Esto, ¿se come?
S eguramente es la pregunta que más veces se ha formulado, verbalizada en miles de idiomas a lo largo de toda la existencia de la Humanidad. También los animales se plantean a su manera la misma cuestión cuando deben llenar el estómago pero, en el caso de nuestra especie, el enigma adquiere unas connotaciones muy especiales ya que la comida es, para nosotros, mucho más que mero sustento. “Cocinar hizo al hombre”, afirma el antropólogo Faustino Cordón en uno de sus libros más conocidos. Y aunque sus teorías pueden ser discutidas, nadie negará que somos el único animal que cocina, que manipula sus alimentos para hacerlos más digeribles y también más apetitosos. Por ello a la pregunta antes enunciada (Esto, ¿se come?) le sigue siempre otra: ¿Cómo se cocina?. Somos un animal que atesora recetas culinarias.
Somos también una especie con tendencia al aburrimiento, con una querencia por la variedad y con una gran curiosidad, cosa que en el tema alimentario hace que en medio de la abundancia nuestra imaginación se desboque dando lugar a cocinas barrocas, elaboradísimas, preciosistas y excesivas. De todos son conocidos las barbaridades gastronómicas que perpetraban los romanos ricos cuando el Imperio nadaba en la abundancia y asociamos desenfrenos culinarios como los sesos de ruiseñor atravesados por la lengua frita del mismo pajarito, el paté de hígados de alondra o las lenguas de flamenco estofadas con la imagen de unos individuos con toga reclinados en sus triclinios, borrachos de vino y de riqueza mientras los bárbaros acechaban en sus fronteras. Desconozco si el barroquismo de nuestra actual cocina presagia alguna decadencia inminente y catastrófica, pero en todo caso nuestros excesos no tienen nada que envidiar a los de los romanos imperiales, tantas veces caricaturizados en su escandalosa e inconsciente decadencia.
Pero hay otra fuente de creatividad gastronómica opuesta a la abundancia, ya que la escasez de recursos espolea también la imaginación. El hambre extremo es acuciante, empuja a buscar comida y obliga a realizar experimentos a veces peligrosos, ya que lo desconocido puede ser indigesto o incluso venenoso. Pero es en la modestia de recursos, en la escasez que ya no es miseria, donde brilla especialmente la imaginación gastronómica, pues la necesidad de ampliar la variedad de alimentos se combina con la búsqueda de la manera de convertir en sorprendente y apetecible lo que de otra forma sería monótono e insípido. Muchos condimentos e incluso algunos alimentos no son apreciados por su valor alimenticio intrínseco, sino por su capacidad para alegrar los platos, para enriquecer los sabores y para incrementar el placer de comer. Todo ello hace que la cocina derivada de la escasez, la cocina pobre, sea también –paradoja– muy rica y variada, con el atractivo añadido de partir de la simplicidad, lo que la convierte en sabrosísima aunque radicalmente diferente de la basada en la abundancia y el barroquismo.
El Mediterráneo, este mar laberíntico y plagado de islas que ha sido escenario de actividad humana desde hace milenios, es y ha sido especialmente propicio para la experimentación gastronómica. Para empezar, la presencia humana es muy antigua y la experiencia se ha acumulado a lo largo de miles de años. Además, el medio es austero sin llegar a ser mísero, cosa que obliga a diversificar recursos y a rebuscar por los rincones. Y para terminar, el austero paisaje parece haber sido bendecido por los dioses con regalos como el aceite de oliva, el vino, las hierbas aromáticas y otras exquisiteces. Como remate, el mar ha sido durante milenios no un obstáculo o una barrera, sino un camino que unía riberas y que ha permitido un tráfico continuo de hombres, mercancías, ideas y recetas, lo que ha desembocado en un escenario en el que abundan las peculiaridades culinarias locales pero también las hibridaciones.
En este mar, a lo largo de sus costas y en sus islas, uno reconoce siempre los sabores básicos y se siente en casa pero también se da de bruces a menudo con sorpresas, con descubrimientos sorprendentes ya sea por el uso de algún ingrediente nuevo, por la forma especial de tratar un producto o por alguna mezcla inusitada. El Mediterráneo es un mar cuya cocina es rica en genialidades en la que abundan recetas estrambóticas y platos bastardos, un escenario en el que las cocinas locales están trufadas de influencias que provienen de culturas tan potentes y diversas como la otomana, la persa o la árabe.
Está claro que lo “raro” es claramente subjetivo y encontrar platos estrambóticos es moneda común cuando uno viaja a lugares lejanos, aunque en esas circunstancias las sorpresas, por constantes, parecen perder brillo. En cambio las rarezas que uno encuentra cuando merodea por sitios familiares parecen ser mucho más chocantes. Lo que sigue es una selección arbitraria de platos de la cocina mediterránea que no pretende ser ni exhaustiva, ni ordenada, ni coherente sino que es fruto de las sorpresas encontradas a lo largo de pausados merodeos. Es también –y sobre todo– una selección personal, ya que lo raro se contrapone a lo que uno considera normal. Y así, para alguien familiarizado con la barroca y exuberante cocina ampurdanesa y sus combinaciones de “mar y montaña” como el pollo con langosta, el lomo de cerdo con almejas, el arroz con conejo y sepia o la casi imposible combinación de ingredientes que componen el plato llamado “niu” (nido), un guisote que incluye patatas, cebolla, ajos, tomate, “peixopalo” (bacalao seco), sepia, bacalao salado, tordos y tripa de bacalao (según Manuel Vázquez Montalbán, “un plato hijo de la tramontana, parido en la barca más loca que alguna vez haya regresado a puerto”); para alguien que ha convivido con estos platos no constituye una sorpresa encontrar en Mallorca un guiso de sepia con sobrasada. Pero esa misma persona considerará raro algo muy común para un bereber, como un limón conservado en salmuera y usado como ingrediente en un guiso de cordero o pollo, o en una ensalada.
Lo que sigue es, pues, una lista arbitraria y personal, una selección que solo pretende espolear el hambre, la curiosidad y las ganas de viajar. Y rendir un modesto homenaje a las generaciones de gentes hambrientas e imaginativas que han vivido, cocinado y comido a orillas de este mar fascinante y que nos han dejado este sabroso legado.
Finalmente queda solo calificar esta cocina. Un inglés usaría sin duda el término “bizarre”, que significa rara o peculiar en su lengua, aunque en castellano tiene un sentido muy diferente. Podría también ser descrita como cocina rara o estrambótica, o incluso atávica. O podría aplicársele el calificativo que usó un buen amigo el día que se enfrentó a una mesa guarnecida con alguna de las recetas que siguen. La bautizó como cocina bastarda para usar un adjetivo que resaltara su carácter contundente y que dejara claro también que se trata de una gastronomía que proviene a la vez de una familia conocida aunque con influencias externas imprecisas. Cocina bastarda del Mediterráneo. O también cocina secreta. En todo caso, independientemente del adjetivo, buen provecho.
Identificar las especies
Los nombres vulgares de las especies, tanto de animales marinos como de plantas, pueden ser equívocos. Para empezar, varían de un sitio a otro y, en el caso de los peces y mariscos, los pescaderos suelen jugar al despiste rebautizando especies poco conocidas. Lo mismo ocurre con las plantas, con sus dudosos y variados nombres locales. Además, si uno no conoce un nombre vulgar y tira de diccionario puede encontrarse con que no logra aclarar el tema. Por eso en este texto se suministran los nombres científicos, inequívocos y fácilmente localizables. Están formados siempre por dos palabras, la primera referente al género (el “apellido” común a muchas especies de la misma familia) y la segunda a la especie (el “nombre” que la caracteriza a ella sola). En el caso de que haya varias especies del mismo género que compartan el mismo nombre común al ser muy parecidas, el nombre genérico va seguido de la abreviación