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François-René de Chateaubriand - Congreso de Verona

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François-René de Chateaubriand Congreso de Verona

Congreso de Verona: resumen, descripción y anotación

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Como menciona Josep Fontana en el prólogo que hace a esta edición: «Este «Congreso de Verona» es un documento histórico importante: una referencia histórica indispensable para el estudio de los acontecimientos que se produjeron entre 1822 y 1824 y que significaron para España el fin del trienio liberal y el retorno al absolutismo. Pero es un documento que tiene como objeto central, como ocurre con la mayor parte de su obra literaria, al propio Chateaubriand, que se siente injustamente valorado en la época en que le ha tocado vivir y le ofrece a la posteridad un monumento dedicado a sí mismo». Nos encontramos con un texto interesante, no sólo por lo que el propio Chateaubriand nos cuenta, también porque gracias al mismo encontramos las raíces de lo que aconteció en ese período tan fundamental de la historia de España. Es este, pues, un documento tanto histórico como literario que nos ofrece una visión, aun siendo interesada como bien documenta Fontana en su texto, de una importancia evidente, y en el que el autor de las «Memorias de ultratumba» nos deja apreciar el estilo que más tarde le encumbraría.

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Capítulo I

España

Tratado entre Bonaparte y Carlos IV. Godoy. Los príncipes en Bayona. Murat en Madrid. Su retrato. Insurrección. Murat y José intercambian sus coronas

Desde la segunda mitad del siglo XV hasta el principio del siglo XVII España fue la nación más importante de Europa. Dotó de un Nuevo Mundo al universo, sus aventureros fueron grandes hombres, sus capitanes se convirtieron en los mejores generales de la Tierra, impuso a las demás cortes su estilo y hasta su manera de vestir. Reinaba en los Países Bajos por matrimonio, en Italia y en Portugal por conquista, en Alemania por elección y en Francia por nuestras guerras civiles, y amenazaba la existencia de Inglaterra tras desposar a la hija de Enrique VIII. Vio a nuestros reyes en sus cárceles y a sus soldados en París; gracias a su lengua y a su espíritu tuvimos a Corneille. Y finalmente cayó; su célebre infantería murió en Rocroi, de la mano del Gran Condé. Pero España no expiró hasta que Ana de Austria dio a luz a Luis XIV, que fue como la propia España trasladada al trono de Francia, en tanto que el sol no se ponía sobre las tierras de Carlos V.

Ante sus despojos, es triste recordar lo que fueron estas dos monarquías. Vuelven dolorosamente a la memoria las palabras del gran Bossuet.

Bajo la familia de Luis el Grande, España se encerró en la Península hasta el comienzo de la Revolución. Su embajador quiso salvar a Luis XVI, pero no pudo; Dios atraía a su lado al mártir: no es posible cambiar los designios de la Providencia en el momento de la transformación de los pueblos.

Carlos IV fue llamado al trono en 1778; entonces apareció Godoy, un desconocido a quien hemos visto cultivar melones después de haber tirado por la ventana todo un reino. Favorito de la reina María Luisa, Godoy satisfizo al rey Carlos: éste no sentía lo que era, ni aquél lo que había hecho; estaban pues unidos por naturaleza. Hay dos maneras de despreciar los imperios: por la grandeza o por la miseria; el sol alumbró igualmente a Diocleciano en Salona y a Carlos en Compiègne.

Inicialmente España declaró la guerra a la República, y más tarde firmó la paz en Bâle. Desde entonces Godoy defendió los intereses de Francia. Los españoles lo detestaron y se aferraron al Príncipe de Asturias, que tampoco era mejor.

Un día, en 1807, me hallaba paseando a orillas del Tajo en los jardines de Aranjuez, y apareció Fernando, a caballo, acompañado por Don Carlos. Él no podía sospechar entonces que ese peregrino de Tierra Santa que lo veía pasar contribuiría algún día a devolverle su corona.

Bonaparte, después de sus éxitos en el Norte, se volvió al mediodía; para invadir Portugal, protectorado de Inglaterra, se puso de acuerdo con Godoy. Un tratado firmado en Fontainebleau el 29 de octubre de 1806 reguló la marcha de las tropas francesas a través de España. Ese tratado constituyó el destronamiento de la casa de Braganza: puso una parte de la Lusitania septentrional en manos del rey de Etruria, otra parte en las de Carlos IV, y el reino de los Algarves en las de Godoy. Junot entró en Portugal el 19 de noviembre de 1807, y la familia de Braganza se embarcó el 27. El águila de Napoleón graznó al borde del mar, desde lo alto de esas torres que vieron coronar el cadáver de Inés y aparejar la flota de Gama, y que oyeron la voz de Camoens:

Já no largo Oceano navegavam

La ocupación de Portugal encubría la invasión de España. Ya el 24 de diciembre del mismo año, el segundo cuerpo del ejército francés penetró por Irún. El odio del pueblo por el Príncipe de la Paz se acrecentó; se quería poner al Príncipe de Asturias en el trono de su padre. El Príncipe, arrestado, hizo cobardes confesiones. Murat, comandante en jefe, avanzó hacia Madrid.

La población de Madrid se alza al grito de «¡Viva el Príncipe de Asturias! ¡Muera Godoy!». Carlos IV abdica; el Príncipe de la Paz es capturado, y Fernando VII, el nuevo rey, lo salva.

Napoleón se fingió indignado por la violencia ejercida contra el viejo rey, y acabó ofreciendo su mediación entre el padre y el hijo. Carlos fue llamado a Bayona y Godoy salió de España bajo la protección de Murat. Fernando, a su vez, acudió a la reunión, a pesar de su desconfianza y de la oposición de su pueblo.

Esta escena de la Italia medieval parecía inspirada en Maquiavelo, extraño genio que, como todos los hombres de espíritu elevado y ruin corazón, decía grandes cosas y las hacía pequeñas.

La función hubiera sido prodigiosa si hubiera valido la pena, pero, ¿de qué y de quién se trataba? De un reino a medio invadir, y de Carlos y Fernando. El hecho de que Carlos recobrase la Corona de manos de su hijo, con el fin de abdicar de nuevo a favor del soberano que el conquistador decidiera nombrar, es puro teatro. No hay necesidad de subirse al escenario cuando se es todopoderoso y cuando no hay público a quien engañar; no hay nada que case menos con la fuerza que la intriga. Napoleón no estaba en absoluto en peligro, podía ser injusto abiertamente: le hubiera costado lo mismo tomar España que robarla.

Carlos IV, la reina y el favorito se encaminaron hacia Marsella con algunos músicos andrajosos y la promesa de una pensión, y los infantes se fueron a Valençay.

Fernando, que se había achicado más para ocupar menos espacio en su prisión, había pedido en vano la mano de una pariente de Napoleón. Los españoles, privados de monarca, quedaron libres, y Bonaparte, habiendo cometido el error de sustraer un rey, se topó con un pueblo.

Dos bandos dominaron entonces la Península: al primero se adhería casi toda la población rural, excitada por los curas y fundida en bronce por la fe religiosa y política; el segundo estaba compuesto por los «liberales», gente que se decía más ilustrada, pero que a causa de ello no tenía la solidez que dan los prejuicios ni la firmeza que da la virtud. El contacto con los extranjeros, en las ciudades marítimas, la había vuelto demasiado accesible para nuestros vicios y para los principios de nuestra revolución.

Por encima de esos dos bandos se distinguía una idea aislada: el egoísmo había encadenado al carro de Napoleón a sus admiradores esclavos; los vimos, exiliados, con el nombre de «afrancesados», como antaño los españoles llamaban «angevinos» a los napolitanos simpatizantes de Francia.

Las masacres cometidas en Madrid el 2 de mayo dieron lugar a una insurrección general. Murat tuvo la desgracia de vivir esos disturbios. Ese jefe de valientes era la figura del rey Agramante, y se lanzaba a la carga en un delirio de alegría y valor, cual si fuera a lomos del Hipogrifo.

Todo su coraje fue inútil: los bosques se armaron y los matorrales se convirtieron en enemigos. Las represalias no detuvieron nada, pues en ese país las represalias son lo natural. La batalla de Bailén, la defensa de Gerona y la de Ciudad Rodrigo anunciaron la resurrección de un pueblo allí donde no parecía haber más que un montón de mendigos. Desde el confín del Báltico, La Romana trajo sus regimientos a España, de igual manera que antaño los francos, tras huir del Mar Negro, desembarcaron triunfantes en la desembocadura del Rin. Habiendo vencido a los mejores soldados de Europa, derramábamos la sangre de los monjes con esa rabia impía que Francia ha heredado de las bufonadas de Voltaire y del ateo frenesí del terror. Y sin embargo fueron esas milicias del claustro las que pusieron término a los éxitos de nuestros viejos soldados, que no se esperaban en absoluto encontrárselos, envueltos en sus hábitos, a caballo como dragones de fuego sobre las vigas abrasadas de los edificios de Zaragoza, cargando sus escopetas entre las llamas, al son de las mandolinas, del canto de los boleros, y del Réquiem de la misa de difuntos. Las ruinas de Sagunto aplaudieron.

Napoleón llamó a su lado al Gran Duque de Berg por orden del cabo de intendencia.

Capítulo II

Carácter de los españoles

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