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Egeria - Itinerario

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  • Libro:
    Itinerario
  • Autor:
  • Editor:
    Javier Martínez
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  • Año:
    2014
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EGERIA ITINERARIO ITINERARIO DE EGERIA PRIMERA PARTE PEREGRINACIÓN A - photo 1

EGERIA

ITINERARIO

ITINERARIO DE EGERIA
PRIMERA PARTE: PEREGRINACIÓN A LOS SANTOS LUGARES
Capítulo I. El monte Sinaí

(Falta una buena parte)

… iban apareciendo como dicen las Escrituras. Entre tanto, llegamos andando a un lugar, en el que aquellas montañas, entre las que marchábamos, se abrían formando un extensísimo valle, enorme, muy llano y hermoso; tras el valle, apareció el monte santo de Dios, el Sinaí. Este sitio por donde se extienden las montañas está próximo al lugar en que están las Memorias de la Concupiscencia (cf. Núm. 11, 34).

Cuando llegamos pues a este sitio, aquellos santos guías que iban con nosotros nos advirtieron diciendo: “es costumbre que, al llegar aquí, se haga oración, tan pronto como se distinga en la distancia el monte de Dios”, cosa que inmediatamente hicimos. Había desde aquel lugar hasta el monte de Dios una distancia tal vez de unas cuatro millas a lo largo de todo aquel valle, que, como dije, era enorme.

Capítulo II. Ascensión a las montañas

Aquel valle es muy grande y se extiende por la falda del monte de Dios; quizás tiene, en lo que pudimos apreciar mirándolo y según ellos decían, unos dieciséis mil pasos a lo largo y, de lado, unos cuatro mil. Por él teníamos que atravesar, para poder llegar hasta el monte.

Este valle tan grande y tan llano es aquel en que se detuvieron los hijos de Israel durante los días (cf. Éxod. 19, 2) que el santo Moisés subió al monte del Señor (cf. Éxod. 24, 18) y estuvo allí cuarenta días y cuarenta noches. Este es el mismo valle en que se construyó el becerro (cf. Éxod. 32, 4), lugar que aún hoy se señala, pues en él se alza una piedra grande clavada allí mismo. Este era pues el sitio, en cuya cima está el lugar donde al santo Moisés, mientras apacentaba los ganados de su suegro (cf. Éxod. 3,1) de nuevo le habló Dios desde una zarza ardiendo.

Como éste era nuestro itinerario, primero deberíamos ascender al monte de Dios, que teníamos delante, porque, desde donde veníamos, había una más fácil ascensión, y desde allí bajaríamos de nuevo a la parte del valle, o sea, donde estaba la zarza, porque así era más cómoda la bajada del monte de Dios desde allí. Así pues esto es lo que pareció más aceptable a todos y lo que deseábamos: bajar del monte de Dios, llegar hasta donde está el zarzal, y desde allí regresar, pasando a través de todo el valle, que se extiende a lo largo, hasta el camino, en compañía de los hombres de Dios, que nos iban enseñando por el valle cada uno de los lugares que dejamos dicho, como así se hizo.

Desde aquel punto íbamos marchando y donde, al salir de Pharan, estuvimos orando; hubo que hacer el camino atravesando la cabecera del valle y así doblaríamos hasta el monte de Dios.

Aquel monte parece que en el contorno solamente tiene una sola entrada, pero tiene varias para acceder a él, y todo el monte se llama de Dios, especialmente aquella parte en cuya cima bajó la majestad de Dios, según lo escrito (cf. Éxod. 19,18). Está en medio de los otros.

Todos los montes, que están a su alrededor son tan altos como no creo haber visto nunca. Pero aquel que está en medio, en el cual bajó la majestad de Dios, es más alto que todos los demás; cuando se sube a él, desde allí todos los demás montes que nos parecían altos, daba la sensación de que estaban debajo de nosotros y que eran humildes colinas.

Es verdaderamente admirable y creo que sin la Gracia de Dios parecería mediano, aún siendo más alto que los demás, especialmente el llamado Sinaí, en el cual bajó la majestad de Dios. A pesar de ello no puede verse, hasta llegar a su propia raíz, antes de subir. Pues, una vez satisfecho el deseo, bajas de allí, y lo ves de frente, cosa que antes de subir no podría hacerse, tal como ya sabía por referencia de los hermanos, antes de llegar al monte de Dios, y después de llegar lo comprobé suficientemente.

Capítulo III. En la cumbre del Sinaí

Alcanzamos la montaña el sábado por la tarde y, llegando a ciertos monasterios, nos recibieron con bastante humanidad los monjes que allí habitan, ofreciéndonos todos sus servicios. Pues también hay allí presbítero y permanecimos aquella noche; desde allí, temprano, al amanecer del domingo, empezamos a subir con el propio presbítero y los monjes que con él moran cada una de las montañas, que se suben con infinitos trabajos, porque no vas ascendiendo lentamente en círculo, o sea, en caracol, sino todo en derecho hacia arriba, como por una pared y bajar por derecho cada uno de dichos montes, hasta llegar a la raíz del que está en medio, que es propiamente el Sinaí.

Así por la voluntad de Cristo Dios nuestro, ayudada por las oraciones de los santos que nos acompañaban y con grandes trabajos me fue forzoso subir a pie, pues ni siquiera podía ir en silla. Sin embargo, no se notaba el esfuerzo, (en este sentido se superaban las dificultades, viendo cómo con la ayuda de Dios se iban cumpliendo mis deseos). Así pues, a la hora cuarta llegamos a lo más alto del monte de Dios, el santo Sinaí, donde fue dada la ley (Éxod. 19, 18). Allí está el lugar donde descendió la majestad del Señor aquel día en que el monte humeaba.

En aquel lugar hay ahora una iglesia mediana, porque el sitio, o sea, la cima del monte no es suficiente. Sin embargo la iglesia tiene gran armonía.

Cuando pues, con la ayuda de Dios, llegamos a alcanzar la cumbre misma y estuvimos a la puerta de la propia iglesia, he aquí que nos salió al encuentro el abad que regía la iglesia, viniendo de su monasterio, un anciano íntegro y monje desde su temprana edad y asceta, como dicen aquí. ¿Y qué más? Y que es digno de estar en aquel lugar. Concurrieron también otros presbíteros y todos los monjes que vivían en el monte, esto es, los que por edad o enfermedad no estaban impedidos.

Allí en la cumbre misma de aquel monte intermedio no vive nadie. En efecto, en aquel sitio no hay otra cosa sino la iglesia y una cueva donde estuvo el santo Moisés (cf. Exod. 33, 22).

Leído todo lo relativo al pasaje del libro de Moisés y hecha la oblación por su orden, y haber comulgado, al salir de la iglesia, los presbíteros nos obsequiaron con cosas de allí, o sea, manzanas, que se crían en aquel monte. Pues, al ser el monte santo Sinaí todo de piedra, de manera que no produce fruto, sin embargo, alrededor de las faldas de aquellos montes, o sea los que están en torno al central o en la cercanía, hay alguna leve capa de tierra. Ahí los santos monjes con diligencia siembran arbolitos o hacen huertos o campos de labor y cerca de su monasterio plantan en la tierra para producir algunos frutos, que, al parecer, elaboran con sus propias manos.

Después de haber comulgado y habernos obsequiado aquellos santos, salimos fuera de las puertas de la iglesia y les rogué que nos mostraran cada uno de aquellos lugares. Al punto, aquellos santos se dignaron enseñarnos cada cosa. Nos mostraron la cueva aquella donde estuvo el santo Moisés cuando por segunda vez subió al monte de Dios (cf. Éxod. 34), al recibir de nuevo las tablas, después de haber roto las primeras por culpa de los pecados de su pueblo (cf. Éxod. 32, 19), y se dignaron mostrarnos todos los demás lugares que deseábamos contemplar y que ellos conocían mejor.

También quiero que sepáis, señoras, venerables hermanas, que de aquel sitio donde estábamos, o sea, alrededor de las paredes de la iglesia, esto es, desde la cumbre de aquel monte intermedio, nos parecía que aquellas montañas a las que en principio habíamos subido estaban al lado de la del medio en que estábamos, como si fuesen pequeños montículos, que siendo en número infinito me parecían más altos, sino que este mediano los aventaja bastante. Desde allí veíamos debajo de nosotros de manera increíble Egipto, Palestina, el Mar Rojo, el Mar Parténico cerca de Alejandría, además de los infinitos territorios de los sarracenos. Cada una de estas cosas nos fue señalada por aquellos santos.

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