Este libro no habría sido posible sin Jordi Sánchez-Navarro, impulsor de mi colaboración en esta colección y enormemente paciente.
Y no habría visto la luz sin la ayuda incondicional (así como, de nuevo, la paciencia) de Adan, Cristina y Francina.
En memoria de Xavi.
El abrazo de la muerte: los funestos designios del cine negro
A lo largo de Código del hampa (The Killers, 1964), de Don Siegel, el asesino a sueldo interpretado por Lee Marvin se mueve a partir de dos impulsos: el primero tiene que ver con el dinero y el segundo con la curiosidad. Quiere saber, a toda costa, por qué el hombre ciego al que ha matado a sangre fría se ha enfrentado a su funesto destino con sencilla resignación. La muerte de Johnny North al inicio de Código del hampa se revela calma, extrañamente mansa. Él la abraza, la acepta, sin oponer ninguna resistencia ni expresar ningún mohín. Y esto es precisamente lo que no comprende el sicario, que indagará con pericia hasta entender qué hace que un hombre no tenga miedo a morir y acepte su final con sumisa mansedumbre.
Código del hampa no se anda con chiquilladas. De entrada, nada más comenzar la película se escuchan las risas de unos niños. Además, el lugar en el que transcurre el asesinato de North es el «hogar del ciego», en el que los sicarios irrumpen para pasearse por sus pasillos sin importarles qué se llevan por delante, como la directora del centro, a quien agarran del pelo y obligan a decirles dónde diantres se encuentra North. Hay que tener muy mala baba para matar a alguien en un lugar como ese. Código del hampa no solo revela la propensión del noir a retratar el mundo del crimen, sino también el tono vehemente de la llamada generación de la violencia, aquella formada por cineastas como el propio Siegel.
La dureza de los asesinos contrasta con la suavidad de North, encarnado por John Cassavetes, que desoye las advertencias de un compañero y asiente con la cabeza cuando el personaje de Marvin pregunta por él antes de dispararle a bocajarro. North se desploma sin más. La película de Siegel manifiesta el poso existencial que deja la conciencia de lo finito de la vida, uno de los temas centrales del cine negro. La fatalidad no solo se ciñe sobre el personaje de North, sino también sobre el sicario. En el noir no es fácil escapar de un sino infausto.
Unos años antes, Robert Siodmak había adaptado el mismo texto de Ernest Hemingway en el que se basa Código del hampa. En Forajidos (The Killers, 1946), unos esbirros se plantan en un pequeño pueblo donde comienzan a preguntar por el Sueco, que lleva una vida anodina y apacible y pasa desapercibido como encargado de una gasolinera. Cuando se entera de que su pasado le ha dado caza, el Sueco lo acepta con conformidad. De nuevo, la finitud se presenta con una extraña y placentera naturalidad.
Tanto Código del hampa como Forajidos retratan una fatalidad que se conoce desde un inicio, que se presenta como ineludible. Es a partir de este hecho funesto, el de la muerte de un personaje central, que las películas se despliegan hacia el pasado, para contar qué llevó a los protagonistas hasta ese lugar y hasta ese estado de ánimo sosegado. La fatalidad es uno de los signos del noir, pero el viaje al pasado, que va desentrañando misterios y secretos, también.
Al inicio de Callejón sin salida (Dead Reckoning, 1947), el capitán Rip Murdock, interpretado por Humphrey Bogart, aparece como un hombre marcado. En su rostro se observa una herida, aunque la iluminación se encarga de esconderlo, de dejar la figura de Bogart completamente en la penumbra mientras le cuenta a un párroco qué le ha llevado hasta allí, hasta el anodino rincón de una pequeña iglesia y a confesarse; él, que no es creyente. Comienza a desplegarse así un catálogo del noir: el relato de Murdock en off; el flashback que evoca los hechos que lo precipitaron todo; la muerte de un amigo; un tupido entramado de personajes y pistas; y, evidentemente, también está ella, Coral Chandler. Las facciones duras, la belleza gélida de Lizabeth Scott, definen a Coral, a quien él llama Mike. El destino funesto es el de ella, que termina con la cabeza vendada, en la cama de un hospital, mientras Rip le invita a soltarse, a abrazar la muerte con dignidad, como lo hacen los héroes de guerra, como el paracaidista que salta desde el avión. «Sostén el aliento y simplemente déjate ir, Mike. No lo pelees. Recuerda a todos los hombres que lo han hecho antes que tú. Tendrás mucha compañía, Mike. Compañía con clase. Gerónimo, Mike». Coral escucha todo esto, y el rostro de Scott se muestra plácido, bello, beatífico. Ni siquiera luce su cabellera rubia, que está envuelta en vendas. Sus ojos se cierran. La fatalidad se ha ceñido sobre ella, que sigue las directrices de Rip y abraza plácidamente la muerte, como más adelante hará Johnny North en el filme de Siegel.
Más oscuro que el alma
–Pero ¿qué tal te va con el problema de los huidizos diamantes?
–Ni fu ni fa –le respondí, y le conté lo que hasta la fecha había averiguado y hecho.
–Pues no cabe duda –me felicitó, cuando hubo terminado– de que te has arreglado
para liarlo y oscurecerlo todo inmejorablemente.
–Más oscuro se tiene que poner antes de aclararse –profeticé.
Dashiell Hammett
El cine negro se escurre entre los dedos como mantequilla. Cuanto más lo estrujas, mejor se escapa. Se escabulle de nuestra mano bajo la forma del fundacional cine de gánsteres, se diluye tras la crisis del clasicismo y se derrite transformado en otra etiqueta, la de thriller. Se dispersa como el humo de un cigarrillo. ¿Qué es el cine negro? Acaso un crimen, quizá un claroscuro, tal vez el gesto desconfiado de un detective con gabardina y sombrero. O puede que el cine negro sea un estado de ánimo, un pesar.
Los géneros siempre se resisten a una categorización rotunda. Son maleables, evolucionan y tienden a la hibridación. El wéstern, por ejemplo, se aferra a elementos visibles como el