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Roberto Calasso - K.

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ROBERTO CALASSO

K.

Traducción de Edgardo Dobry Anagrama para Katharina I El soberano - photo 1

Traducción de Edgardo Dobry

Anagrama

para Katharina

I. El soberano saturnal

Al principio hay un puente de madera cubierto de nieve. Nieve espesa. K. levanta la vista hacia el «aparente vacío de allí en lo alto», in die scheinbare Leere. Literalmente: «al aparente vacío». K. sabe que en aquel vacío hay algo: el Castillo. Nunca antes lo ha visto y quizás nunca llegará a poner un pie en él.

Kafka intuyó que sólo se nombraban un número míni mo de los elementos del mundo circundante. Una afilada navaja de Occam se hundía en la materia novelesca. Nom brar lo mínimo y en su pura literalidad. ¿Por qué? Porque el mundo volvía a ser una selva primigenia, demasiado carga da de sonidos ignotos y de apariciones. Todo tenía una po tencia enorme. Por eso era necesario limitarse a lo más cer cano, circunscribir el área de lo nombrable. En ese círculo fluiría toda la potencia, dispersa de otro modo. En aquello que se nombra —una taberna, una diligencia, una oficina, una habitación— se concentraría una energía inaudita.

Kafka habla de un mundo anterior a toda separación y denominación. No es un mundo sagrado o divino, ni un mundo abandonado por lo sagrado o lo divino. Es un mundo que debe aún reconocerlos, distinguirlos del resto. O que ya no sabe reconocerlos, distinguirlos del res to. Hay un enlace único, que es sólo potencia. Están com penetrados el bien en su plenitud, pero también el mal en su plenitud. El objeto acerca del cual escribe Kafka es la masa de la potencia, aún no disociada, separada en sus ele mentos. Es el cuerpo informe de Vrtra, que contiene el agua, antes de que Indra lo atraviese con el fulgor.

Lo invisible tiene una burlona tendencia a presentarse como lo visible, casi como si se distinguiese de todo el res to sólo por la vía de circunstancias particulares, como cuando se disipa la niebla. Por eso nos vemos inducidos a tratarlo como lo visible; e inmediatamente somos castigados por ello. Pero la ilusión permanece.

El proceso y El Castillo son historias en las que se trata de concluir una diligencia: deshacerse de un procedimiento penal, confirmar un nombramiento. El punto en torno al cual gira todo es siempre la elección, el misterio de la elec ción, su oscuridad impenetrable. En El Castillo, K. quiere la elección, y esto complica infinitamente todo acto. En El proceso, Josef K. quiere sustraerse a una elección, y esto complica infinitamente todo acto. Ser elegidos, ser condenados: dos modalidades del mismo procedimiento. La re lación de Kafka con el judaismo, tantas veces indagada, en ocasiones con vano encarnizamiento, es perceptible sobre todo en este punto, que señala la diferencia esencial entre el judaismo y aquello que lo rodeaba. Mucho más que el monoteísmo o la ley o la moralidad superior. Después de todo, para cada una de estas características se pueden encontrar antecedentes o contrafiguras egipcias, mesopotámicas, griegas. Mientras que la insistencia sobre la elec ción es sin duda única y fundada sobre una teología de lo único.

El tribunal tiene el poder de castigar. El Castillo, el de elegir. Los dos poderes son peligrosamente parecidos, in cluso coincidentes por momentos. Nadie más que Kafka, por activismo o por vocación, tenía antenas como para percibirlo. Para ningún otro fueron tan familiares esa ad yacencia y esa superposición. Pero no se trataba solamente de una herencia judía. Era cosa de todos y de siempre.

El proceso y El Castillo parten de un presupuesto idén tico: que la elección y la condena casi no se distinguen. Este casi es el motivo por el que las novelas son dos y no sólo una. El elegido y el condenado son los escogidos, aquellos que son separados de entre la multitud, de entre todos. Este aislamiento es el origen de la angustia que los constriñe, cualquiera que sea su suerte.

La diferencia principal radica en esto: la condena es siempre cierta, la elección siempre incierta. Unos desconocidos se presentan en la habitación de Josef K., devoran su desayuno y le notifican que se ha abierto un procedimien to penal en su contra. El procedimiento es, ya en sí mismo, una condena. Nada puede ser más ineluctable que aquella irrupción delante de testigos. En cambio una duda subsiste en K.: ¿le ha llegado alguna vez el nombramiento de los agrimensores? ¿Fue llamado K. o sólo quiso ser llamado? ¿Es el legítimo titular de un encargo, por modesto que sea, o es un fanfarrón que se hace pasar por algo que en reali dad no es? K. se muestra escurridizo acerca de este punto, a pesar de su habilidad y tenacidad en el análisis. No queda del todo claro lo que sucedió antes del «largo, difícil viaje» que lo condujo hacia el Castillo. ¿Recibió una convocato ria, o bien emprendió el viaje precisamente para obtenerla? No hay modo de saberlo con certeza. En cambio, existen muchas maneras de agravar y exasperar la incertidumbre.

Así habla el alcalde de la aldea a K.: «Usted, según dice, ha sido contratado como agrimensor, pero por des gracia no necesitamos ningún agrimensor.» La crueldad no está en la conclusión de la frase, sino en ese hiriente «según dice». Las autoridades del Castillo nunca admitirán otra cosa, dejando abierta hasta el final la posibilidad de que la convicción de K. no sea más que un delirio o senci llamente una impostura.

Sólo una cosa sabemos con seguridad, como agrega el alcalde, que de todas formas precisa que él no es «suficien temente funcionario», y por eso no está a la altura de tales cuestiones, porque «soy campesino y lo seguiré siendo». Ésta es la cuestión: un lejano día emanó un decreto que ordenaba nombrar un agrimensor. Pero aquel remoto de creto, que el alcalde habría olvidado sin más si la enfermedad no le hubiese ofrecido la ocasión de «reflexionar sobre las cosas más nimias», no podía de ninguna manera atañer a la persona de K. Como todos los decretos, flotaba por encima de cosas y de personas, sin indicar a quién ni cuándo sería aplicado. Desde entonces aquel decreto yace entre los papeles apilados en el armario de la habita ción del alcalde. Sepultado en aquel lugar íntimo e in apropiado, no ha perdido sin embargo su energía irradian te. Pero el tormento de la incertidumbre no termina nun ca. Por una parte el alcalde sigue hablando con K., dando por sentado que K. no carece de razones para interrogarlo. Por otra parte nunca llega a reconocer la legitimidad de las pretensiones de K., y sabemos por lo menos desde Hegel que lo único esencial para el animal humano es el recono cimiento. Así continúa el alcalde: «También su contra tación fue bien meditada (...) y sólo circunstancias accesorias confunden las cosas.» La contratación de K. fue segu ramente objeto de reflexión por parte de la autoridad. Pero ¿cuál fue la conclusión? ¿Fue realmente convo cado K.? El alcalde se guarda muy bien de aclarar este punto.

Un grado ulterior del tormento se muestra cuando el alcalde —al reconstruir la compleja peripecia del decreto para nombrar un agrimensor y la falta de respuesta que éste había recibido por parte de la aldea a través del propio alcalde (falta de respuesta testimoniada, según esa misma reconstrucción, por un «sobre vacío» escondido en alguna parte)— deja entender que a veces, precisamente «cuando una circunstancia ha sido considerada largo tiempo», pue de llegar a suceder que ésta se resuelva de modo «fulmi nante», «como si el aparato de la autoridad no tolerase por más tiempo la tensión», la dilatada exacerbación de la cuestión irresuelta, y por eso procediera a liquidarla adop tando una decisión «sin la ayuda de los funcionarios». Subsiste por tanto tal posibilidad, y el propio alcalde lo admite. Pero ¿es ésta la situación en el caso de K.? En este punto, una vez más, el alcalde se niega a conceder garan tías: «Ignoro si una decisión tal ha sido adoptada en su caso; hay elementos a favor y otros en contra.»

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