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Josep Maria Espinàs - A pie por Extremadura

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Josep Maria Espinàs A pie por Extremadura

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Luz

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Creo que viajar es un ejercicio provechoso. La mente se ejercita continuamente tomando nota de las cosas nuevas. Y no conozco escuela que modele mejor la vida de una persona que presentarle de un modo incesante la diversidad de tantas otras vidas, costumbres, humores y fantasías de otros hombres.

Michel de Montaigne, Essais.

Llegada a Alía

Un taxista Por vez primera atravieso España en tren para llegar al punto donde - photo 1

Un taxista

Por vez primera atravieso España en tren para llegar al punto donde empezaré mi viaje a pie. Pasado Zaragoza, inmensos espacios terrosos, despoblados, y de vez en cuando, el tren se interna por abruptos desfiladeros. Pasa veloz por pequeñas estaciones en las que no se detiene, sin tiempo para leer los rótulos. Todo se convierte en territorio anónimo, desde la ventanilla. Yendo a pie, cualquier espacio es identificable. Me doy cuenta ahora de cómo me gusta encontrar letreros con nombres, cuando camino. Los nombres que la gente ha puesto a todo cuanto hay a su alrededor, porque dar un nombre a las cosas es hacer que existan.

Hago el mismo camino que, en sentido inverso, emprendieron los emigrantes extremeños. Tenían dos nombres en mente: Cataluña, Barcelona. Con toda seguridad, había imágenes en las que se mezclaban la esperanza y el recelo, tras esos nombres. Yo, durante estos días, he pronunciado en mi fuero interno muchas veces Alía, mi primer destino en Extremadura. Y estoy a punto de llegar allí sin que me acompañe imagen alguna. La ignorancia constituye para mí la pasión que me mueve a conocer aquello que nunca me pertenecerá. Porque siempre habrá otra ignorancia que me reclame.

En la estación de Talavera de la Reina, todavía en la provincia de Toledo, Sebastià y yo tomamos un taxi que nos lleve hasta Alía.

El taxista es un hombre corpulento, y no parece sorprenderle que dos hombres ya mayores lleguen de Barcelona no con maleta, sino con una pequeña mochila cada uno, ni que en vez de darle la dirección de un pariente en Alía le pidan que los deje frente al bar El Montero. El taxista es más amigo de explicarse que de hacer preguntas. Y, tras un intercambio formal de palabras, la primera frase que pronuncia, la primera que oigo del primer desconocido, es ésta:

—Enterré a un chico antes de que cumpliera los veintiún años por culpa de la heroína.

Yo voy sentado junto a él y sigo mirando hacia delante, como si me hubiese dicho: «mire cómo está el campo, lleva tiempo sin llover». No hace falta que me vuelva a mirarlo para darle a entender que he comprendido lo que ha dicho, de hecho no puedo mirar a alguien que, sin pedir permiso, sin esperar a que se abra la cortina del tiempo, ha querido desnudarse para hablar.

—Aquí demasiada gente negocia con la droga. Y algunos queman el lino. ¿Usted sabe qué son los cuatreros, en Estados Unidos?

Contesto que sí; los que roban el ganado de los demás, los que están fuera de la ley.

—La mala gente debería terminar como los cuatreros. Con una corbata de cáñamo o con una indigestión de plomo.

El hombre lo ha dicho sin ira, sin emoción aparente, con una frialdad que se diría terriblemente consolidada. El cielo está del todo azul, sin rastro de nubes, quizá se hayan condensado todas dentro de este hombre. Y en el mismo tono empleado para decir que ha enterrado a un hijo por culpa de la droga me hace saber que tiene una hija que estudia bellas artes en Galicia. Por qué tan lejos de casa, me pregunto, pero no digo nada.

Pasamos por Puente del Arzobispo, por un estrecho viaducto sobre el Tajo. El taxista me comenta ahora que la cosecha será espléndida, pues ha llovido mucho durante los meses de abril y mayo. Coronamos el puerto de San Vicente, que ofrece una vista espectacular de la sierra que tiene enfrente, larga y denticulada, por detrás de la cual debe de circular el río Ibor, que seguiré pasado mañana. Pregunto por el nombre de la sierra, y el taxista me responde que no lo sabe. No me sorprende, a menudo fracaso cuando la gente del país, del territorio que sea, ha de decirme el nombre de una montaña, de un llano, de un bosque que ha llamado mi atención de forastero. Como aquel vasco que, en Arboliz, al preguntarle qué tipo de pájaro era aquel que cantaba cerca de donde estábamos, me contestó: «¿Este? Es el pájaro de aquí».

El pájaro de aquí, la montaña de aquí, el valle de aquí. Como si adivinase lo que estoy pensando, el hombre me dice:

—Los taxistas no sabemos nada, ya lo dijo el Séneca: «Sólo sé decir que no sé nada».

Sólo puede, o sólo quiere, hablar de él. Tiene cincuenta y seis años, y se podría jubilar a los sesenta y cinco, pero aún no sabe si lo hará. El taxi lleva ya hechos quinientos mil kilómetros, y comento que debe de cuidarlo mucho.

«Mire usted, se conoce mejor a los coches que a las mujeres. Las mujeres cada día sacan un título nuevo». «¿Un título?» «Sí, si corres, por qué corres; si te manchas, por qué te manchas». Sí, me podría jubilar, pero lo malo no es trabajar, sino aguantar a las mujeres. Mire, le cuento una anécdota. «Que no fumes, que no bebas… ve al médico. Un día el hombre, harto de tantos títulos, se va a ver al médico y cuando vuelve la mujer le pregunta: “¿Y qué te ha dicho? Que no fumes, que no bebas, seguro”. “Sí, y también que no trabaje más”. Y entonces la mujer le suelta: “No hagas caso, este médico está loco”».

Vamos descendiendo, una curva tras otra, hacia Alía. El taxista no conoce el nombre de la sierra, pero sí el de una cueva, Mazagatos, donde se dice que han encontrado cosas muy antiguas. Aunque entrar allí es difícil. «Y más yo, gordo como soy. Una vez el médico me dijo que tenía que hacer régimen. Y yo: “No me diga, ¿otro régimen después del de cuarenta años?”».

De joven, el taxista emigró a Alemania y trabajó en la John Derek, la industria de maquinaria agrícola, y en la Volkswagen. Y luego en un hotel. Hace una pausa antes de añadir:

—Si me hubiera quedado en Alemania…

A buen seguro, esta frase pronunciada ahora en voz alta, la ha dicho para sí numerosas veces. ¿Qué, si se hubiera quedado en Alemania? No se lo preguntaré, porque probablemente ni él mismo se ha atrevido nunca a respondérselo. Tal vez que no habría enterrado a un hijo de veintiún años. Tal vez que no habría tenido que exiliarse al interior de un taxi.

Bendito sea el Señor

No conoce la pensión El Montero. Alía es un pueblo pequeño, lejos de la estación de Talavera. Yo sé que la pensión está en la carretera, pero atravesamos todo el pueblo y no la vemos. Retrocedemos y descubrimos entonces un bar con una vela en la que se puede leer Restaurante Mont. El extremo de la vela está roto, y en el trozo que falta debían de estar las letras ero. Nos detenemos delante. Sí, es aquí, me confirma un hombre que hay en el bar. Salgo del coche, pago el viaje, le doy las gracias al taxista, que me desea que todo me vaya bien, y se marcha.

Entonces, solos en la calle, quietos, con las mochilas a nuestros pies, una ráfaga de aire calentísimo nos golpea en la cara a Sebastià y a mí. El aire acondicionado se ha ido con el taxi. Miro a derecha e izquierda, las casas bajas y blancas, tan sólo una mujer a lo lejos, caminando despacio, siguiendo una línea de sombra a lo largo de las fachadas. Estoy en Alía, soy finalmente el feliz extraño que ha llegado a Extremadura.

El primer impacto lo constituye la enorme dificultad que tengo para entender al dueño del bar. Habla de forma muy rápida, sincopada, como si sólo dijera trozos de palabras. Hay otro hombre en el bar, que evidentemente lo entiende. Más que responder a Lorenzo, lo que hago es decirle frases de cortesía convencionales. Me advierte que se llama Lorenzo pero que le llaman Juan. Mi desconcierto va en aumento cuando descubro en la pared un aviso escrito en inglés que dice: THERE ARE COMPLAINTS FORMS FOR GUESTS. Hojas de reclamaciones. ¿Vendrán turistas, por aquí? Supongo que será más bien la voluntad oficial de anticiparse, de repartir por todos los rincones, hasta el último, la buena nueva del anhelado turismo. En esta pensión, El Montero, cuando es temporada deben de hospedarse cazadores, pues desde siempre (ya en tiempos de expediciones reales y eclesiásticas) estas montañas han sido tierra de cacerías. Lorenzo dice aceleradamente algo que enmaraña una palabra muy clara: «habitaciones». Y lo seguimos, escalera arriba.

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