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Teresa Baró Catafau - La gran guía del lenguaje no verbal

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La gran guía del lenguaje no verbal: resumen, descripción y anotación

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La gran guía del lenguaje no verbal — leer online gratis el libro completo

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El rostro

Los expertos en morfopsicología afirman que a partir de los cuarenta años todos tenemos la cara que nos merecemos. Es decir, que sobre la base de la herencia genética, hemos ido modelando una fisonomía, reflejo de nuestra forma de ser, de las actitudes que predominan en nuestra vida y de los sentimientos más frecuentes. Las arrugas, los surcos, son el resultado del movimiento repetido de los músculos y de horas y horas de mantener una misma expresión. Por eso es tan acertada la expresión popular «la cara es el espejo del alma».

Los rostros, por lo tanto, también en reposo, sugieren una forma de ser, una actitud, una experiencia vital. Acaban siendo el resultado de nuestros actos y de cómo hemos vivido la vida, de las emociones que nos han dominado y de las que hemos reprimido. La combinación de los rasgos de raza, familiares y de carácter dibuja un rostro único, capaz de almacenar información de alto valor para uno mismo y para los demás, pues es la principal herramienta de interacción del ser humano. El rostro es identidad y es una puerta del corazón.

Una de las noticias que más me ha impresionado durante la redacción de este libro ha sido la muerte por suicidio de una mujer iraní a la que su marido había lanzado ácido a la cara. Su rostro quedó absolutamente desfigurado y tras treinta y cuatro operaciones sin éxito decidió quitarse la vida. No pudo soportar tan humillante y cruel mutilación y su verdugo consiguió su muerte después de hacerle vivir un auténtico infierno de dolor físico y psicológico.

Conocemos personas que se quedan postradas en una silla de ruedas, que pierden un miembro de su cuerpo, que pueden vivir sin un órgano vital como un riñón o con un órgano trasplantado de otra persona. Y tras superar esta experiencia, pueden llegar a hacer una vida normal o casi normal, incluso vivir con más plenitud e intensidad. La crueldad de los asesinos de rostros no tiene límites, porque no solo destruyen la belleza que hay en ellos, sino que arrasan sus señales de identidad más especiales, anulan absolutamente cualquier posibilidad de expresarse mediante la cara y por lo tanto comunicarse con los demás. No es una mutilación física sino identitaria y emocional. Nuestra cara es identidad, herencia genética, personalidad, pensamiento, emoción, puerta de relación con los demás. Los ataques con ácido son frecuentes porque hay una voluntad de quitar la vida sin matar, de anular a la persona, de robarle lo más personal, lo único, lo que la distingue de los demás seres.

La ocultación del rostro por parte de millones de mujeres musulmanas es otro tipo de mutilación, aunque por fortuna no permanente. No hay rostro público, solo privado. El rostro descubierto tiene una visibilidad preeminente y su gran capacidad comunicativa es, según cuál sea la perspectiva cultural o religiosa, un gran valor o una enorme amenaza. Porque a través de esta parte del cuerpo, los demás nos reconocen y «sienten». Porque los rostros que ya hemos visto antes nos generan emociones y actitudes al volver a aparecer ante nosotros. Y los nuevos también tienen la capacidad de impresionarnos.

Es a través de esta parte del cuerpo, más que con ninguna otra, que establecemos relaciones: la sonrisa y la mirada son canales directos que en momentos cruciales de la relación no necesitan ni siquiera palabras. Expresamos las emociones básicas y otras más complejas al mover los músculos de la cara en un repertorio de combinaciones. A través del rostro nos evaluamos mutuamente: sintonizamos u observamos el abismo que se abre ante nosotros. Todo este potencial comunicativo y, por lo tanto, de relación, queda también anulado/ mutilado si el rostro está cubierto.

Aunque la vida moderna nos permite las relaciones, a veces muy intensas y sólidas, a través de medios donde no nos vemos el rostro, como por ejemplo el teléfono o el correo electrónico, siempre acabamos buscando un encuentro «visual» para ver la cara del otro. Necesitamos reconocerle, saber cómo es, conocer su identidad, su unicidad. Necesitamos asociar una voz, unas palabras, unas ideas a un cuerpo, pero sobre todo a un rostro. La expresión «dar la cara», hace referencia a esta relación entre el rostro y la identidad de cada uno: ilustra cómo los sentimientos y las actitudes aparecen de forma evidente en la expresión y difícilmente podemos esconderlos. Confiamos en las personas cuando les vemos la cara.

¿Has tenido alguna experiencia buscando amigos o pareja en internet? Las páginas donde se pueden realizar contactos ofrecen la posibilidad de añadir una fotografía a tu perfil, pero no es obligatorio. La mayoría de los usuarios la publican, pensando que tendrán más posibilidades de contacto. Y es cierto. Las personas que no ponen la fotografía reciben muchos menos mensajes y muchas veces ya no superan el primer filtro de los que buscan pareja. Incluso hay quien advierte claramente que no responderá mensajes de personas que no publiquen su foto. Se trata de una petición razonable, pues en las relaciones que llevamos manteniendo miles de años, el conocimiento de otra persona empieza por la visión.

Cuando conocemos a alguien de otra forma, tenemos que guiarnos por otras señales a falta de las más importantes para nosotros: la forma de comportarse, los mensajes que emite, las palabras que utiliza, la caligrafía o la presentación de un documento, la voz. Pero siempre nos falta algo. Después de mantener una relación telefónica o epistolar con un desconocido, siempre tenemos la curiosidad de saber cómo será «realmente», y decimos que ya tenemos ganas de conocerle personalmente. Muchas de estas relaciones a distancia que han funcionado bien y de las que han surgido poderosos sentimientos, se vienen abajo en el cara a cara. Incluso cuando las dos personas se habían visto en fotografía, se han llevado una decepción al verse en realidad. Porque un rostro puede resultar atractivo en una instantánea fotográfica, pero es el gesto lo que marca la expresión y nos da la información determinante para saber si nos gusta o no esta persona, si podemos confiar en ella, si resultará agradable convivir con ella, si será competente en su puesto de trabajo, etc.

¿Por qué crees que, a pesar de la facilidad que hoy tenemos para enviar archivos, documentación completa e ilustrada con imágenes, las empresas invierten tanto dinero en un equipo comercial y en los desplazamientos de estas personas para visitar al cliente o posible cliente?

¿Por qué nos reunimos tanto y procuramos que todos los miembros del equipo asistan a estas reuniones? ¿Por qué necesitamos ver a los amigos y a los parientes muy a menudo, para poder mantener una relación estrecha y evitar que se enfríe el vínculo? ¿Por qué nos molesta tanto que algunas compañías telefónicas no tengan una oficina física donde poder presentar nuestras quejas y reclamaciones? Está claro que el «calor» que emanamos influye decisivamente en las relaciones que tenemos en todos los ámbitos. Y el rostro es el principal transmisor de información emocional.

El rostro y la intercomunicación

Las emociones se expresan, se contagian, provocan reacciones. Inician, consolidan o destruyen relaciones. Estas emociones no se expresan siempre de manera directa y espontánea, sino que están sujetas al control racional, a las conductas sociales y a la voluntad de simulación del autor. Entonces, bajo esta tensión, aparecen los gestos delatores, que son los resquicios entre la emoción real y la que queremos mostrar. Se mezclan además con gestos reguladores y algunos emblemas. El rostro es, pues, un mapa muy complejo de un territorio quizá todavía más complejo: nuestra mente.

Utilizar estos gestos adecuadamente marcará la diferencia entre una relación en sintonía y una relación distante o de pura obligación. La empatía se consigue en gran parte gracias al uso de los gestos reguladores, especialmente con la mirada. Esta es también la base de la escucha activa. Y es clave en el inicio de cualquier relación, sea profesional o social.

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