Roberto Calasso - Cómo ordenar una biblioteca
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- Libro:Cómo ordenar una biblioteca
- Autor:
- Editor:Anagrama
- Genre:
- Año:2021
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Cómo ordenar una biblioteca: resumen, descripción y anotación
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Roberto Calasso (Florencia, 1941) reside en
Milán. Es presidente y director literario de
Adelphi, una de las editoriales de mayor
prestigio internacional. En Anagrama ha
publicado La ruina de Kasch, Las bodas
de Cadmo y Harmonía, Los cuarenta y
nueve escalones, Ka, La literatura y los
dioses, K., Cien cartas a un desconocido,
El rosa Tiepolo, La Folie Baudelaire, El
ardor, La marca del editor, El Cazador
Celeste y La actualidad innombrable.
Cómo ordenar una biblioteca
¿Qué criterio presupone el ordenamiento y
la disposición de los libros? Según Calasso,
quien intenta ordenar su biblioteca debe
reconocer y transformar el mapa mental de
sus preferencias y pasiones, enfrentándose
a sorpresas y sin esperar soluciones claras.
Lejos de decretar un método de
clasificación bibliográfica, el autor ofrece
una visión íntima y personal de la bibliofilia.
Erudito y fascinante, Cómo ordenar una
biblioteca es una lección no solo sobre
cómo ordenar, sino sobre cómo editar,
escribir, comprar, vender y, sobre todo,
leer los libros.
¿Cómo ordenar la propia biblioteca? Es un tema altamente metafísico. Me sorprende que Kant no le haya dedicado un breve tratado. De hecho, ofrece una buena ocasión para indagar en la cuestión capital: ¿qué es el orden? El orden perfecto es imposible, sencillamente porque existe la entropía. Pero sin orden no se puede vivir. Con los libros, como con todo lo demás, es necesario encontrar un término medio entre esas dos afirmaciones.
En lo que se refiere a los libros, el mejor orden no puede sino ser plural, al menos tanto como lo sea la persona que usa esos libros. Debe ser, además, sincrónico y diacrónico a la vez: geológico (por estratos sucesivos), histórico (por fases y caprichos), funcional (en relación con el uso cotidiano en un momento determinado), técnico (alfabético, lingüístico, temático). Está claro que la yuxtaposición de estos criterios tiende a crear un orden por parches, muy cercano al caos. Lo cual puede suscitar, según el momento, alivio o incomodidad. La única regla áurea es la del buen vecino, formulada y aplicada por Aby Warburg, según la cual en la biblioteca perfecta, cuando se busca un determinado libro, se termina por tomar el que está al lado, que se revelará aún más útil que el que buscábamos. He experimentado personalmente la verdad de esta regla durante mi estancia en Londres, hacia mediados de los años sesenta, para escribir mi tesis sobre Los jeroglíficos de Sir Thomas Browne. Dividía mis días entre el British Museum (todavía en la admirable Sala Panizzi, ya inexistente) y el Warburg Institute, a unos diez minutos de distancia. En el Warburg, donde cada lector puede tomar por sí mismo los libros que necesita, no pocas veces me encontré descubriendo esos buenos vecinos.
Si existió alguien en el siglo XX para quien la cuestión del orden de los libros resultó esencial, e incluso obsesiva, ese fue Aby Warburg. En la magnífica sala elíptica de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg de Hamburgo, inaugurada en 1926, cuando la biblioteca era todavía una institución privada, el orden de los libros seguía un criterio sorprendente, cuya fórmula puede ser aforísticamente definida como un intento de reproducir en el espacio la trama del pensamiento del propio Warburg. Este, en una carta a las autoridades de Hamburgo para defender la necesidad de que Ernst Cassirer permaneciera en la ciudad, formuló de modo magistral, en su estilo particular, el carácter de la biblioteca, que debía ser «un nuevo y único lugar psíquico, en el cual las aspiraciones de Cassirer y de la Universidad de Hamburgo tienen una función común: concebir y mostrar las formaciones de imágenes y el orden conceptual en un sentido psicológico-histórico como una oscilación intrínsecamente unitaria entre los dos polos». Solo Aby Warburg podía expresarse de este modo en un documento oficial.
Sin duda Cassirer percibió enseguida lo que significaba esa biblioteca como «lugar psíquico», y dio testimonio a su esposa, Toni: «Después de la primera visita [a la biblioteca], Ernst volvió a casa en un estado de excitación inusual en él y me contó que esa biblioteca era algo único y grandioso, y que el doctor Saxl, que se la había mostrado, daba la impresión de ser un hombre extremadamente singular.» Cassirer le contó también cómo, «después de haber sido guiado a través de las largas estanterías, le había dicho que nunca volvería, porque seguramente se habría perdido en ese laberinto». Obviamente sucedió lo contrario y Cassirer se convirtió, junto con Erwin Panofsky y Edgar Wind, en uno de los habituales del Instituto, además de uno de los primeros autores de sus publicaciones.
A partir de un determinado año, decidí que casi todos los libros que me rodean estuvieran cubiertos con esa especie de papel de seda que se llama pergamino y que todavía hoy es usado por los libreros anticuarios de Francia, donde la mayor parte de los libros son de tapa blanda y por tanto la utilidad del pergamino es más evidente (en los países anglosajones se usan en cambio sobrecubiertas de plástico).
Me han preguntado en varias ocasiones por qué lo hago. El motivo oficial es que el pergamino protege la portada del envejecimiento. Sin embargo, no es ese el punto decisivo, que resulta, en cambio, difícilmente confesable: el pergamino sirve para complicarse la vida con los libros. Su verdadera razón es la de hacer menos legible –o incluso ilegible– lo que está escrito en el lomo. El pergamino hace que sea mucho menos reconocible. Cosa que alivia a quien vive en medio de ellos... y no quiere verse obligado a percibir en todo momento la presencia inminente de un cierto libro. En cambio, prefiere encontrarlo casi al tacto, delicadamente momificado.
Existe un motivo ulterior, aún menos confesable. El pergamino hace mucho más difícil, para el visitante ocasional, detectar los títulos de los libros. Esto frena todo exceso de intimidad. Impide esa incómoda situación en que, al entrar en una habitación, se reconoce rápidamente, incluso solo por el color y la tipografía de los lomos, de qué está hecho el paisaje mental del dueño de casa. Nada más desolador que ciertas entrevistas televisivas con políticos o sindicalistas italianos, grabadas en sus despachos. Son actas de congresos, informes, homenajes, guías, anuarios, quizás la poesía de algún pariente. Nada que esté destinado a ser leído. Y con sobradas razones.
El concepto de colección pertenece a las altas especulaciones editoriales, y en cuanto tal es ignorado por muchos editores, sobre todo en Inglaterra y Estados Unidos, igual que algunos filósofos consideran que la gracia no es una cuestión de su competencia. El resultado es que las editoriales tienden a volverse secuencias de one shot, es decir de libros que solo tienen en común el reconocible estilo de cada art director que haya diseñado su aspecto exterior. El editor puede no aparecer en la portada del libro. Solamente en el lomo se encuentran, al menos, sus iniciales y su marca. Bendita discreción. Sin embargo, en algunos de los grandes países de la edición, como Alemania o Francia, el concepto de colección no ha dejado de existir. En Italia floreció con fuerza a principios de los años treinta y en la posguerra. Cuando, en esa época ya remota, se entraba en ciertas casas en cuya biblioteca destacaba una compacta serie de lomos rojos, se comprendía enseguida que se trataba de Ensayos Einaudi. De lo que se deducía sin esfuerzo que los habitantes de esa casa pertenecían a la izquierda ilustrada –o, por lo menos, a una izquierda más ilustrada que las otras (por ejemplo, la francesa o la alemana)–. Esa izquierda ilustrada era asimismo estrecha de ideas, provista de poderosas anteojeras, incapaz de reconocer su propia subordinación al sistema soviético. Sin embargo, sentía la obligación de mantener, en la forma y en los temas de los libros, un cierto
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