Jomari Goyso - Desnudo

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Por María Antonieta Collins

N o pertenezco al círculo íntimo del diario ir y venir en sus redes sociales. Es más, quizá solo en una ocasión me tomó una foto que ha subido en su cuenta de Instagram; a pesar de eso, primero sin pensarlo y después sin pretenderlo, me ha tocado vivir dos decisiones fundamentales en su vida profesional: la primera vez que estaría como presentador en un show de televisión en vivo, y años después, esta puesta en escena de su vida hecha un libro.

De lo que hubiera sido su primera aparición en vivo, en la televisión, no me enteré sino hasta años después, cuando él me lo contó, y leí el capítulo en el que a todo lo fallido en su vida le llamaba «la maldición Collins», porque resulta que el día más soñado por él: cuando iba a debutar haciendo lo que tanto quería... yo, «la Collins», precisamente ese día le arruiné su sueño, ya que decidí anunciar que no renovaría contrato y, por lo tanto, ya no hubo show para Jomari.

Después, la vida unió nuestros caminos y, a la distancia, en ocasiones le hice sugerencias, sin lugar a dudas encaminadas a que escribiera un libro.

Estuve segura de que lo haría cuando lo vi llorar en televisión nacional recordando uno de sus más dolorosos pasajes personales, o cuando se vio envuelto en la controversia por un malentendido con Ana Patricia Gámez, presentadora del show Despierta América, y a raíz del cual la gente tomó partido a favor y en contra.

La forma en que salió avante en aquellas dos ocasiones, con dos riesgosos temas, y la manera en que el público lo respaldó, me hicieron decirle que esa era la clave para poder escribir un libro que enseñara a otros cómo salir adelante con la corriente en contra.

Pero el asunto del libro no fue fácil.

Él hizo las cosas «a su aire», como dicen en su tierra. Y de pronto, un buen día me entregó uno de los pocos manuscritos que imprimió. Este tenía mi nombre, y con su brutal claridad, «el niño terrible» de la televisión vespertina me lo dio con una especial petición...

«Espero que lo leas y me digas qué te parece y qué no. No necesito halagos, Collins, sino únicamente la verdad. Como sea, pero la verdad».

Le prometí tener el veredicto en una semana, y así sucedió. Le dije no solo lo bueno, sino lo que creía debía ser modificado, y así lo recibió.

Lo que menos me imaginé es que días después me daría el honor de escribir este prólogo, que es como ser escogida madrina de bautizo de un hijo. En este caso, del primogénito, lo que tiene un doble significado.

Bien dicen que las mejores historias no son las que se publican, sino lo que queda en el tintero; así sucedió con estas memorias.

Un buen día, Jomari, con esos enormes ojos que al mirar son como los de Bambi, el de Walt Disney, vino a preguntarme: «¿Podrías escribir el prólogo de mi libro?». Me quedé gratamente sorprendida, en especial porque cuando lea las páginas siguientes, se dará cuenta de que el universo de amigas-estrellas de Jomari es infinito, y que cualquiera de las que han vivido su historia desde el principio: Alaska, Penélope Cruz, su hermana Mónica, o la misma madre de las Kardashians pudieron haberlo escrito con una firma rimbombante, pero Jomari me escogió a mí, a «la Collins» como siempre me llama.

Y hoy soy yo la que le dice a usted que está leyendo estas líneas:

Aquí va a encontrar el alma de un joven tan inmigrante como somos todos, que supo del hambre y de no tener dinero, tan sincero y apasionado de lo que cree como deberíamos ser todos, y en especial, alguien para el que la palabra no, simplemente no existe, y también alguien que ha construido una coraza contra lo malo que le lancen.

En estas líneas se explicará la compasión y el entendimiento hacia sus entrevistadas, a quienes transforma con su «Jomari Love» para que tengan una vida mejor, porque él mismo requirió de otros personajes que lo llevaron hasta donde había soñado.

Ahora soy yo la que quiero decirte algo, mi querido Jomari:

Gracias, porque al leerte pude sentir que te acompañaba en este recorrido, y gracias también por enseñarnos en todas estas páginas, que lo importante en la vida no es cómo atraviesas el escenario... sino la forma en que lo haces y la ovación que te llevas en el trayecto.

Amén.

MIAMI, FLORIDA, ENERO DE 2018

M e miré en el espejo del camerino que llevaba mi nombre. Enfundado en mi traje nuevo azul oscuro me sentía elegante, preparado para hacer realidad mi gran sueño. ¡Estaba tan emocionado que hasta me veía guapo! Dios estaba de mi lado, porque esa mañana amanecí incluso sin mis acostumbradas ojeras. Todo parecía confabularse para que mi gran debut fuera perfecto: en pocas horas sería el cuarto juez de Nuestra Belleza Latina, algo que jamás había pasado antes en la historia del programa. Iba a ser uno de los principales personajes del show número uno de la televisión en Estados Unidos. Mi jefe me había llamado una semana antes con la noticia: «Te has ganado ser el cuarto juez, el público te quiere y pondremos una silla más por primera vez». ¡Wow! No me lo podía creer. Tantos sacrificios y años de trabajo, al final se iban a ver recompensados. Y para semejante ocasión, me había ido a Tom Ford y me había comprado ese traje de diseño que apenas podía pagar. Mi público merecía eso y mucho más; ellos esperaban verme triunfante y yo quería que me vieran mejor que nunca.

Mientras salía de mi camerino y caminaba hacia el set, sentía que la emoción me hacía estremecer. Solo quedaban veinte minutos para que iniciara el show, y una productora salió a mi encuentro para acompañarme hasta la silla. Mientras el técnico me acomodaba el micrófono en la solapa, llegó otra productora medio alterada y exclamó:

—¿Por qué le pones ese micrófono? Jomari no es juez.

Yo, todavía más nervioso de lo que estaba, le respondí:

—Sí, esta semana comienzo, voy a ser el cuarto juez.

—Déjame checar, porque a mí no me dijeron eso —me replicó la mujer.

Y ahí mismo, rodeado de productores y técnicos, y ante los cientos de ojos de la audiencia sentada en las gradas, escuché las malditas palabras.

—No, me acaban de confirmar que Jomari ya no va a ser juez, quítenle el micrófono.

En ese instante, todo se tiñó de negro a mi alrededor. Yo quería desaparecer, que me tragara la tierra, que se fundieran todos los focos y ese set quedara a oscuras, y que nadie me viera salir derrotado y humillado. Mi cabeza daba vueltas; no lograba entender nada. Por momentos, pensé que se trataba de un malentendido, de una broma pesada que alguien me estaba gastando. Pero cuando vi a los otros jueces llegar y hacer gestos entre ellos con cierta complicidad, me di cuenta de que ahí yo no pintaba nada. Me sentí despreciado, fuera de lugar y rechazado. Y lo único en lo que podía pensar era en saltar... saltar al vacío y terminar con esa pesadilla. Saltar y ponerle fin a todo lo que me hería por dentro y por fuera. Entonces mi mente voló lejos en el tiempo, hasta el Josemari de cinco años parado frente a aquel enorme ventanal...

***

Era invierno. De eso me acuerdo porque el sol se escondía temprano, y el pueblo quedaba oscuro y frío. Yo veía ese atardecer por el ventanal grande de la sala principal de la casa, situada en el segundo piso. Toda la primera planta la ocupaba un almacén donde mi padre guardaba las máquinas y los útiles del campo. Arriba teníamos la vivienda, cómoda y caliente, aunque para mí no resultaba ni tan cálida ni tan acogedora, porque lo único que veía era ese enorme ventanal de la sala principal, que me llamaba con desesperación.

Esa sala estaba repleta de fotos de mis abuelos, en blanco y negro, y tapetes de ganchillo que mi madre tejía. Un sofá de piel oscura ocupaba el centro de la habitación, y frente a ese enorme ventanal que tanto me atraía, había una mesa redonda de madera, de esas antiguas que tenían espacio para un brasero debajo.