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Josep Maria Espinàs - A pie por Andalucía

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Josep Maria Espinàs A pie por Andalucía

A pie por Andalucía: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Comienzo en Cambil

Jueves, 9 de mayo.

San Hermes. Escritor cristiano.

Nombre procedente de la divinidad griega protectora de los caminantes.

Hermes construyó la primera lira con el caparazón de una tortuga.

La música más delicada, pues, nace de la lentitud.

Tiempo sobrao Va el chico y me dice Tiecabelo Decido que lo mejor será - photo 1

Tiempo «sobrao»

Va el chico y me dice:

—Tiecabelo.

Decido que lo mejor será repetir la pregunta y concentrarme intensamente en descifrar la respuesta.

Es la misma:

—Tiecabelo.

Probablemente me ayuda a entenderlo el movimiento afirmativo del chico, asintiendo con la cabeza. Sí, «tiene que haberlo», un atajo entre Cambil y Huelma.

Mañana, su seguridad no me servirá de nada, pero he descubierto ya que en este viaje el manual de instrucciones del castellano me va a resultar, a menudo, insuficiente.

Una hora y media antes llagábamos al aeropuerto de Granada. Sebastià y yo hemos coincidido con el periodista Josep M. Cadena, que viajaba en el mismo avión. Él se dirige a Jaén, para asistir a una reunión de asociaciones de periodistas. Con la pipa en la mano, a modo de micrófono, le pregunto si quiere hacer alguna declaración. Nos sale la vena humorística. Y me responde: «Os deseo que encontréis los pueblos más cerca de lo que pone en los mapas». Le agradezco su poca fe cartográfica.

Pasamos la puerta, y veo a un hombre que exhibe un cartel: «Espinar». Es el taxista con quien quedé por teléfono, desde Barcelona, para que me llevase a Cambil. «Como espinas pero con acento en la a», le había dicho tres veces, con un absurdo afán de precisión. Porque ya sé, hace tiempo, que para un castellano que alguien se llame Espinàs es un error. Como llamarse Vergés. Al editor, en el servicio militar, le llamaban Vergel. «Espinar», por tanto, en el cartel, y la otra ese también desaparecerá cuando el taxista me hable: «¿Er señó eppiná?». Él se presenta: André(s) Donoso Vilche(z). «¿Vamo?». Los andaluces sienten aversión por las serpientes; puede que las vean en las eses finales.

La seducción de los acentos. Quince veces, en otros tantos viajes, he experimentado el placer de respirar un aire impregnado de un aroma diferente. El pallarés, el de la Franja, el valenciano del Maestrat y el del Comtat, el euskera vizcaíno, el castellano de Soria, el extremeño de las Villuercas, el gallego de la Ulloa… ahora, el andaluz de Jaén. Accentus, derivado de canere, que significa “cantar”. Una lengua tiene muchas músicas. Hablar es cantar una melodía que no se aprende en la partitura de la gramática, sino de oído, escuchando a la madre de uno.

En el taxi, el acento de Andrés Donoso Vilchez florece en cada palabra, mientras yo intento orientarme a través su jardín de sonidos.

—Trabajo mucho, sí. Demasiao pa lo año que tengo, ya son sesenta y tre.

Andrés es alto y bastante corpulento, con un aire de persona satisfecha.

—Soy taxista desde que vine de la mili. En cuarenta año he tenío doce coche, cuatro viejo y ocho nuevo que he estrenao. Tengo por encima de ocho millone de kilómetro. Y ahora, de nueve taxi que estábamo, estoy solo. —Se vuelve, por un momento, y ve mi mirada interrogativa—. Ya hay demasiao coche.

Hemos tomado una carretera ancha, que rodea Granada por el norte, y entramos en una autovía que conduce a Jaén. El terreno es bastante llano, de momento. Aún tardaremos en pasar por el puerto de Carretero, a poco más de mil metros de altitud, la entrada a la provincia de Jaén. La espléndida sierra de Alta Coloma, con olivares de montaña, donde los árboles parecen más despeinados y, en los gestos de sus ramas, uno adivina la fuerza de las raíces que los sostienen en las laderas.

Andrés advierte que me fijo en eso.

—Ahora empezaremo a ve oliva mejore que la de ante.

—¿Dan mucho trabajo?

—No, porque ya no hacen na. Cultivo cero.

—¿Cultivo cero?

—La tierra ya no se labra. Sólo alguna cura, echan el líquido.

—¿Insecticidas?

—Eso. Lo má fuerte es cogé la oliva, pero hay máquina. Y suvencione.

Giramos a la derecha, por una carretera casi sin tránsito, y se descubre ante nosotros un macizo que parece compacto pero que es en realidad una suma de sierras altas, muy verticales, cada una con su cima.

—Sierra Mágina —anuncia el taxista.

Tanto tiempo hablando de ello: «En mayo iré a Sierra Mágina». Se diría que me lo inventaba. La sierra de Cazorla tiene nombre, hay turismo, pero Mágina… Alguien me preguntó: «¿Mágica?». No, Mágina. Llego por el sur, iré rodeándola, día a día, pueblo a pueblo, a media altura entre las cumbres y el valle. Sierra Mágina existe, poderosa, aún ignota.

—¿Y con setenta y cinco año va a hacer eso?

Sabe cuántos años tengo, y aquí sin coche. Por eso, él me lleva a Cambil, el punto de partida. Pero debo decirle que eso no será trepar hasta las cimas, que no vengo para fotografiar las plantas raras ni los animales salvajes que hay en las solitarias alturas de este parque natural.

—¿De pueblo en pueblo, dice? Pues están separaos.

Le pregunto si encontraré algún cortijo, a mitad de la etapa.

—Los hay, pero casi todo deshabitaos, aquí. Alguno los restauran pa paradore rurale de eso. Se dice que eso tiene mucha acetación.

Andrés Donoso no es de Cambil, adonde nos lleva, sino de Bedmar, donde estaremos dentro de cuatro días. El taxista de Cambil, a estas horas, tenía que llevar a un vecino al hospital de Granada, para hacer rehabilitación.

—Yo tampoco paro, mirusté; ayer fui a Madrid; hoy con ustede; mañana me ha apalabrao un señó que está demasiao esjolillao pa ir en autobú a Jaén.

Desajustado, el ancianito.

—¿Y usted tiene tiempo de ver a la familia?

—Uy, sobrao. Y partías de dominó. Y también partías de carta. Al subastao. Vamo echando cinco céntimo de euro de eso cada vez que pasan el plato. Y cuando usté dice «yo, cincuenta echo», yo digo, si se lo puedo quitar, cincuenta y cinco o sesenta.

—¿Y gana?

—Gano y pierdo, pierdo y gano, pero a lo má cuatro o cinco euro.

Levanta una mano del volante.

—Aquí tienen Cambil. Llegan con tiempo de comé.

—Sobrao —añado.

Dos grandes riscos de roca pelada, abruptos, impresionantes de tan próximos y prácticamente unidos por la base. Por esa angostura discurre un río. A ambas orillas, las casas de Cambil casi se hunden en el desfiladero, obstruyéndolo como un tapón, y algunas, las más nuevas, están diseminadas al pie de las paredes casi verticales de los dos centinelas de piedra que guardan el paso.

Una sensación de dramatismo escénico nos invade cuando damos los primeros pasos por este espacio. Pero enseguida se pierde la perspectiva; ya estamos dentro de Cambil, frente al restaurante Monzó. Es céntrico, junto a una superficie urbanizada que el ayuntamiento ha dado en llamar parque. Es probable que en verano haya gente. Ahora hace frío.

Juanjo, el chico del café, nos dice que tiene las habitaciones, pero que no están aquí, que lo sigamos. Caminamos unos doscientos metros por la carretera que nos ha traído, oigo el rumor del río, que circula canalizado por este tramo. Juanjo nos lleva hasta una larga verja de hierro, frente a una puerta que se abre con una llave. Cruzamos un patio y con otra llave abre la puerta de la casa, un edificio grande, que parece de reciente construcción. Dos años, explica Juanjo; es para celebrar banquetes. Entramos en una sala grande y oscura, nos detenemos. En la penumbra, se insinúan bastantes mesas, con sillas encima.

Las habitaciones están arriba. Juanjo llama a alguien, su voz reverbera; nadie responde. Mueve la cabeza. «Ese está de gomileo», dice. Cuando le pido que me lo aclare se encoge de hombros y repite lo evidente: está de gomileo

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