Presencia
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417669164
ISBN eBook: 9788417669782
© del texto:
Magdalena Rathe
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2019
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright . Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Capítulo uno
El mar
El avión de Aerolíneas Argentinas acababa de aterrizar en el aeropuerto de Maiquetía, en Venezuela. Un calor húmedo y pegajoso que nunca había sentido en mi vida me golpeó la cara al aproximarme a la puerta del avión. Los demás pasajeros casi me empujaban escaleras abajo, pero mis ojos no podían despegarse de ese horizonte azul donde se unían el planeta Tierra y el cielo: era el Caribe y para mí, la primera vez que veía el mar.
Casi dos décadas más tarde, cuando sucedieron los acontecimientos que narro en esta historia, recordaba ese momento frente a la misma inmensidad azul penetrante, esta vez en Palmar de Ocoa, mi sitio preferido en la hermosa media isla dominicana.
«Extraño», hubieran dicho mis parientes argentinos, si hubiera tenido la ocasión de describírselo, ya que se trataba de una región árida, ubicada en una isla cuyas zonas turísticas son verdaderos paraísos tropicales.
«Además de su belleza espectacular —supongo que yo hubiera contestado—, el sol no falta nunca y no hay manera de que se arruinen por lluvia tus únicos quince días de vacaciones en el año. El clima es particularmente agradable durante los meses invernales, cuando el mar de la bellísima bahía se torna más azul que de costumbre y su consistencia se hace espesa e inmóvil, como si fuera de aceite».
Cuando conocí más tarde la bahía de Nápoles y aquella expresión italiana de «Ver Nápoles y después, morir», entendí que la seducción la producen la brillantez llena de sol de esa superficie lisa como un lago y el contraste árido, blanquecino y mudo de las colinas a su alrededor. Y es que provengo de las montañas del noroeste argentino, silenciosas, agrestes, desoladas, tal como estaba mi alma en ese momento.
Sentadas en el muelle de la casa de unos amigos, mi hermana Laura me insistía que nos metiéramos al agua, ya que el agua de mar —y esa, en especial— es lo mejor para quitar los humores melancólicos y toda forma de negatividad. El agua transparente dejaba ver desde arriba el fondo colorido de corales, mientras la caña del techo del muellecito nos protegía de la inclemencia del sol del verano, como si estuviéramos en un barco. Cuántas veces habríamos llegado a ese, u otro, muelle tiempo atrás, cuando Laura tenía allí su casa, con nuestras chapaletas, snor kels y caretas, para zambullirnos y bucear en los arrecifes del fondo, los gigantescos corales cerebro y los impresionantes cuernos de venado, entre los que se mecían enredaderas de algas marinas. Observábamos allí, entre asombro y asombro, la infinita variedad de peces multicolores, las langostas incrustadas en las piedras, las morenas con su faz terrorífica, asomando desde las cavernas y las temibles anémonas, con su apariencia sutil y delicada, suspendidas en el agua a diferentes alturas.
Por poco me ahogo una tarde, cuando me sumergí al fondo del mar con cinturón de pesas y un regulador de aire comprimido al hombro, con el solo propósito de averiguar la profundidad a la que normalmente éramos capaces de sumergirnos mi marido Ramón y yo, cuando buceábamos a pulmón. Ya en el fondo, después de haber satisfecho mi ego al comprobar que eran ¡casi cuarenta pies!, no podía regresar a la superficie. El terror se apoderó de mí, pues el cinturón de pesas estaba trabado y me era imposible soltarlo, mientras retumbaba en mi mente la instrucción terrible de mi cuñado: «Ahógate primero, pero no sueltes el regulador». Finalmente, el instinto de conservación me obligó a dejarlo caer en el fondo y salí llorando a la superficie, no sé todavía si por miedo a perder la vida o al fracaso en cumplir con la responsabilidad asumida.
Siempre habíamos soñado con construir una casa en la cima de una colina, mirando hacia el mar, ¡oh, espectáculo inolvidable! La terraza que imaginábamos constituiría una obra de ingeniería de proporciones considerables, ya que una parte de la misma se proyectaría en voladizo y hubiera sido preciso erigir un muro de contención sobre la colina, para evitar la erosión. Para ello, soñábamos con sembrar toda la pendiente con trinitarias multicolores —o Santa Ritas, como se dice en Argentina—, entre las que sobresalían las de violentos tonos de rojo; pero las había también blancas, lilas, rosadas y naranjas, variedades jamás vistas en el sur del continente americano, que contrastarían con la arena grisácea de la playa estrecha, humilde, conformada por minúsculas partículas de hierro, mezcladas con polvo de caracoles. Tan diferente a las inmensas playas de arena blanca de la costa este, a donde no habían comenzado a llegar las manadas de turistas desde todas partes del mundo. La terraza de nuestros sueños sería el sitio ideal para sentarse al atardecer a contemplar la caída del sol, que se producía de manera portentosa sobre el mar y, por las noches, para contemplar el cielo, buscando las constelaciones, ayudados por un mapa del ecuador celeste, identificar las estrellas más brillantes y pedir deseos frente a las lluvias frecuentes de estrellas fugaces.
En esas últimas semanas, había soñado mucho más la casa, mientras esperaba por la niña de mi vientre, a quien escribí un cuento sobre una estrella nocturna que ansiaba permanecer para siempre en las aguas de la bahía de Ocoa y a quien el viento de la noche complació, convirtiendo en estrella marina. El alma se me había llenado de rosas, cuando supe que estaba embarazada y las rosas habían comenzado a disipar los humores negros que, quizás, me habían rondado siempre, pero que se habían intensificado por años desde la muerte de mi padre. Sin embargo, la alegría duró poco. Una tarde, los dolores en el bajo vientre se hicieron insoportables y terminé en la sala de cirugía de un hospital para un legrado. Por alguna razón incomprensible, presentía yo que la niña había decidido no entrar en nuestras vidas. Desconsolada, sentía que era esta una situación definitiva, sin imaginar que menos de una década más tarde, mis carencias de maternidad con rostro femenino iban a ser compensadas con creces por la vía más inesperada.
Pero en ese momento, mi tendencia a apegarme a la negatividad era predominante en mi vida. No tenía idea de que una nueva forma de comprender la realidad estaba a punto de tocar mi puerta, ni de que esa perspectiva sería el inicio de un viaje por caminos diferentes hasta entonces desconocidos.
La historia del encuentro con ese conocimiento, en agosto del año 1986, es lo que transmito en este libro. Una de las primeras tareas de ese «trabajo» que estaba a punto de encontrar consistía en encontrar semillas de conocimiento depositadas en los primeros años de vida —momentos de despertar—, que se habían sembrado en nuestra esencia y que, quizás, podrían recuperarse a través de cierto entrenamiento, dirigido a cambiar la perspectiva de la vida y adquirir la capacidad de vivirla en un estado de presencia. Por eso el libro mezcla recuerdos de infancia con un recuento de las experiencias con el grupo de buscadores que nos reunimos para trabajar juntos.