran arado de la historia justifica su existencia por una dimensión subterránea, siempre prescindible y a veces insignificante: lo freak.
Lo confieso: no comencé a escribir porque visualizara una misión educativa con la cual servir a la sociedad. No. Lo hice porque adoro esto. Hay quienes coleccionan estampillas, hay quienes coleccionan insectos, habemos quienes coleccionamos información. Y, como cualquier coleccionista nato les confirmar á , la pulsión por expandir el inventario —datos insólitos, en mi caso— se vuelve como la gravedad, inevitable y omnipresente. No respeta fines de semana, percola en rincones desatendidos de la agenda y se vuelve una capa paralela, yuxtapuesta a la propia vida.
Dado que esto no surgió para ayudar a nadie más que a mis emisores de dopamina, no tenía por qué existir sustrato pedagógico alguno. Por fortuna —porque no es más que eso— mis inclinaciones resultaron estar alineadas con algo más significativo que yo. Aun cuando no los pesquisara con ese objetivo, a lo largo del proceso he apreciado que lo anecdótico socorre al aprendizaje de la historia.
Todo comienza con el goce de la comprensión.
En el siglo XIX, John Stuart Mill estructuró un catastro de placeres humanos. Incluyó entre ellos esa delectación que se produce en el instante en que nos cae la teja. De haber nacido en Chile, lo habría denominado el placer del alcachofazo. Ejemplo. La albañilería colonial hacía uso de una mezcla que contenía claras de huevo. El caso más conspicuo es, desde luego, el Puente de Cal y Canto. La elaboración era la tarea más fatigosa y, dadas las propiedades adhesivas de la argamasa resultante, se hablaba de “hacer la pega”, una expresión que con el tiempo se instaló como sinónimo de trabajo. No me va a negar que enterarse le desencadenó un, aunque sea modesto, rapto de goce.
Estos microcomponentes de la felicidad operan luego como ganchos de inicio y de persistencia de la lectura. Supongamos que el aporte global de un texto a la comprensión del mundo es igual a C x N. Lo que aporta el contenido en sí es C, un valor teórico, imposible de medir, que varía de lector en lector. Si bien no podemos cuantificarlo, nadie pondrá en duda que el C de la Historia Jeneral de Chile de Diego Barros Arana es gigantesco. Luego, N es la cantidad de lecturas, directas o indirectas. Un texto puede ser magistral, pero si no es estrujado por el público su potencial aporte no se materializa en el mundo real. O bien, puede ser abandonado tras unas pocas páginas porque, aun distinguiendo su portentoso C, son demasiados los estímulos del mundo contemporáneo como para enfocar las pepas en lo que no es capaz de domar nuestra mente potoloca. Puede o no gustarnos que los humanos seamos así, pero el hecho de la causa es que así somos. Por eso en los buses que surcan la ruta 5 verá a tropeles de pasajeros hurgando las últimas novedades de Instagram y a ninguno digiriendo la monumental Historia de Chile de Francisco Encina. Sin embargo, al punzar nuestros centros de placer cognitivo, las curiosidades propenden a que en efecto se lea.
Las pequeñas gemas de la trivia actúan luego como anclas en la memoria. El aprendizaje solo es útil si lo recordamos. O al menos, parte. Lo suficiente para hilvanar nuestras propias conexiones, atar nuestros propios cabos. Por desgracia, lo importante no siempre coincide con lo memorable. Lo que se nos graba a fuego suele ser aquello que resuena en nuestra psiquis particular de Homo sapiens. Psiquis de animal gregario, propenso a reír, a contar y a escuchar relatos ; soberbia para reaccionar ante amenazas inmediatas, paupérrima para responder ante procesos graduales. Por eso se estampa en la retina el bombardeo de La Moneda o la bengala del Cóndor Rojas (que era, por asombrosa coincidencia, marca Cóndor). Y por eso a duras penas retenemos sucesos paulatinos o que carecen de postales poderosas, como el régimen de parlamentos que caracterizó la guerra de Arauco durante el siglo XVIII. Las curiosidades, aun cuando a menudo irrelevantes en sí mismas, son artilugios nemotécnicos para recordar lo que sí es importante. Suerte de portales para localizar neuronas dormidas y zamarrearlas de su soponcio cerebral. Como cuando te revelan una inicial y con ella logras recordar el resto de la palabra.
Considere el caso del cantautor Fernando Ubiergo. A fines de 2008, en su calidad de presidente de la Sociedad Chilena del Derecho de Autor, exponía en Antofagasta sobre el proyecto de ley que modificaba la Ley de propiedad intelectual. Antes de comenzar, Power Point desplegó una mordaz ventanita: “Esta Copia de Microsoft Office no es Original”. Ubiergo mal podría haberlo prevenido. El computador pertenecía a la institución. Aun así, fue tal la incoherencia y el bochorno institucional que no le quedó más alternativa que renunciar. ¿Es esta chimuchina de peso para el devenir nacional? Por supuesto que no, pero la escena configura una paradoja tan indeleble que nos ayuda a recordar lo que sí es relevante: los cambios tectónicos que trajo la economía digital forzaron a una reforma al marco regulatorio a inicios del siglo XXI.