Capítulo 1
¿POR QUÉ?
¿Por qué quiero escribir un libro? Me lo pregunté muchas veces antes de comenzar, y siempre llegué a la misma conclusión: porque soy un comunicador y vivo y respiro del ejercicio diario de comunicar. Es una necesidad de la cual no me puedo divorciar, que se ha convertido casi en una obsesión en mi vida, que me ha dado grandes satisfacciones y uno que otro inconveniente, en especial con mi esposa, quien a menudo me critica por comunicar públicamente más de lo necesario.
Los expertos dicen que la palabra «comunicar» viene del latín communicare, que significa compartir información, difundir, entregar a otros, poner en común, participar a los demás de un contenido. Definitivamente, y sin ánimo de innecesaria soberbia, siento que he disfrutado desde mi juventud de una gran facilidad para interactuar con los demás, observando, aprendiendo, descubriendo, transmitiendo sentimientos, conocimientos, informaciones. Soy patológicamente curioso, y no me avergüenzo de serlo.
En muchas cosas también soy contradictorio, y esta es una de ellas. Porque si bien me considero un buen comunicador en lo público, en mi vida personal, en la intimidad de mi familia, me cuesta compartir mis sentimientos, dolores, frustraciones, incluso mis alegrías. Tal vez todos estos años me he sentido protegido por la pantalla, pero me vuelvo vulnerable cuando no la tengo. Es como si Don Francisco tuviera un acuerdo unilateral para entrometerse en el mundo interior de Mario Kreutzberger, y eso también le da el derecho a exponerlo ante los demás. He vivido en medio de una bipolaridad que yo mismo fui modelando, y el resultado de esta dinámica son dos personalidades que, si algún día se parecieron, hoy están muy distantes una de otra.
Porque creo que esto es más común de lo que relato, también pienso que cualquiera puede ser un buen comunicador si tiene el genuino interés en serlo. Esta vocación ha sido el gran motor de mi vida, lo que me impulsa a levantarme todas las mañanas pensando cuál será el gran mensaje que me tiene preparado el nuevo día, y luego, al final de la jornada, repaso todo lo que hice y no pude hacer, con un sentido de autocrítica despiadado, que me ha servido para estar siempre alerta frente al ego y a lo que puedo mejorar, cambiar o borrar. No tengo miedo a reconocer mis errores, pero me aterra repetirlos.
Por eso, en este libro quiero empezar por el final. Estoy transitando por el último sendero de mi existencia, en una dimensión impredecible, misteriosa. Escribo estas primeras líneas a comienzos de 2019, en la antesala de mi octava década, y por primera vez en mi vida no tengo un proyecto concreto al cual dedicarme. He trabajado sin detenerme desde los dieciséis años, y los últimos cincuenta y ocho con dedicación casi exclusiva a la televisión y a diversas actividades siempre relacionadas con los medios de comunicación. He estado todos estos años expuesto las veinticuatro horas de cada día a la agotadora tensión de la competencia, la popularidad y los rigores de la vida pública.
Estoy algo desorientado. No sé muy bien en qué voy a ocupar las horas, cómo me voy a sentir en esta nueva etapa, y de qué manera me adaptaré a los inevitables cambios cronológicos que impone la vida. Pensé que después de tanto imaginarme esta parte del camino, sería más fácil transitarlo, pero sin duda no es así. Me parece que esta vez voy a tener que afirmarme del viejo dicho popular «Otra cosa es con guitarra», pero me tomaré la libertad de hacerle una modificación: «Otra cosa es sin televisión y sin aplausos».
El aplauso, debo decirlo, es el verdadero sueldo y alimento del artista, y al mismo tiempo una droga dramáticamente adictiva. Tal vez eso explica por qué en este momento me niego a prescindir de él y me consuelo pensando «sin aplausos por el momento». Nunca dejaré de creer que «mientras haya vida, todo es posible».
En mi libro anterior, la autobiografía Entre la espada y la tv, publicada a fines de 2001, hice un recuento de importantes hechos que habían impactado mi vida hasta ese momento, cuando me preparaba para celebrar el 2002 mis cuatro décadas en televisión. Sabía que la prensa me haría muchas entrevistas, pero yo quería contar con mis propias palabras cómo pasé de ser un joven graduado de técnico modelista al orgulloso conductor y creador del programa de más larga duración de la historia de la televisión en el mundo.
Quise hacerlo por escrito, al igual que en mi telebiografía Quién soy de 1987, porque considero que en un papel la palabra queda para siempre, y si mil ejemplares de mi historia ocupan un lugar en algún rincón de mil hogares del mundo, sentiré que parte de mi alma está ahí, junto a los que siempre me brindaron su afecto y aplauso.
Son curiosos los ciclos de la existencia humana. Hoy me siento como si hubiera regresado a mis comienzos en muchas cosas. Durante toda mi carrera he estado rodeado de mucha gente, con un gran equipo de profesionales acompañándome en cada nuevo desafío. Podrían contarse en varios cientos los compañeros de ruta. Pero hoy, como en los comienzos, solo somos cuatro mosqueteros en busca de la espada de D’Artagnan para recomenzar y enfrentar alguna batalla en la que podamos dar la estocada final al éxito.
Tengo muchos sueños e ilusiones dando vueltas en mi cabeza, como si tuviera veinte años, pero con una gran diferencia: ya no soy el mismo. Con algo de dificultad y mucho de rebeldía, he tomado conciencia de que mi mente es mucho más joven que mi cuerpo, y que ambos muestran signos claros de fatiga de materiales.
He decidido esperar con gran respeto la llegada de las ocho décadas porque me doy cuenta de que aun cuando ya jugué mi partido (como en el fútbol) y estoy en los descuentos (tiempo agregado), sigue siendo una buena oportunidad para vivir lo que me queda en esta parte de la vida. Aunque todos me acusen de pesimista y derrotista, debo decirles con firmeza que se equivocan. En el fondo soy un gran optimista y estoy convencido de que hay algo bueno a la vuelta de la esquina.
Para guiarme en esta parte del camino, recurro al GPS más eficiente que he conocido, mi propio instinto, el que ahora me indica claramente que es buen momento para compartir lo que aprendí en el trayecto. Es un gran estímulo y una esperanza saber que estas reflexiones pudieran ser útiles para alguien.
Además, lo hago porque me siento privilegiado. Dios, una fuerza superior o el destino me han regalado una vida hermosa. Con Temy, mi esposa, hemos disfrutado de un matrimonio que ya transita en los cincuenta y ocho años. Construimos un hermoso hogar que tuvo como fruto estelar el nacimiento de nuestros tres hijos, y a ellos se sumaron con el tiempo nueve nietos muy consentidos, algunos casados, otros enamorados y varios decepcionados del amor (por el momento). Todos, cabalgando en medio de la apasionante búsqueda de un lugar propio en el extraño planeta de los adultos.