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Gustavo Mayares - Crónica de un amor maldito

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Gustavo Mayares Crónica de un amor maldito
  • Libro:
    Crónica de un amor maldito
  • Autor:
  • Editor:
    Zona Literatura
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  • Año:
    2015
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Crónica de un amor maldito: resumen, descripción y anotación

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CRÓNICA DE UN AMOR MALDITO

Novela

Gustavo H. Mayares

ZonaLiteratura.com

Para Estela, sin cuyo amor y comprensión (paciencia incluida) hubiera sido imposible. "Lamentablemente, la vida no está estructurada como una buena novela anticuada. Sobreviene el fin cuando aquellos que están destinados a desaparecer desaparecen. Todo lo que queda es la memoria. Pero hasta un nihilista tiene memoria"

T. S. GARP

PRIMERA PARTE

"Sólo un trago. Para brindar. A la salud de un corazón partido"

RAYMOND CHANDLER

Capítulo 1

UNA CIUDAD DE MIERDA

C omo a las diez y pico salí a la calle. El cielo estaba despejado, la noche era cristalina y las estrellas se distinguían nítidamente contra el oscuro manto del abismo universal. La Luna, en su cenit, brillaba intensamente, como brasa del sol, tendiendo una lámina plateada que se extendía sobre el barrio, las casas y edificios de no más de tres plantas.

Sin embargo, en medio de ese idilio de poeta decadente, mi alma palpitaba como una bomba de tiempo al borde del estallido. La sentía golpear en las costillas, si es que por allí se encuentra. Incontenible, morbosa, casi desgranándose, pero potente y filosa, aserrada como un Tramontina. Hambrienta, al borde de la locura. Hasta podía escucharla: Gustavo, gritaba, es hora de salir de toda esta pudrición y concentrarse en lo que realmente vale la pena... Lo que para mí, a esa hora de la noche y de mi vida, no era más que un galimatías que cierto dolor convertía en gramática indescifrable. ¿Qué carajo quería decir con eso de lo que realmente vale la pena... ? Ni yo ni ella lo sabíamos, pero mi alma lo chillaba como caballo desbocado. La contuve, no obstante, y seguí por la vereda de baldosas grises casi negras, esquivando las roturas que el paso del tiempo y la decadencia habían abierto.

Este es un pueblo chato, en sus construcciones y en sus aspiraciones, y su gente es mojigata y mediocre como la que más. En realidad –y en términos generales–, carece de aspiraciones, y cuando las tuvo se vieron frustradas aún sin haberse formulado. Típico de la conciencia pueblerina que se resiste moralmente a trascender. Una condena, me dije, como la que debe sufrir quien ha nacido con una tara cerebral incorregible y aún teniendo conciencia de ello, subsiste y avanza –por decirlo así– con su cruz a cuestas. No hay justicia en ello, pero ocurre, y la verdad, los hechos, son de por sí maravillosos y al mismo tiempo patéticos. Hasta cuando se trata de una macabra broma del destino, convirtiendo a tu primer hijo en un monstruo impresentable que merece más el zoo que un hogar normalmente constituido.

Y de noche, además, Hurlingham es una ciudad de mierda, suburbana, peligrosa y sucia. Los automóviles cruzan raudamente las esquinas aunque el semáforo esté en rojo, y los peatones van habitualmente a contra mano. Nadie mira al que tiene al lado ni al que viene de frente; te llevan por delante con la facilidad de los autitos chocadores en los parques de diversiones.

Al doblar la próxima esquina, con suerte, puede esperarte el asesino.

Pero tuve necesidad de despejarme, de salir a respirar un poco de aire fresco, si bien el oxígeno ciudadano es infeccioso y hediondo como el escape de un auto descompuesto y, al inspirarlo, uno siente que ha metido la nariz en él. De todos modos, traté de sentirme mejor; de verdad lo intenté.

Hasta pocos minutos antes, el recuerdo –subrepticio, traicionero– de mi abuelo me había deprimido hondamente, como una losa a mis espadas. ¿Por qué? Me entristecía pensar en él como me entristecía pensar en el resto de mi familia; pero don Jorge había sido alguien en mi vida, un alguien truncado que el cáncer se llevó sin que ni él ni yo pudiésemos asimilarlo. La muerte es en verdad un misterio... Y no quería pensar más en ellos: ni en mi abuelo ni en la muerte, por lo menos en la que me tiene de alguna forma como protagonista.

Una losa.

Los haces de los faros y los intermitentes carteles de neón me entretuvieron mientras andaba por Vergara, luego de hacer las pocas cuadras que me separan del centro. Me detuve sucesivamente frente a los escaparates de varios comercios: artículos de regalo, botellas de vino y licores finos, instrumentos de caza y pesca, artefactos eléctricos y prendas femeninas pasaron ante mis ojos con el mismo esplendor de objetos inalcanzables. Sólo compré un paquete de Parissiennes y una lata de cerveza en el primer kiosco abierto que encontré. Prendí un cigarrillo y di un largo sorbo a la cerveza, que sabía deliciosamente helada.

Terminé por aburrirme. Al pasar por la vereda de Blockbuster, ya sobre Jauretche, me asomé a las fotografías que recorrían unas cuantas escenas de películas, entre ellas 'Blade runner' , versión original y definitiva del director, según rezaba la leyenda sobreimpresa en el afiche. Había visto el filme por TV y, de acuerdo a las críticas periodísticas, esta versión definitiva no se diferenciaba demasiado de la televisada; es más, se suponía que la versión nueva –original– era más densa, menos activa, que la distribuida años atrás.

Pero Los Ángeles quedaba aquí mismo, en esta ciudad eternamente oscura, húmeda y riesgosa. ¿Eran, acaso, replicantes estas criaturas que revoloteaban a mi alrededor, y yo el exterminador que debe acabar con sus miserables vidas, sin objeto ni sentido? ¿O son, nada más, seres estúpidos a los que la naturaleza ha olvidado brindarles nervios, inteligencia?

Continué mi camino. Imaginé ser el héroe de esta película que se estaba rodando mientras vagaba sin sentido por estas calles malolientes. En mis sueños callejeros era yo un vengador a sueldo al servicio de un Judá Ben-Hur inexistente; eliminador implacable. Mezzara eran todos y cada uno de ellos . Sacaba la Magnum que colgaba del sobaco siniestro y comenzaba a disparar a discreción, concienzudamente.

Primero a la señora que arrastra al perrito de peluche tras la cadena dorada. El proyectil explosivo pega sobre el escote del vestido verde agua y perfora el esternón, para estallar en el tórax. La vieja pega un respingo, vuela la peluca pelirroja bajo la cual esconde una incipiente y enfermiza calvicie y se derrumba hacia atrás con cara de susto, sin entender saber qué ha sucedido, cómo, dónde y por qué. El caniche suelta un ladridito agudo y miserable, se pone en dos patitas y huye despavorido, mientras arrastra cobardemente a su ama y arrastrando la cadenita bañada en oro que tintinea sobre las baldosas. Un par de transeúntes abren los ojos como platos de postre y se devanecen a la velocidad del rayo, dirección contraria a la del can. Por lo demás, los vecinos no se atreven a musitar ni mu.

Después el trío de adolescentes que se divierten con tonterías del otro lado de la calle, en la vereda de la heladería. Pum-pum-pum casi ametrallado y sus historias culminan con risotadas congeladas a lo ancho de sus rostros. Uno, se derrumba instantáneamente. Otro, se desploma involuntariamente sobre una pareja que lame conos de dulce de leche y vainilla, enrojeciéndole los helados. El tercero, atravesado en el costado, alcanza a dar dos o tres pasos pero pum y le destrozo el omóplato derecho, deshaciéndole el hombro. Chilla como marica; creo que alcanza a pedir auxilio, pero pum y lo parto al medio cuando está de rodillas, como suplicando.

Finalmente, la mujer embarazada, hermosa y jovial, rubia y feliz con el engendro parasitándole el organismo. ¿Cómo no tentarse con esa panzota que, si uno se concentra, ostenta seis o siete círculos concéntricos con un gran punto negro en el medio? Pum. Abre los brazos como intentando volar y cae de culo a metro y medio de donde recibió el impacto fatal; lugar desde el que miraba la vidriera multicolor –hipnóticas estrellitas verdes, azules, amarillas, rojas, anaranjadas, violetas y púrpuras– con batitas, escarpines y ositos rosas y celestes. La sangre brota como de grifo destornillado desde el boquete de cuatro centímetros por encima del ombligo. Pum y la frente es perforada y los cabellos se arremolinan hacia las mejillas, producto de la inercia. Se vuelca de espaldas y la panza se desinfla a medida que la fuente expulsa su rojo y espumoso contenido. El feto de siete u ocho meses fluye, deshecho, por el mismo agujero. Sin embargo, no ha sufrido.

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