Belfort - El método del Lobo de Wall Street

Lo que dicen de mí es cierto.

Soy uno de esos vendedores natos que pueden venderle hielo a un esquimal, petróleo a un árabe, cerdo a un rabino o cualquier otra cosa que se te ocurra.

Pero, en realidad, a quién le importa, ¿verdad?

Quiero decir que, salvo que quieras contratarme para vender alguno de tus productos, para ti es irrelevante cuál sea mi habilidad para cerrar una venta.

En cualquier caso, ese es mi don: vender cualquier cosa a cualquiera en cantidades industriales. Y no sabría decir si este don me lo ha dado Dios o la naturaleza, pero lo que sí sé –con absoluta certeza, además– es que no soy la única persona que ha nacido con él.

Hay un puñado de personas que son más o menos como yo.

La razón por la que son sólo «más o menos» como yo tiene que ver con otro bendito don que poseo; un don infinitamente más raro y valioso que procura enormes beneficios a todos, incluido tú.

¿Cuál es ese maravilloso don?

En pocas palabras: la habilidad para hacer que personas de toda clase y condición —al margen de su edad, raza, credo, color de piel, origen socioeconómico, nivel de estudios y capacidad natural para vender— se conviertan en vendedores de primera categoría casi al instante.

Es una afirmación muy atrevida, lo sé, así que voy a plantearlo así: si yo fuese un superhéroe, mi superpoder sería capacitar a vendedores y no habría un alma en la Tierra que lo hiciese mejor que yo.

Eso sí que ha sonado fatal, ¿no?

Vale, ya me imagino lo que estás pensando.

«¡Menudo cabrón pedante es este tío! ¡Qué arrogante! ¡Qué pagado de sí mismo! ¡Echémoslo a los lobos!».

«¡Eh, un momento! Pero él ya es un lobo, ¿no?».

En realidad, soy un antiguo lobo. Pero, en fin, creo que es hora de presentarme formalmente. Soy el Lobo de Wall Street. ¿Te acuerdas de mí? Sí, aquél del que hizo Leonardo DiCaprio en la pantalla grande. El que cogió a miles de chavales que apenas sabían andar y mascar chicle a la vez y los convirtió en vendedores de primera con un sistema de capacitación para ventas, aparentemente mágico, llamado la «línea recta». El que torturó a todos aquellos neozelandeses muertos de miedo al final de la película porque no eran capaces de venderme una pluma correctamente. Claro que te acuerdas.

Justo después del lunes negro, me hice con una pequeña y desconocida agencia de brókers llamada Stratton Oakmont, me mudé a Long Island a probar suerte, y fue allí, en la primavera de 1988, donde descifré el código de la influencia humana y desarrollé ese sistema aparentemente mágico para formar a los equipos de ventas.

Se llamaba «sistema de línea recta» —o «línea recta», para abreviar—, y resultó tan poderoso y eficaz, y tan fácil de aprender, que a los pocos días de inventarlo generó una enorme riqueza y éxito a todos a los que se lo enseñé. En consecuencia, miles de hombres y mujeres jóvenes empezaron a inundar la sala de juntas de Stratton con la intención de subirse al tren del oro de la línea recta y reclamar su parte del sueño americano.

La mayoría eran claramente del montón, como mucho. Eran, en fin, los tristes y olvidados vástagos de las familias de clase trabajadora de Estados Unidos.

Había chavales cuyos padres jamás les habían dicho que podían aspirar a la grandeza. Se les había acostumbrado, desde el día en que nacieron, a suprimir cualquier grandeza innata que hubiera en ellos. Cuando llegaron a mi sala de juntas, ya sólo estaban intentando sobrevivir, no prosperar.