CREÍAN QUE ERAN LIBRES
LOS ALEMANES 1933-1945
MILTON MAYER
Traducción de María Antonia de Miquel
Título original: They Thought They Were Free
Licensed by The University of Chicago Press, Chicago, Illinois, U.S.A.,
by arrangement with International Editors’ Co.
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© de la traducción: María Antonia de Miquel, 2021
© de esta edición: Gatopardo ediciones S.L.U., 2022
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Primera edición: febrero de 2022
Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta: Celebración multitudinaria de la anexión de Austria,
1938 © Süddeutsche Zeitung Photo / Alamy Stock Photo
Imagen de la solapa: © Richard Scully
eISBN: 978-84-124869-0-2
Impreso en España
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Este libro está dedicado a mis diez amigos nazis:
Karl-Heinz Schwenke, sastre;
Gustav Schwenke, aprendiz de sastre sin empleo;
Carl Klingelhöfer, ebanista;
Heinrich Damm, vendedor en paro;
Horstmar Rupprecht, estudiante de secundaria;
Heinrich Wedekind, panadero;
Hans Simon, cobrador;
Johann Kessler, empleado de banca en paro;
Heinrich Hildebrandt, profesor;
Willy Hofmeister, policía.
Los fariseos se pusieron en pie y rezaron de este modo para sí:
«Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres».
PRÓLOGO
Como estadounidense, me horrorizaba el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania. Como estadounidense de ascendencia alemana, me sentía avergonzado. Como judío, me sentía anonadado. Como periodista, me fascinaba.
Ante cualquier análisis del nazismo, era la fascinación del periodista lo que prevalecía —o, como mínimo, predominaba— y me dejaba insatisfecho. Yo quería ver a ese hombre monstruoso, el nazi. Quería hablar con él y escucharle. Quería intentar entenderlo. Ambos éramos hombres, él y yo. Al rechazar la doctrina de la superioridad racial nazi, debía admitir que yo mismo hubiese podido ser como él; que lo que le llevó a tomar ese camino podría haberme impulsado a mí.
El hombre (dice Erasmo) aprende en la escuela del ejemplo y no acepta ninguna otra. Si lograba averiguar qué había sido el nazi y cómo se volvió así, si era capaz de presentar su ejemplo ante algunos de mis semejantes y conseguía atraer su atención, podría convertirme en instrumento de aprendizaje para ellos (y para mí mismo) en la era de las dictaduras populares revolucionarias.
En 1935 pasé un mes en Berlín tratando de conseguir una serie de entrevistas con Adolf Hitler. Mi amigo y profesor, William E. Dodd, por aquel entonces embajador de los Estados Unidos en Alemania, hizo cuanto pudo por ayudarme, infructuosamente. Luego viajé por la Alemania nazi por cuenta de una revista estadounidense. Traté con alemanes, personas a las que había conocido cuando viví en Alemania de niño, y por primera vez me di cuenta de que el nazismo era un movimiento de masas y no la tiranía de unos cuantos seres diabólicos sobre millones de personas indefensas. Entonces empecé a preguntarme si, después de todo, el nazi al que quería entrevistar era Adolf Hitler. Para cuando hubo acabado la guerra, había identificado a mi hombre: el alemán medio.
Deseaba viajar a Alemania de nuevo y conocer a ese hombre culto, burgués «occidental» como yo, a quien le había sucedido algo que no nos había sucedido (al menos no por el momento) ni a mí ni a mis compatriotas. Después de la guerra, pasaron siete años antes de que pudiese ir allí. Había transcurrido el tiempo suficiente para que un estadounidense no nazi pudiese hablar con un alemán nazi, pero no tanto tiempo como para que los acontecimientos de 1933-1945, y en especial los sentimientos íntimos que acompañaron a dichos acontecimientos, hubiesen sido olvidados por el hombre que yo buscaba.
Nunca llegué a encontrar al alemán medio, porque el alemán medio no existe. Pero encontré diez alemanes lo bastante diferentes unos de otros en origen, carácter, intelecto y temperamento como para representar, en conjunto, a algunos millones o decenas de millones de alemanes y lo bastante parecidos entre sí como para haber sido nazis. No fue fácil encontrarlos, y aún menos conocerlos. Disponía de una ventaja: deseaba conocerlos de verdad. Y de otra, adquirida durante mi larga relación con el American Friends Service Committee: realmente creía que en cada uno de ellos había «una pizca de Dios».
Mi fe encontró esa pizca de Dios en mis diez amigos nazis. Mi entrenamiento periodístico fue capaz de encontrar en ellos también algo más. Cada uno era una de las más maravillosas mezcolanzas de buenos y malos impulsos; sus vidas, una mezcla maravillosa de actos buenos y malos. Me caían bien. No podía evitarlo. Una y otra vez, mientras estaba sentado o paseaba con uno u otro de mis diez amigos, me sentí abrumado por la misma sensación que había entorpecido mis reportajes periodísticos en Chicago años atrás. Me caía bien Al Capone. Me gustaba cómo trataba a su madre. La trataba mucho mejor que yo a la mía.
Me resultaba difícil —y aún me lo resulta— juzgar a mis amigos alemanes. Pero confieso que prefiero juzgarles a ellos que juzgarme a mí. En mi caso, soy siempre muy consciente de los apremios y obstáculos que excusan, o al menos explican, mis malas acciones. Soy consciente de las buenas intenciones, de las buenas razones que me impulsan a hacer cosas malas. No quisiera morir esta noche, porque algunas de las cosas que he tenido que hacer hoy, cosas que se me presentan bajo una luz poco favorable, las hice para poder hacer mañana algo muy bueno, que compensaría sobradamente mi mal comportamiento de hoy. Pero mis amigos nazis sí que murieron anoche; el libro de sus vidas nazis se ha cerrado, sin que pudiesen hacer el bien que tal vez, o tal vez no, tenían intención de hacer, el bien que hubiese borrado lo malo que hicieron.
Por extensión, prefiero juzgar a los alemanes que a los estadounidenses. Ahora soy capaz de comprender mejor cómo el nazismo conquistó Alemania: no atacándola desde fuera o subvirtiéndola desde dentro, sino con vivas y gritos de júbilo. Era lo que la mayoría de los alemanes querían, o lo que —bajo la presión combinada de la realidad y la ilusión— llegaron a desear. Lo querían; lo consiguieron; y les gustó.
Regresé a casa un poco temeroso por mi país, temeroso de lo que podría llegar a desear, y conseguir, y apreciar, presionado por la combinación de realidad e ilusión. Me parecía —y me lo sigue pareciendo— que no había conocido al hombre alemán, sino al hombre a secas. Resultó estar en Alemania en unas condiciones determinadas. Podría estar aquí, en unas condiciones determinadas. En determinadas condiciones, podría ser yo mismo.
Si yo y mis compatriotas llegásemos a sucumbir bajo esa concatenación de condiciones, no habría constitución, ni leyes, ni policía, ni desde luego ejército que pudiese salvaguardarnos. Pues no existe daño alguno que se pueda infligir a un hombre que él no sea capaz de infligirse a sí mismo; ni bien que no pueda hacer si se empeña en ello. Y lo que antaño solía decirse es cierto: las naciones no están hechas de rocas y roble, sino de seres humanos, y tal como son los seres humanos, así serán las naciones.