LA LOCURA QUE VIENE DE LAS NINFAS
EL SÍNDROME LOLITA
EL PLATÓ DE LA MENTE
EL GUANTE DE GILDA
JOHN CAGE O EL PLACER DEL VACÍO
SENDEROS TORTUOSOS
KAFKA ENTRE LOS NATURISTAS
KAFKA Y FRAU TSCHISSIK
CONFESIONES BIBLIOGRÁFICAS
LA EDICIÓN COMO GÉNERO LITERARIO
El primer ser sobre la tierra al que Apolo habló fue una ninfa. Se llamaba Telfusa y enseguida engañó al dios. Apolo había atravesado la Beocia procedente de Cálcide. La vasta planicie que más tarde rebosaría de trigo estaba entonces cubierta por una espesa floresta. Tebas no existía. No había caminos ni senderos. Y Apolo buscaba su lugar. Quería fundar en él su culto. Según el himno homérico rechazó más de uno. Después vio un «lugar intacto» (ch Ô ros ap é m o n), dice el himno. Apolo le dirigió la palabra. En el himno el pasaje es brusco: ese lugar es un ser. En sólo dos versos, sin transición, el masculino ch Ô ros se convierte en un ser femenino («Te detuviste cerca de ella y le dirigiste estas palabras»). Aquí, con la máxima rapidez y densidad, se muestra qué es la ninfa en la economía divina de los griegos.
Ap é m o n significa «intacto» en tanto «incólume», «ileso»: se dice de lo que no ha sufrido los p é mata, las «calamidades» que vienen de los dioses y de los hombres. Pero Telfusa vio la llegada de Apolo como una calamidad. Y enseguida, ocultando su ira, lo engaña. Aconseja al dios ir a otro lugar, porque su majestuoso santuario será molestado por el «fragor de las yeguas y las mulas» de la ninfa, que «beben en sus sagradas fuentes». Los visitantes mirarían más a las yeguas que al templo, dice Telfusa con deliciosa, pérfida ironía, y agrega: más adecuado a Apolo es un lugar áspero, escarpado, allá donde las peñas del Parnaso se rompen en una barranca.
Apolo, desconocedor de la situación, sigue el consejo. Descubre el lugar que será Delfos —y su «fuente de hermosas aguas», rodeada por las espiras de una descomunal dragona, que mata «a quienquiera que la encuentre»—. Será en cambio Apolo quien la matará y la dejará pudriéndose al sol. Es ésta su gran hazaña, su gran culpa. Lo primero que se le vino al pensamiento a Apolo, luego de matar a Pitón, fue que la primera «fuente de hermosas aguas» lo había engañado. Volvió sobre sus pasos. Provocó un derrumbe de rocas sobre la fuente de Telfusa para humillar a su corriente. Luego se elevó un altar a sí mismo y le robó a Telfusa hasta su nombre, haciéndose llamar Apolo Telfusio.
Así el himno homérico. Pero observemos algunos detalles. Cuando Apolo llega a Telfusa y cuando llega a Delfos pronuncia palabras idénticas, manifestando su voluntad de fundar en el lugar un oráculo para todos los que viven en el Peloponeso, las islas y «los que habitan Europa»: es éste el primer texto donde Europa es nombrada como entidad geográfica, que aquí aún significa sólo la Grecia del centro y del norte. Además, al igual que en Telfusa, también en Delfos el dios encuentra una «fuente de hermosas aguas», como dice el texto usando la misma fórmula para los dos lugares. Por último: en el himno, Pitón es un ser femenino, como aparece también en otras tradiciones. Todo esto da una impresión, casi óptica, de desdoblamiento, como si un mismo evento se hubiera manifestado dos veces: una vez en el diálogo engañoso y malicioso entre el dios y una ninfa, otra en el silencioso duelo entre el dios-arquero y la dragona enroscada. En el centro, en ambos casos, hay una fuente que brota. Y en las dos ocasiones, se trata de la historia de un poder que es destronado. La ninfa y la dragona son guardianas y depositarías de un conocimiento oracular que Apolo viene ahora a sustraerles. En todas las relaciones entre Apolo y las ninfas —relaciones tortuosas, de atracción, persecución y fuga, felices sólo una vez, cuando Apolo se transformó en lobo durante el coito con la ninfa Cirene— quedará esto sobreentendido: que Apolo fue el primer invasor y usurpador de un saber que no le pertenecía, un saber líquido, fluido, al cual el dios le impondrá su metro.
Pero no sólo en el conocimiento oracular, también en el uso de su arma Apolo es deudor de las ninfas: fueron ellas quienes le enseñaron a tensar el arco. En cuanto a la adivinación, en el Himno a Hermes se alude a ciertos seres femeninos que fueron para él «maestras»: tres mozas aladas, hermanas venerables, con la cabeza espolvoreada con blanca harina, que revolotean sobre el Parnaso nutriéndose de miel. Son llamadas trías y muchos aspectos nos inducen a identificarlas con las tres ninfas del Antro Coricio, en el alto Parnaso. Las trías dicen la verdad si han podido comer miel, pero mienten y remolinan en el aire si no la tienen. Apolo se mostró impaciente por librarse de ellas. Quería borrar toda reminiscencia de los orígenes de su poder soberano. Así, se las regaló a Hermes, don emponzoñado, con palabras que las humillaban, como si las trías representaran las bajas obras de la adivinación y tuvieran que permanecer para siempre, con sus dados y sus guijarros, en un recinto infantil del conocimiento. Hacia Telfusa como hacia las trías, Apolo siguió el mismo impulso: menospreciar, humillar a esos seres femeninos portadores de un conocimiento anterior a él. Así, le quedó un vacío al lado. Y se puede suponer que el lugar que las trías dejaron libre habría de ser, un día, ocupado por las musas. De hecho, cuando habitaban todavía el Helicón, las musas eran justamente tres. Y cuando hablan a Hesíodo, al principio de la Teogonía, se declaran anunciantes tanto de la verdad como de la mentira, exactamente como las trías. Pero callando sobre un detalle, se puede suponer que por intimación de Apolo: la miel. Sin embargo, según Filóstrato, cuando los atenienses se movilizaron para fundar colonias en Jonia, las musas guiaron a la flota bajo la forma de abejas. Y la pitia era llamada «la abeja délfica». Pero Apolo se ve obligado a borrar todo recuerdo de la miel, así como quiso sustituir el segundo templo de Delfos, construido por las propias abejas con cera y plumas, por un templo de bronce. Ahora podría reivindicar sólo para sí mismo el hecho de conocer el pensamiento de Zeus. Esta fue la primera y la más pura mentira de Apolo.
Que Apolo mintió nos ayudan a descubrirlo escoliastas y lexicógrafos, esta legión de espías que nos informan sobre la vida secreta de los dioses. Así, nos enteramos de que, mucho antes de Apolo, había sido la propia serpiente Pitón quien practicaba la mántica en Delfos. Y que, antes de Apolo, ya Dioniso pronunciaba oráculos allí. Finalmente, Plutarco, sacerdote del santuario, nos asegura que la soberanía délfica estaba dividida en partes iguales entre Apolo y Dioniso. Detrás de todos estos acontecimientos se perfilaba un evento oscuro. En espera de que apareciera el «hijo más fuerte que su propio padre» vaticinado por Temis, que lo destronaría, Zeus quiso repartirla soberanía entre dos de sus hijos: Apolo y Dioniso. Y el tipo de conocimiento que les otorgó fue el mismo: la posesión. En la era de la plenitud de Zeus reinaba la metamorfosis como norma habitual de la manifestación. En cambio, en la era ya mellada por la profecía de Temis, la realidad se inmovilizaba, los objetos se fijaban. Ahora la metamorfosis migraría a lo invisible, al reino sellado de la mente. Se convertiría en conocimiento. Y ese conocimiento metamórfico se condensaría en un lugar que era a la vez una fuente, una serpiente y una ninfa. Que estos tres seres fueran tres modalidades en la manifestación de un solo ser es lo que, a través de indicios esparcidos con avaricia en los textos y en las imágenes, se nos ha impuesto por siglos —y aún hoy en día—.
En un apéndice de su imponente estudio sobre el mito deifico, Python, Fontenrose observa que un escritor, el nómada libertino Norman Douglas, había anticipado descubrimientos a los que el propio Fontenrose y otros estudiosos llegarían «después de un arduo trabajo de investigación erudita». Abramos el capítulo «Dragons» de