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George Bishop - «Pika-Don»

Aquí puedes leer online George Bishop - «Pika-Don» texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1997, Editor: ePubLibre, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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George Bishop «Pika-Don»
  • Libro:
    «Pika-Don»
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1997
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«Pika-Don»: resumen, descripción y anotación

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Hiroshima, agosto de 1945: el infierno se abate sobre la ciudad, y en una fracción de segundo son exterminadas decenas de miles de personas: «fogonazo y estruendo» (en japonés, «Pika-Don»). Muchos miles más mueren, en medio de agudísimos dolores, conforme van pasando los días, como consecuencia de la radiotoxemia, la enfermedad provocada por la radiación. Entre los supervivientes, un grupo de jesuitas encabezados por el padre Pedro Arrupe, quien llegaría a ser general de la Compañía de Jesús. Sus experiencias tanto individuales como colectivas de los efectos de la explosión y la respuesta cristiana que ofrecieron a otras personas que se encontraban en su misma situación constituyen el tema central de este libro, en entrelazan también otros hilos: el proceso de construcción de la bomba en los Álamos, Nuevo México; la participación del Coronel Leonard Cheshire como observador en el bombardeo de Nagasaki, y su posterior encuentro con el padre Arrupe; la traición de Klaus Fuchs; los peligros de la proliferación nuclear… Una historia real, documentada y enriquecida con el detallado testimonio de testigos oculares de la tragedia y tan fascinante como una novela. Leyéndola, sentirá que recorre con el padre Arrupe y sus compañeros las calles devastadas de Hiroshima y podrá contemplar los mismos horrores.

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«Pika-Don» — leer online gratis el libro completo

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Bibliografía

Arrupe, Pedro, SJ, One Jesuit’s Spiritual Journey (Autobiographical Conversations with Jean-Claude Dietsch, SJ), Gujarat Sahitya Prakash, Anand (India) 1986.

Arrupe, Pedro, SJ, «Surviving the Atomic Bomb», en (Michael Glazier [ed.]) Recollections and Reflections of Pedro Arrupe, SJ, Wilmington, Delaware 1986 (original castellano: Yo viví la bomba atómica, Mensajero, Bilbao 1991).

Arrupe, Pedro, SJ, A Planet to Heal, International Centre for Jesuit Education, Roma 1977.

Cheshire, Leonard, The Hidden World, Collins, London 1981.

Cheshire, Leonard, The Light of Many Suns, Methuen, London 1985.

Costello, John, The Pacific War, Collins, London 1981.

Glynn, Paul, A Song for Nagasaki, Collins, London 1990.

Hart, Basil Henry Liddell, History of the Second World War, Cassell, London 1970 (trad. cast.: Historia de la Segunda Guerra Mundial, 2 vols., Noguer y Caralt, Barcelona 19912).

Hersey, John, Hiroshima, Penguin, London 1946.

Hirschfield, Burt, A Cloud over Hiroshima, Bailey Brothers and Swinfen Ltd., Folkestone 1974.

Hoover, J. Edgar, The Crime of the Century: The Case of the A-Bomb Spies, The Reader’s Digest, London, June 1951.

Jungk, Robert, Brighter Than A Thousand Suns, Penguin, London 1958 (trad. cast.: Más brillante que mil soles, Argos Vergara, Barcelona 1976.

Jungk, Robert, Children of the Ashes, Heinemann, London 1959.

Knox, Ronald, God and the Atom, Sheed and Ward, London 1945.

Moorehead, Alan, The Traitors, Hamish Hamilton Ltd., London 1952.

O’Callaghan, Joseph T., SJ, I was Chaplain on the Franklin, The MacMillan Co., New York 1961. O’Malley, William J., SJ, The Fifth Week, Loyola University Press, Chicago 1976.

Osada, Arata, Children of the A-Bomb, Peter Owen, London 1963.

Searles, Hank, Kataki, Robert Hale, London 1987.

Así mismo, algunas comunicaciones recibidas personalmente de:

Padre Franz Miltrup, sm, Latten, Alemania.

Padre Adam Müller (nota biográfica, traducida por el padre Miltrup).

Padre Paul Pfíster, SJ, Residencia de los jesuitas, Tokio, Japón.

1: «¡Usted es un espía de Occidente!»
Hiroshima, 1944

Pedro Arrope entró en su despacho. Tratándose del despacho del rector, calificarlo de «espartano» habría sido demasiado generoso: una mesa, dos sillas, una estera de paja (tatami) en el suelo, cuatro blancas paredes totalmente desnudas. Se sentó.

En el suelo de madera, cuidadosamente encerado, resonaron, sordas, las pisadas de alguien que se acercaba corriendo. Una silueta achaparrada asomó, jadeante, en el umbral de la puerta. Era el hermano Kim. Tobías Kim era un novicio coreano que se preparaba para el sacerdocio.

—¡Padre, están aquí los kempetai!, acertó a proferir.

Los kempetai eran los miembros de la todopoderosa policía secreta del ejército japonés, expertos en toda suerte de torturas y capaces de extraer cualquier secreto hasta de la más obstinada de las personas.

El padre Arrupe salió a recibir a sus visitantes. Se los encontró en el pasillo: allí se le encaró un oficial que calzaba altas botas militares y tenía la mano izquierda sobre la empuñadura de su espada de samurai.

—¿Pedro Arrupe? —preguntó.

—Sí —asintió el sacerdote español.

—Venga con nosotros, está usted arrestado.

—¿Arrestado? —repitió el padre Arrupe—. ¿Por qué motivo?

—Es usted un espía.

El sacerdote se rio al oír aquella acusación.

Un seco revés en la cara, que le propinó uno de los soldados, hizo que se tambaleara.

Keto! [¡Bestia peluda!]. No seas grosero con tu superior —le gritó el soldado.

El hermano Kim, quien hasta entonces se había mantenido a una prudencial distancia detrás de su maestro de novicios, se abalanzó hacia el guardia.

—¿Cómo te atreves? —le gritó, levantando el brazo. La culata de un riñe golpeó la entrepierna del joven coreano, quien cayó al suelo retorciéndose de dolor. Los japoneses y los coreanos no se llevaban muy bien.

El capitán se acercó, hasta quedar de pie encima de él.

—No te metas en esto, o tendremos que arrestarte también a ti.

Y se giró para mirar a Arrape, quien, por su parte, ya se había dado cuenta de que la visita iba en serio. No se trataba de ninguna broma.

—Es usted un espía y un saboteador. Está entorpeciendo las labores de guerra.

El sacerdote español estaba atónito.

—¿Espía? ¿Saboteador? ¿Sabotaje? ¿De qué sabotaje me habla usted?

—Usted ha estado predicando a sus escolares la heiwa [paz].

Era cierto: el padre Arrape no había perdido una sola oportunidad de denunciar la guerra y abogar por la paz.

—¡Claro que he estado predicando la heiwa! —admitió.

—¿Es que no sabe que estamos en guerra? —gritó el oficial, que cada vez se parecía más a un enojado Fu Man Chu.

Y lanzó una mirada llena de furia a la diminuta figura que tenía delante de él.

—Sí, es cierto, la guerra puede estar justificada algunas veces —contestó el sacerdote—. Por ejemplo, en defensa propia.

—De eso justamente se trata: nosotros nos defendemos de los capitalistas ingleses y norteamericanos.

—¡Pero si fueron ustedes quienes atacaron a los norteamericanos en Pearl Harbour…! Y no al revés.

Hubo una breve pausa, mientras el oficial ensayaba una línea de argumentación alternativa.

—Nosotros luchamos por la justicia —continuó el oficial, agitando la empuñadura de su espada para poner aún más énfasis—. Nosotros —prosiguió diciendo— luchamos para liberar Asia del yugo del capitalismo occidental, para librarla de Gran Bretaña y de los Estados Unidos. Luchamos para devolver Asia a los asiáticos. Es nuestro deber.

Era evidente que el hombre estaba completamente convencido de la bondad de su causa. Pero el oficial de la policía secreta no estaba dispuesto a seguir rebajándose delante de sus hombres discutiendo en el pasillo sobre la moralidad de la guerra con un gaijin (extranjero).

—Venga conmigo. Está usted arrestado. Usted mismo, al reconocer que ha defendido la paz, se ha declarado culpable. No podemos permitir que los extranjeros occidentales envenenen las mentes de nuestros valientes jóvenes con tanta perorata sobre la paz.

Los soldados se llevaban ya al padre Arrupe.

—¿Puedo llevar conmigo algunas cosas? —preguntó el sacerdote.

—No, no puede —fue la severa y cortante respuesta.

—¿Puedo llevar al menos mi breviario?

—¿Breviario? ¿Qué es eso?

—Lo necesito para rezar el oficio —explicó el padre Arrupe.

—Oficio… ¡oficina! ¡Eso es!

El capitán de la policía secreta ordenó inmediatamente a sus hombres que registraran el despacho: era allí, pensó, donde podían estar escondidos las cartas y documentos inculpadores.

Antes de que el padre Arrupe pudiera explicar que el oficio era la oración diaria que estaba obligado a rezar, lo subieron sin contemplaciones a una camioneta que estaba esperando en la puerta y se lo llevaron. Tanto sus compañeros como los escolares, despertados unos y otros por los gritos y el revuelo, contemplaban lo que ocurría sin dar crédito a sus ojos.

La camioneta enfiló el camino valle abajo. Hiroshima estaba rodeada de colinas cubiertas de pinos. Los ocupantes de la camioneta se balanceaban de un lado para otro con las sacudidas que daba el vehículo en la pista de tierra. Atrás quedaba un rastro de polvo amarillento. Al llegar al poblado de Nagatsuka, la camioneta aminoró la marcha. Pequeños grupos de curiosos miraban sorprendidos la insólita escena de un gaijin conducido bajo custodia policial. Se acercaba ya la estación fría, y no había mucha actividad en las terrazas que contorneaban las laderas de las colinas, normalmente animadas con el trabajo de los campesinos en los campos de arroz. Aquí y allá se erguían en el valle las casas de los campesinos, de una sola altura y con techos de

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