Cabré i Castellví M. Teresa - Objetividad científica y lenguaje: la terminología de las ciencias de la salud
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- Libro:Objetividad científica y lenguaje: la terminología de las ciencias de la salud
- Autor:
- Editor:Documenta Universitaria
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- Año:2010
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Objetividad científica y lenguaje: la terminología de las ciencias de la salud: resumen, descripción y anotación
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Bertha M. Gutiérrez Rodilla
Universidad de Salamanca
Es bastante frecuente oír o leer que el lenguaje de la medicina, como todos los lenguajes especializados, es preciso, unívoco, neutro, homogéneo, objetivo… y otros calificativos similares; lo cual, si convence a algunos, a otros nos lleva a preguntarnos ¿de qué lenguaje de la medicina hablan? o, mejor, ¿en qué medicina están pensando?
Que esto ocurra así responde a razones diversas: de un lado, no es raro creer que la ciencia sea aséptica y pura, objetiva, totalmente fría y ajena a los intereses económicos, políticos, religiosos, etc. Eso es lo que la ciencia, al menos, predica de sí misma y el siglo XVIII se encargó de hacernos creer que, en consonancia con una razón transparente, tal ciencia debería expresarse por medio de una lengua «bien hecha»; es decir, perfectamente lógica, unívoca, desembarazada de toda ambigüedad de significado y de cualquier adherencia cultural. A la consecución de tales objetivos se encomendaron los científicos ilustrados, pero tal quimera no se consiguió más que de forma muy parcial y sólo constituye una pequeña parte de lo que llamamos lenguaje científico.
Además de lo anterior, existe la tendencia a creer que el lenguaje médico es sólo uno y coincide, además, con el de los textos que elaboran los profesionales para informar a los colegas del resultado de su investigación. Es decir, un lenguaje superespecializado, que se sirve de la vía escrita para su transmisión. Sin embargo, la medicina es mucho más que la producción por parte de los especialistas de unos cuantos textos, por muy diversos que éstos puedan ser; y más, también, que las conversaciones que esos especialistas puedan mantener en los pasillos o, de forma más seria, en los congresos y en las reuniones científicas. La medicina no sólo es mucho más que eso, sino que es fundamentalmente otra cosa: el encuentro entre una persona que trata de recuperar el bienestar perdido con otra persona a la que cree capacitada para que le ayude en esa búsqueda. Un encuentro que se construye mediante intercambios comunicativos articulados por un lenguaje no siempre coincidente, ya que refleja la distinta manera en que estas dos personas se enfrentan a la enfermedad y a la salud, tratando de comprenderlas y explicarlas. Formas distintas, pero con igual validez y, en ningún caso, irreconciliables. El lenguaje médico, por tanto, no pertenece exclusivamente a los profesionales de la medicina, sino que concierne a toda una población, que lo utiliza para expresar sus impresiones, opiniones o temores, relacionados con sus estados de salud o de enfermedad.
Al hilo de estas dos ideas que acabamos de plantear, nuestra pretensión aquí va a consistir en llamar la atención sobre dos aspectos, conocidos por todos, pero que, de vez en cuando, conviene recordar: primero, no existe un único lenguaje para la medicina, sino que coexisten varias formas de expresarse que van bastante más allá del lenguaje empleado por los especialistas en algunos de sus textos; y, segundo, ninguna de esas formas es «mejor» que las demás; y, en concreto, la mayoría de los argumentos que tratan de mostrar la supuesta «superioridad» del lenguaje médico ultraespecializado sobre cualquier otro, son extraordinariamente débiles. Pero, antes de entrar a ocuparnos de estos dos aspectos directamente relacionados con el lenguaje, nos gustaría posarnos brevemente sobre lo primero que mencionábamos: sobre esa visión —bastante generalizada— que existe sobre la ciencia, que nos lleva a creer que la ciencia es por definiciónobjetiva, neutra, pura, aséptica, libre de intereses… y, además, tan extraordinariamente ligada a la experimentación, que sería algo así como el resultado de lo evidente, de lo que se ve, de lo que se cuenta, de lo que se toca. Querríamos dedicar unos minutos a intentar corregir en algo ese enfoque tan distorsionado que manifiesta nuestra visión sobre la ciencia, como paso previo necesario para ocuparnos después de su lenguaje.
Hay un primer hecho, que consideramos fundamental, en el que debemos incidir: la ciencia avanza mucho menos por lo que encuentra en el laboratorio, por lo que ve al microscopio, que por la especulación filosófica. Porque lo que vemos en el laboratorio sólo somos capaces de interpretarlo si tenemos una teoría que lo sustente. En caso contrario, por mucho que veamos, será como si no lo viéramos, nos pasará desapercibido. De poco les sirvió a Hooke y a Leeuwenhoeck ver con sus microscopios en el siglo XVII muchísimas células. Nadie duda que las vieran. Y hasta las describieron. Pero, por entonces, nada podía hacer sospechar que todos los seres vivos, animales y vegetales, están formados por unas unidades fundamentales, a las que llamamos células. En aquella época lo que estaba vigente era una teoría fibrilar —es decir, la unidad fundamental que nos constituye es la fibra— y tendrían que pasar todavía muchos años para llegar a la conclusión de que por debajo de la fibra, descendiendo otro nivel en la descomposición elemental, se encontraba la célula. Sólo entonces, es cuando se pudo caer en la cuenta de que aquéllo que se había visto al microscopio tiempo atrás, debían ser las células. Los microscopistas del Barroco que las visualizaron, las describieron como puro concepto morfológico y hasta les dieron nombre, por su parecido con las celdas, en modo alguno consideraron que eran realmente decisivas en la realidad biológica (Alexandre 1993).
La idea, pues, de una constitución elemental y repetitiva de los seres vivos procede mucho más del ejercicio del pensamiento que de la observación en el laboratorio. Dicho de otra manera, las pruebas del laboratorio, las «evidencias» como dicen ahora, no hicieron cambiar ni un ápice la teoría. Solamente cuando se produjo ese cambio en la teoría, se aceptaron como pruebas de la misma los hallazgos del microscopio. Y esto es así porque los descubrimientos científicos nunca son independientes del sistema que los produce, no pueden serlo. Los datos científicos, que tenemos tendencia a creer que preexisten a toda formulación teórica, son en realidad objetos que se construyen. En otras palabras: lo que los científicos piensan determina de algún modo lo que son capaces de percibir.
Como consecuencia de lo anterior se produce un hecho, en cierto modo complementario y es que solamente unos cuantos, muy preparados en el nivel conceptual, teórico, pueden «descubrir» cosas nuevas. Únicamente ellos son capaces de entender que se encuentran ante algo realmente importante o realmente novedoso. El resto no puede ni interpretar ni calibrar la magnitud del fenómeno ante el que se encuentra.
Otro punto al que debemos referirnos es a la oportunidad del descubrimiento, porque no todos los momentos en que estos se producen son igual de oportunos desde un punto de vista social, económico, religioso, etc. La historia nos ha legado infinidad de inoportunidades de la ciencia y sus descubrimientos para con los intereses religiosos, por ejemplo. Pero, además de esa oportunidad en cuanto a los intereses, hay épocas en las que, por las razones que sea, se pone de moda algo. Entonces, cualquier cosa que se descubra relacionada con tal moda, tendrá mucho éxito. Sin embargo, el mismo descubrimiento, unos años antes, pasaría sin pena ni gloria. Todos valoramos, por ejemplo, la figura de Fleming, a quien conocemos como descubridor de la penicilina. Y no vamos a restarle importancia a su hallazgo. Sin embargo, años antes de que esto sucediera, Gratia, Dath y Rosenthal habían encontrado que a las bacterias vivas podía destruirlas otro organismo llamado Streptothrix, lo que condujo a la elaboración de la estreptomicina. Pero, cuando pensamos en el «descubrimiento» de los antibióticos, lo asociamos con Fleming, que no fue, de ningún modo, su descubridor. Lo mismo ocurrió, por ejemplo, con el importantísimo trabajo de Mendel, publicado originalmente en 1866, que pasó completamente inadvertido durante 35 años o con los varios trasplantes de órganos que se llevaron a cabo mucho antes de que el célebre doctor Barnard realizara el suyo y se lo vendiera de manera tan excelente a la prensa. Trasplante que, por cierto, no fue tan exitoso y que, además, como hemos sabido después, fue realizado con la decisiva colaboración de un profesional de color, cuya intervención ha sido sistemáticamente silenciada y ninguneada hasta épocas muy recientes (Chalmers 1984; Ford 1973).
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