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Norman Stone - Breve historia de la primera guerra mundial

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Norman Stone Breve historia de la primera guerra mundial
  • Libro:
    Breve historia de la primera guerra mundial
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  • Año:
    2013
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Breve historia de la primera guerra mundial: resumen, descripción y anotación

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La primera guerra mundial resultó un conflicto desconcertante para sus protagonistas y lo sigue siendo en buena medida para los historiadores.
Lo que debía ser un guerra con botines imperiales y enfrentamientos relámpago, se convirtió en una carnicería sin sentido, con millones de hombres exterminados mediante una atroz meca nización bélica.
La mayoría de los estados implicados acabaron arruinados, e incluso los nominalmente ganadores se vieron irreparablemente afectados.
El botín se demostró infame y el recuento final de víctimas terrible, aun en comparación con las cifras de veinte años después.
Este magnífico libro propone una concisa, clara y audaz aproximación a un acontecimiento histórico esencial para entender el siglo XX.

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Índice

Introducción

En 1900, Occidente, o más exactamente la región noroccidental de Europa, parecía tenerlo todo de su parte, como si hubiera descubierto la fórmula para acabar con la Historia. Las maravillas tecnológicas se sucedían y la generación de mediados del siglo XIX , a la que pertenecían la mayoría de generales que lucharon en la primera guerra mundial, vivió el mayor «salto cuántico» de la historia: dieron sus primeros pasos entre caballos y carromatos y acabaron, allá por 1900, rodeados por teléfonos, aviones y automóviles. Otras civilizaciones se encontraban en un callejón sin salida, y buena parte del planeta estaba sometido a imperios occidentales. China, el más antiguo de todos, empezaba a venirse abajo y en la India británica, alguien con tantas luces como el virrey lord Curzon proclamó en 1904 que los británicos debían gobernar como si fueran a permanecer ahí «para siempre».

Existe un famoso libro alemán titulado Krieg der Illusionen [Guerra de ilusiones]; la ilusión imperial era una de tantas. En el plazo de diez años, una gran parte del Imperio británico se convirtió en millones de acres de tierras arruinadas. Algunos de aquellos territorios eran ingobernables; otros no se merecían siquiera emprender semejante esfuerzo. Treinta años más tarde, los británicos abandonaron también la India y Palestina.

Todos los gobiernos que declararon la guerra estaban convencidos de que actuaban en defensa de los intereses nacionales. Sin embargo, lo que realmente ocupaba sus pensamientos era la idea imperial. En 1914, el último de los grandes imperios no europeos, la Turquía otomana, que, en teoría (muy en teoría, convendría decir), iba desde Marruecos, en la costa atlántica de África, hasta el Cáucaso, pasando por Egipto, se estaba desintegrando. Ya entonces el petróleo era un recurso importante: en 1912, la marina británica se lanzó a por él, en sustitución del carbón. La importancia de los Balcanes radicaba en que se encontraban literalmente en la ruta que conducía a Constantinopla (o Konstantiniye, según el nombre que los otomanos le daban a la sazón). Casualidades de la vida, he escrito una parte de este libro en una habitación con vistas al Bósforo, surcado día y noche por un denso tráfico, desde petroleros hasta barcos pesqueros. Como ya sucediera en 1914, de este estrecho depende Eurasia.

Resulta irónico que la única creación duradera de los tratados de paz de posguerra, excepción hecha tal vez de Irlanda, haya sido la Turquía moderna. En 1919, las potencias intentaron dividir el país sirviéndose en parte de aliados locales, como los griegos o los armenios. En una demostración notable de épica, y para sorpresa de muchos, los turcos resistieron y recuperaron en 1923 su independencia. El proceso de modernización –u «occidentalización», como corresponde llamarlo– no ha sido sencillo, aunque no por ello menos extraordinario. El azar me trajo a esta zona en 1995, con motivo de una conferencia sobre los Balcanes, y aquí me he quedado. Quiero agradecer el apoyo que me ha brindado el profesor Ali Dogramaci, rector de la universidad Bilkent, la primera universidad privada en lo que podríamos denominar «el espacio europeo». El éxito de esta empresa queda de manifiesto en las muchas instituciones posteriores que han copiado ese modelo. He encontrado en Turquía una gran amabilidad, y no me cuesta ver a qué se refería el viejo pachá Von der Goltz, el oficial alemán de más edad que participó en la primera guerra mundial, cuando escribió, al hablar de sus más de dos décadas de vivencias, que «ante mí se abre un nuevo horizonte, y cada día aprendo algo nuevo». Sirva el profesor Dogramaci como transmisor de la gratitud que extiendo a todo el mundo.

Algunos amigos y colegas merecen, sin embargo, ser citados por separado. Los profesores Ali Karaosmanoglu y Duygu Sezer fueron de gran ayuda desde el primer día, y no quiero pasar por alto la contribución, sobre todo, de Ayse Artun, Hasan Ali Karasar y Sean McMeekin, de Sergei Podbolotov –este último en lo tocante a las relaciones entre Rusia y Turquía–, y de Evgenia y Hasan Ünal, que me descubrieron la historia del Levante. Rupert Stone, el lector ideal, leyó el manuscrito e hizo unos comentarios de lo más pertinentes. Mis ayudantes, Cagri Kaya y Baran Turkmen, otro lector ideal, se han ocupado de las tareas administrativas, han aprendido ruso y me enseñaron a manejar las máquinas de escribir.

U NA NOTA SOBRE LOS NOMBRES PROPIOS

Autor y lectores tienen preocupaciones más importantes, en la primera guerra mundial, que la coherencia total a propósito de los nombres de unos lugares que han cambiado con frecuencia. Me he decantado por utilizar las denominaciones históricas en aquellos casos en los que no son fósiles: es mucho más lógico emplear «Caporetto» que la denominación moderna (eslovena), «Kobarid». «Constantinopla», sin embargo, es un nombre hoy ya obsoleto. He abreviado en muchos momentos «Austria-Hungría» por «Austria». Comoquiera que es imposible llegar siempre a la decisión correcta en estos aspectos, pongámonos en manos de la conveniencia.

Capítulo 1
El estallido

El primer tratado diplomático recogido por unas cámaras tuvo como escenario la ciudad de Brest-Litovsk, en la Rusia blanca, y se rubricó al amanecer del 9 de febrero de 1918. Las negociaciones previas habían sido surrealistas. Por un lado, en el vestíbulo de la casa solariega que, tiempo atrás, había sido la sede del club de oficiales rusos estaban los representantes de Alemania y de sus aliados: el príncipe Leopoldo de Baviera, cuñado del emperador austriaco y ataviado con el uniforme de mariscal de campo, diversos aristócratas centroeuropeos, recostados en actitud condescendiente y vestidos de etiqueta, un pachá turco y un coronel búlgaro; por el otro, los representantes de un nuevo Estado que, poco después, adoptaría el nombre de Federación Socialista Rusa de Repúblicas Soviéticas: un grupo de intelectuales judíos y demás personajes, como una tal madame Bitsenko, que recientemente había salido en libertad desde Siberia, donde había estado recluida por el asesinato de un gobernador general, un «delegado del campesinado» recogido de las calles de la capital rusa a última hora para convertirlo en un bello adorno (como es lógico, dicho sujeto bebía), y algunos rusos pertenecientes al viejo orden, como un almirante y varios miembros del Estado Mayor, cuya presencia en la delegación obedecía a que estaban familiarizados con los aspectos técnicos del fin de una guerra y de la evacuación del frente (uno de ellos destacaba por su humor negro, y escribió un diario). Ahí estaban, posando para las cámaras. Por fin había llegado la paz. Durante casi cuatro años habían librado la primera guerra mundial, que se había cobrado millones de víctimas y había destruido una civilización europea que, antes del estallido de la contienda en 1914, había sido la obra de la que el planeta estaba más orgulloso. La guerra se había llevado por delante la Rusia zarista. Los bolcheviques habían desencadenado la revolución que les permitió llegar al poder en noviembre de 1917 y habían prometido la paz. Ahora, en Brest-Litovsk, la habían conseguido, aunque al compás que marcaban los alemanes.

El redactado del tratado de Brest-Litovsk era un ejemplo de inteligencia. Los alemanes no se apoderaron de muchos territorios. En su lugar, estipularon que los pueblos de la Rusia occidental y del Cáucaso podían declarar su independencia. Todo aquello propició unas fronteras sorprendentemente similares a las de la actualidad y el nacimiento, aunque de un modo algo impreciso, de los Estados bálticos, incluida Finlandia, y de los del Cáucaso. El mayor de todos, que iba desde Europa Central hasta prácticamente el Volga, era Ucrania, con una población de cuarenta millones y tres cuartas partes de las existencias de carbón y de hierro del Imperio ruso. Con sus delegados, licenciados universitarios vestidos con unos trajes mal cortados y algún que otro banquero oportunista que no hablaba ucraniano y que, como solía decir Flaubert de tipos como aquél, habría pagado para que alguien se lo quedara, rubricaron los alemanes el tratado que las cámaras inmortalizaron el 9 de febrero. Unos días más tarde, el 3 de marzo, hicieron lo propio con los bolcheviques. Con Ucrania, Rusia deviene una suerte de Estados Unidos; sin ella, es Canadá: un paisaje dominado por la nieve. Todos los estados que nacieron gracias al tratado de Brest-Litovsk reaparecerían tras el hundimiento de la Unión Soviética. En 1918, sin embargo, eran satélites alemanes. El duque de Urach se convirtió en el «Gran Príncipe Mindaugas II» de Lituania, y el príncipe de Hesse se preparaba para tomar las riendas de Finlandia. Hoy, Alemania sigue ostentando un papel de primer orden en esos países, pero con una gran diferencia: a la sazón, aspiraba a crear un imperio mundial; hoy, aliada al resto de países de Occidente, ha aparcado esas ambiciones y el problema estriba ahora en hacer que participe activamente en los asuntos mundiales. Hoy, la lengua franca es el inglés y no el alemán, que, en 1918, todos debían hablar. La Europa moderna es Brest-Litovsk con un rostro humano, aunque fuera necesaria una segunda guerra mundial y la ocupación angloamericana de Alemania para llegar a esta situación.

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