Pío Moa - Los personajes de la República vistos por ellos mismos
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En los últimos años se ha creado una imagen idílica, pero un tanto de cartón piedra, de la II República. El caso de Azaña es particularmente revelador. Sometido a una especie de beatificación laica, que difícilmente le hubiera agradado, la publicación de sus diarios en México provocó un embarazoso silencio, porque derrumbaban una cierta mitología republicana. No obstante, los viejos tópicos han revivido a fuerza de silenciar testimonios o de someterlos a malabarismos interpretativos. Este libro, al basarse en gran medida en el contraste de los testimonios de los dirigentes republicanos, ofrece un panorama muy distinto, ciertamente mucho más lleno de vida y de interés, y desde luego más veraz.
El libro trata de mostrar cómo aquellos dirigentes afrontaron los retos de la época y a sus rivales políticos, con qué ideas y cálculos, de lo cual nadie nos informará mejor que ellos mismos. El resultado es fascinante y a menudo concluyente para clarificar esta época tormentosa de nuestra historia, en el camino hacia la guerra civil
Pío Moa
vistos por ellos mismos
Trilogía La Guerra Civil Española - 2
ePub r1.2
Titivillus 05.11.16
Título original: Los personajes de la República vistos por ellos mismos
Pío Moa, 2000
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
En memoria de Antonio Antelo y de Luis Lavaur
Largo Caballero, el histórico líder que marcaría los destinos del PSOE en los años 30, hizo una observación, con agudeza no muy materialista, sobre las querellas entre republicanos: «en esta lucha no jugaban exclusivamente los motivos políticos, sino también los personales, que no eran los menos importantes. Los señores Alcalá-Zamora y Azaña se odiaban cordialmente (…) Los pueblos son frecuentemente víctimas de esas debilidades de los políticos que los gobiernan». Pero ¿en qué proporción entran en la historia los motivos políticos y los personales? No hay manera de saberlo. Ambos se mezclan de modo inextricable sin que, no obstante, pierdan su peculiaridad. En todo caso el encono y desprecio entre los dirigentes republicanos componen el argumento de una auténtica tragedia personal y política, y trazan una de las líneas de fractura del régimen.
¿Por qué fracasó la II República? Si preguntamos a un estudiante universitario, dirá probablemente que aquélla fue socavada desde el principio, y finalmente asaltada y derrotada, por la reacción derechista, fascista o antidemocrática. La idea se complementaría, en Cataluña o el País Vasco, con la de que estas comunidades, como tales, habrían sido «vencidas» por la reacción fascista española. En tal sentido no podría hablarse de fracaso, sino de aplastamiento por fuerzas superiores y ajenas al régimen. Este esquema ha calado ampliamente porque, durante años, lo han promovido a través de la televisión, la enseñanza, etc., grupos políticos que extraían de esa versión una forma de legitimidad, por más que la actual democracia española deba, evidentemente, muy poco a la II República.
En Los orígenes de la guerra civil española creo haber mostrado la incoherencia lógica de esa versión y su inadecuación con los hechos. Dada la relación de fuerzas políticas en los años 30, la estabilidad del régimen descansaba en dos grandes partidos no propiamente republicanos: la CEDA y el PSOE. Al decidirse este último por una política revolucionaria, la guerra civil se hizo inevitable ya en 1934. Y al no haber rectificación posterior, el régimen tenía que derrumbarse forzosamente. La guerra comenzó en octubre de aquel año para continuar en 1936, tras un período de falsa calma en que todas las tensiones se agravaron. Un segundo tomo, El derrumbe de la República y del Frente Popular, debe completar a Los orígenes, estudiando los procesos que nacieron de la revolución del 34 y provocaron la reanudación de la contienda.
Pero antes de sacar a la luz el segundo estudio me ha parecido conveniente publicar este otro, en que el mismo tema, es decir, el fracaso de la república, se aborda siguiendo la citada «línea de fractura»: las actitudes, decisiones y traumáticas relaciones de los republicanos burgueses, en especial entre los tres principales, Azaña, Alcalá-Zamora y Lerroux. Tal línea de fractura explica la incapacidad del régimen para resistir las presiones demoledoras, principalmente revolucionarias. Este enfoque, a partir de los personajes, ofrece unos perfiles peculiares. De modo similar a como una montaña parece distinta según el ángulo desde el que se la mira, los hechos históricos ofrecen imágenes diversas según se los enfoque, pero entre ellas ha de haber complementariedad y no contradicción, si han de ser veraces.
Así, la visión hoy más popular de la república tiene mucho de espejismo, y no proviene de un enfoque diferente, pero igualmente válido, de la «montaña», sino de una reconstrucción mutilada e ilógica. Hubo, realmente, un fracaso y no un simple aplastamiento por fuerzas externas. Es decir, la república fue vencida desde dentro, o más propiamente, se hizo inviable en primer lugar por las ideas, actitudes y acciones de sus líderes, que la incapacitaron para hacer frente a los desafíos de la época.
Desde luego, en ningún país es la política un ejercicio suave y amistoso, pero en la II República los odios alcanzaron una intensidad tal que llevó a sus líderes a destruirse entre sí y, en el proceso, a degradar y desintegrar al propio sistema, de cuyo final derrumbe fueron esos odios un factor esencial, aunque claro está que no el único. El daño, además, se multiplicó a causa de la débil institucionalización del régimen. Una misma maniobra política surte efectos distintos en un sistema dotado de tradiciones sólidas, reglas del juego comúnmente aceptadas e instituciones firmes, que en otro en el que nada de eso existe o existe en precario. La república se proclamó a sí misma una revolución, lo que entrañaba la destrucción de las anteriores normas e instituciones, para alzar sobre sus ruinas unas nuevas. Llegada con todas las bendiciones históricas posibles, el intento parecía razonablemente viable si se le daba tiempo y estabilidad. Ortega, por ejemplo, previo un período de bandazos a derecha e izquierda, pero esperaba que luego la vida política se centraría. En la práctica los bandazos cobraron más y más violencia, hasta desembocar, de manera bastante lógica, en la guerra.
Esto no era de esperar. La república advino prácticamente sin oposición, pues los monárquicos se apresuraron a entregar el poder y casi urgir a que lo tomasen los republicanos. Entre éstos, en principio bien avenidos, Azaña representaba la izquierda jacobina, Lerroux el centro moderado y Alcalá-Zamora la derecha conservadora. Los grupos monárquicos eran mínimos y desprestigiados, y la derecha no republicana permaneció débil durante los dos primeros años. Los socialistas y los nacionalistas catalanes de izquierda cooperaban con el nuevo régimen, a cuya instauración ayudaron incluso los anarquistas. Así, puede decirse que la república integraba a casi toda la nación, o podía llegar a hacerlo si lograba establecer entre esas fuerzas unas reglas del juego aceptables. Como sabemos, ocurrió lo contrario.
Los rencores e intrigas entre los republicanos culminaron en tres sucesivos ataques mutuos y a fondo. Después de la revolución de octubre del 34, Alcalá-Zamora y, sobre todo, Lerroux intentaron destruir la carrera política de Azaña, a ser posible con una sentencia firme de presidio. Fallido el intento, Azaña «resucitó» con renovados bríos y ansias de desquite: el segundo acto, la intriga del
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