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Stanislas Dehaene - La conciencia en el cerebro

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Stanislas Dehaene La conciencia en el cerebro
  • Libro:
    La conciencia en el cerebro
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2014
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La conciencia en el cerebro: resumen, descripción y anotación

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Stanislas Dehaene

La conciencia en el cerebro

Descifrando el enigma de cómo el cerebro elabora nuestros pensamientos

ePub r1.0

diegoan 22.09.17

Título original: Consciousness and the Brain

Stanislas Dehaene, 2014

Traducción: María Josefina D’Alesio

Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere

Retoque de cubierta: Eugenia Lardiés

Edición al cuidado de: Luciano Padilla López

Editor digital: diegoan

ePub base r1.2

La conciencia es lo único real en el mundo y el mayor de todos los misterios - photo 3

La conciencia es lo único real en el mundo y el mayor de todos los misterios.

Vladimir Nabokov, Barra siniestra (1947).

El cerebro – es más amplio que el cielo –

colócalos juntos –

contendrá uno al otro

holgadamente – y tú – también.

Emily Dickinson (ca. 1862).

A mis padres.

Y a Ann y Dan,

mis padres estadounidenses.

Este libro (y esta colección)

Siempre he estado […] interesado en qué entiende la gente por la palabra «Yo». […] No decimos «soy un cuerpo», sino «tengo un cuerpo». De alguna manera, parecemos no identificarnos con todo lo que es «nosotros». […] La mayoría siente que son algo entre las orejas y detrás de los ojos, dentro de la cabeza. […] Eso no es lo que eres. […] Da la impresión de que eres un chofer dentro de tu cuerpo, como si tu cuerpo fuera un automóvil y tú el conductor que está adentro.

Alan Watts…

Ella usó mi cabeza como un revólver

e incendió mi conciencia con sus demonios.

Gustavo Cerati

La noticia era implacable, una puñalada en el pensamiento: «Gracias a un implante, un hombre recupera la conciencia». Se refería a un artículo publicado en 2007 en la revista Nature, que narraba cómo un paciente de 38 años, durante años en estado de mínima conciencia por una lesión cerebral, recuperaba la capacidad de hablar, de comer, de comunicarse, de estar despierto… y todo gracias a unos alambres que estimulaban el lado profundo del cerebro. Los médicos comentaban, maravillados, «ha vuelto a ser una persona».

Parece sencillo, entonces: a) la conciencia es lo que nos hace ser personas, y b) la conciencia se puede reemplazar, o al menos estimular, con un implante cerebral. Pero… las apariencias engañan.

Es cierto que en las últimas décadas algunos aspectos de la investigación en el cerebro se han vuelto, si no sencillos, al menos abordables: entender cómo funciona una neurona, cómo charla con sus vecinas, cómo se transmite la información a través de un nervio, incluso cómo de pronto una célula que no sabe quién es se convierte en una neurona, y no en un hepatocito o un espermatozoide.

Pero lo que es seguro es que en esa bolsa de preguntas no entran otras como qué quiere decir sentir que tenemos un cuerpo, o que estamos vivos, o que si nos pinchamos nos duele, o qué quiere decir el «rojismo» de un color rojo. Son, claramente, cuestiones más complicadas, y en un alarde de originalidad algunos científicos se regodean en llamarlas «el problema difícil»: cómo un puñado (un puñadote, a decir verdad) de neuronas de pronto generan la conciencia. Llevamos poco más de un kilo de seso sobre los hombros: nosotros, lo que nos hace diferentes unos de otros, y a los humanos distintos de los robots, los zombis o los murciélagos.

De nuevo: es fácil la ilusión de que nos llegan estímulos por todos lados y zas, de pronto vemos un partido de fútbol o bailamos con los Rolling Stones. Pero momentito: ¿cómo es que esos estímulos de repente se convierten en conscientes, o sea, en sentir que algo está pasando?

Entre otras razones, el problema es difícil por una cuestión de definición: qué es exactamente eso que llamamos conciencia (peor aún si comparamos los vocablos en distintos idiomas; para lo que en castellano llamamos «conciencia», hay al menos tres o cuatro palabras diferentes en inglés). Y lo cierto es que, diccionarios más o diccionarios menos, los científicos que la persiguen (biólogos, físicos, informáticos, filósofos) no siempre hablan el mismo lenguaje —aunque todos se ufanan y aseguran haber encontrado la solución al problema de la conciencia—.

Pero los científicos naturales viven de los experimentos, de interrogar a la naturaleza con cables, electrodos, tubos de ensayo, controles y análisis estadísticos. Quizás esta sea una de las mayores complicaciones en el problema de la conciencia: poder abordarla experimentalmente, sin charlas de café o discusiones interminables sobre la diferencia entre la mente y el cerebro. Sí: ¿cómo preguntarle a un sistema nervioso qué significa sentir, doler, imaginar? Tal vez el camino comenzó a transitarse cuando a alguien —a álguienes— se le ocurrió que ya que no se podía estudiar fácilmente la conciencia, sí se podría echar un vistazo a su falta o, en todo caso, a sus bordes. ¿Cómo cambia la actividad cerebral cuando estamos en la frontera del sueño, o cuando los pacientes entran en estado de mínima conciencia o, más allá, en estado vegetativo? ¿Y cómo pueden generarse en el laboratorio situaciones en las que un estimulo sea percibido sin entrar en la esfera consciente?

Uno de esos álguienes, sin duda, es Stanislas Dehaene, una de las figuras más importantes en la neurociencia cognitiva contemporánea. Stan aprovechó todas las herramientas a su alcance: el análisis de imágenes cerebrales o de la actividad eléctrica de las neuronas, los tests psicológicos y la estimulación controlada del cerebro para hacer, por una vez, experimentos sobre la conciencia. No sólo eso: nos lo cuenta en este libro, con una claridad y autoridad que disfrutamos a cada párrafo, con la boca abierta de quien se maravilla por entender de qué se trata. Comenzaremos por ponernos de acuerdo a la hora de definir de qué hablamos cuando hablamos de conciencia, para luego ir a buscarla en el laboratorio, munidos de la tecnología adecuada. Pasearemos por sus bordes, y hasta por la inconciencia y, como buenos detectives, buscaremos las marcas y las sombras que deja a su paso por el cerebro. Así, el problema no deja de ser difícil, pero sí deja de ser mágico, espiritual o dualista, para convertirse en una de las joyas de las ciencias naturales.

Hay quienes dicen que la conciencia representa la última frontera del conocimiento: entendernos a nosotros mismos. Si de fronteras se trata, Dehaene es la mejor aduana que podamos pedir, guiándonos con paso seguro a entendernos a nosotros mismos.

La Serie Mayor de Ciencia que ladra es, al igual que la Serie Clásica, una colección de divulgación científica escrita por científicos que creen que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, puede volverse inútil. Esta nueva serie nos permite ofrecer textos más extensos y, en muchos casos, compartir la obra de autores extranjeros contemporáneos.

Ciencia que ladra… no muerde, sólo da señales de que cabalga. Y si es Serie Mayor, ladra más fuerte.

Diego Golombek

Introducción

El material del que está hecho el pensamiento

Si nos adentramos en las profundidades de la cueva de Lascaux, más allá de la mundialmente célebre Gran Sala de los Toros, donde los artistas del paleolítico pintaron una colorida variedad de caballos, ciervos y toros, veremos que comienza un corredor menos renombrado, conocido como el Ábside. Allí, al fondo de un pozo de unos cinco metros de profundidad, junto a los bellos dibujos de un bisonte herido y de un rinoceronte, se encuentra uno de los escasos retratos de un ser humano en el arte prehistórico (figura 1). El hombre está tendido de espaldas con las palmas hacia arriba y los brazos extendidos. A su lado hay un pájaro posado sobre un palo. Cerca de allí yace una lanza rota, tal vez usada para eviscerar al bisonte, cuyos intestinos cuelgan de su cuerpo.

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