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Francisco Reyero - Sinatra: nunca volveré a ese maldito país

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Francisco Reyero Sinatra: nunca volveré a ese maldito país
  • Libro:
    Sinatra: nunca volveré a ese maldito país
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    2015
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Sinatra: nunca volveré a ese maldito país: resumen, descripción y anotación

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Siguiendo el rastro de Ava Gardner, Sinatra estuvo en España repetidamente entre 1950 y 1964, conociendo de cerca un «maldito país» que se abría al turismo y a los intereses norteamericanos. El establecimiento de las relaciones diplomáticas que propician los rodajes de Hollywood, la censura, las juergas, la carestía o la picaresca desfilan por estas páginas que ofrecen la crónica de los viajes de un mito y de toda una época de la vida española.

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FE DE ERRORES

«Los periodistas nos dejamos llevar por la imaginación

y a veces creemos que con dos vértebras

se reconstruye un diplodocus»

(DE FONTAINE)

SINATRA: SWING, SUDOR, SEDUCCIÓN, SEXO Y SOLEDAD

UNA SEMBLANZA PARA SITUAR LA ACCIÓN

Frank Sinatra, coherentemente, murió un poco antes de que se acabara el siglo XX. Se fue en la alta primavera de 1998. Aunque desde unos tres años antes ya era un recluso virtual en manos de Bárbara, su última esposa. Estaba muy ensombrecido por la senilidad y el latido espasmódico de su corazón; con sus hijos criticando a la gobernanta y ella trotando la noche como durante tantos años lo hizo él. Había trasegado, había establecido la diferencia entre vivir y no vivir y la edad lo acorralaba.

Peter Bogdanovich cuenta que Jerry Lewis telefoneaba semanalmente a su amigo, ya en las últimas, y esperaba pacientemente a que pudiera acercarse al auricular. «¿Qué tal, judío?», era el saludo del cantante al caricato. Este, tan extraordinario, le mandó un cheque de 25,50 dólares para que pudieran comprarse algo especial, «para él y para Bárbara». Ella quería que Frank le firmase el talón para ir a cobrarlo; Sinatra encargó enmarcarlo y lo colgó en una pared. Por los viejos tiempos.

Una vez que muera Sinatra, habían anticipado un par de críticos musicales americanos, habrá muerto el siglo XX, «diga lo que diga el calendario». La noche del 14 de mayo de 1998, el Empire State Building tornó toda su iluminación en azul para recordarlo.

Fue la centuria de su tonada, entre ensoñaciones, conquistas y despertares violentos y fue al principio de su tiempo, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, cuando los Estados Unidos se tomaron unas confianzas mundiales. Empezaron susurrando canciones melódicas al oído del planeta y contando historias de happy-end en las pantallas de todos los barrios. Fue esa, y sigue siendo, una conquista espiritual y mercantil bajo los narcotizantes del technicolor y del estéreo.

Las canciones y las películas derretían por igual a los señoritos y a las porteras. No había sospechas de que eso fuera un negocio del big money, sino que el Altísimo había enviado una constelación de misioneros y misioneras del celuloide y la música popular, esforzados en hacer la existencia más agradable. A la hora convenida, la España de Franco también fue conquistada por el imperio irresistible.

Aquí, y en el resto del planeta, se aparecieron las estrellas enviadas desde la gran factoría norteamericana. Sinatra es algo más que una estrella porque resulta imposible explicar la América de los sentimientos sin él.

Francisco Alberto llegó mudo el 12 de diciembre de 1915 y su abuela tuvo que sacudirle con una ducha de agua fría para meterlo en la vida. Su madre se desangraba en la cama. El médico lo dejó herrado con los fórceps: era un cuerpecito escuálido, contrahecho y, ya por su mala postura o por la torpeza del ginecólogo, con cicatrices hondas en el rostro.

Hoboken es ese enclave portuario de Nueva Jersey que compite estérilmente por asaltar un costado del Hudson para llegar hasta Manhattan. Sigue estando a una lámina de distancia, pero hoy hay metros y ferrys regulares que acercan los dos mundos. Entonces, Manhattan era una luz cegadora al otro lado del río vista desde un pueblo que anochecía con las rutinas intactas.

La casa familiar de los Sinatra, allí donde nació el hijo único, en Monroe Street, fue derribada hace mucho. En el terreno, si nadie ha puesto estos últimos meses un jardín o un museo, hay un pequeño aparcamiento para tres vehículos europeos o dos americanos. El espacio está separado de la acera por una cadena y un felpudo negro gastado que lleva la efigie del tío Oscar con una leyenda de recurso: «From here to eternity». De aquí, del vecindario, a la eternidad. En este trazado de calles hay un paseo nostálgico patrocinado por el Ayuntamiento: los lugares donde él estudió, los viejos billares donde se escondía, los hornos propiedad de inmigrantes italianos que traen olor a pan…

En la biblioteca municipal tienen guardada bajo llave una copia de su partida de nacimiento. Pero en Hoboken no está Sinatra, salvo en algunos de sus vecinos, como el loco de Mark Lepore, que tiene una pastelería, una madre tronada y un arcón de recuerdos. De todas formas, Sinatra no es una nostalgia, es una canción sonando en cualquier coche, en una avenida, en la radio, en un ordenador, con toda la orquesta y ese swing metido en un auricular. Las canciones de Sinatra hacen imaginar un ambiente que ni por edad ni por país hemos vivido y las enriquecemos con nuestro estado de ánimo, con nuestros días, sabiendo de su perfección emotiva.

Sin estudios, sin vocación profesional definida, enganchado a los anhelos que le provocaba la escucha de la música ligera, Frankie estuvo educado en un matriarcado a la italiana, con un padre calzonazos siempre; bombero y barman, en horas de trabajo. Marty llegó al puesto de bomberos después de que Dolly, su señora, ejerciera un poderío de barrio esforzándose en conseguir fondos para campañas políticas del Partido Demócrata. Luego, ella reclamó un trabajo adecuado para su amorcito.

A los quince años, la voz de Frank iba abriéndose paso. Los programas norteamericanos de radio local incluían a grupos de música vocal, a inquietos adolescentes blancos bajo la égida de Bing Crosby. Sinatra cruzó el Hudson, que era cruzar un continente, y se plantó en el escenario de la Academia de la Música. «No creo que el mundo necesite a otro Bing Crosby», se dijo. En el final de sus días no recordaba ni cuándo ni cómo empezó todo, pero sí que le pagaban con un par de cajetillas de tabaco y un sándwich.

Con los Hoboken Four, su grupito, destacó en el concurso radiofónico de la Major Bowes Amateur Hour. Lo ganó. Después pudo lograr un sueldo de camarero-cantante, sirviendo cafés y canciones en una roadhouse llamada The Rustic Cabin, en la ruta 9W. Allí lo descubrió la mujer de Harry James, al mando de una big band que atravesaba los estados de Norte a Sur, amenizando a matrimonios y también a enamorados. Con aquellos músicos creció mordiendo. Después lo contrató Tommy Dorsey, trombonista astuto. La de Dorsey fue la mejor de las orquestas en un tiempo en que los cantantes eran solo vocalistas, como otro instrumento más pero de carne y hueso: un solo y luego al rincón.

Sinatra se emancipó y en 1942 consiguió un estudio para grabar un disco con cuatro canciones: «Night and day», «The lamplighter’s serenade», «The song is you» y «The night we called it a day». Ahí puso su nombre para comenzar una era. De aquel veinteañero enjuto, un trapo mojado, Harry Meyerson, que era asistente de producción de la Columbia, dijo que era diferente del resto: todos los demás lamían la mano de los productores y hacían la rosca hasta que les surgía una oportunidad; entonces mostraban sus caracteres, altivos, arrogantes. Él no, él nunca fue humilde, desde el principio. «Puedo cantar mejor que cualquiera de estos hijos de puta».

Siempre se nos figuró con algo de El Gran Gatsby, escribiendo, adolescente, en un diario resoluciones de tipo general («No fumar ni mascar chicle. Bañarme días alternos. Leer un libro o una revista buena cada semana. Ahorrar 5 (tachado) 3 dólares a la semana. Ser mejor con mis padres») y luego saliendo diariamente a la calle como a una reyerta.

Debutó en el Teatro Paramount de Broadway, 3600 butacas, la víspera de fin de año de 1942. Fue anunciado como «extra added atraction», un complemento, una guarnición en el plato. Benny Goodman no se esforzó en la presentación: «And now Frank Sinatra». Después, sumó semanas consecutivas de apariciones y empezaron a contratarlo de otros teatros y casinos. Subió el caché y una legión de mozas en calcetines blancos y faldas de tablilla, the bobbysoxers, comenzó a hacer cola para verlo.

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