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EL RETORNO DEL MUNDO DE MARCO POLO Y LA RESPUESTA MILITAR ESTADOUNIDENSE
Europa desaparece y Eurasia se cohesiona. El supercontinente se está convirtiendo en una unidad de comercio y conflicto fluida y reconocible al tiempo que el sistema de Estados surgido de la paz de Westfalia se debilita, y que ciertas herencias imperiales más antiguas —la rusa, la china, la iraní, la turca— vuelven a adquirir preeminencia. Todas las crisis actuales en el espacio que se extiende desde la Europa central hasta el corazón territorial de China (el de la etnia) han están interconectadas. Es un único campo de batalla.
Lo que sigue a continuación es una guía histórica y geográfica para entenderlo.
La dispersión de Occidente
Nunca antes en la historia alcanzó la civilización occidental tal extremo de concisión geopolítica y poder bruto como durante la Guerra Fría y los años inmediatamente posteriores al final de esta. Por espacio de bastante más de medio siglo, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) condensó en forma de robusta alianza militar toda una tradición milenaria de valores políticos y morales (Occidente, para entendernos). La OTAN fue, antes de nada, un fenómeno cultural. Sus raíces espirituales se remontan a los legados filosóficos y administrativos de Grecia y de Roma, a la formación de la cristiandad durante la Alta Edad Media, y a la Ilustración de los siglos XVII y XVIII, ideas todas ellas de las que surgió la revolución que originó la independencia estadounidense. Cierto es que varias naciones clave de Occidente combatieron aliadas en la Primera y la Segunda Guerra Mundial, y que, de aquellas colaboraciones dictadas por las circunstancias, surgieron escenarios precursores de las posteriores estructuras (más seguras y elaboradas) de la OTAN. Dichas estructuras fueron fortalecidas, a su vez, por un sistema económico de alcance continental que culminó en la creación de la Unión Europea (UE). La UE dio apoyo político y sustancia cotidiana a los valores inherentes a la OTAN, que (en un sentido muy general) podríamos definir como la victoria del imperio de la ley sobre la autoridad arbitraria de los gobernantes, la primacía de los Estados de derecho sobre las naciones étnicas, y la protección del individuo con independencia de su raza o religión. La sustancia de la democracia, a fin de cuentas, no reside tanto en la celebración de elecciones como en la imparcialidad de sus instituciones. Al término de la Larga Guerra Europea (1914-1989), aquellos valores reinaban triunfales frente a un comunismo definitivamente derrotado, y la OTAN y la UE extendieron sus sistemas por toda la Europa central y del este, desde el mar Báltico (al norte) hasta el mar Negro (al sur). Y bien podemos afirmar que aquella fue una larga guerra europea, pues las privaciones (tanto políticas como económicas) características del tiempo de guerra perduraron en los Estados satélites soviéticos hasta 1989, año en que Occidente se impuso sobre el segundo de los sistemas totalitarios de Europa igual que lo había hecho sobre el primero de ellos en 1945.
Las civilizaciones prosperan muchas veces en oposición a otras. Del mismo modo que la cristiandad alcanzó forma y sustancia enfrentándose al islam tras la conquista musulmana del norte de África y del Levante mediterráneo en los siglos VII y VIII, Occidente forjó su paradigma geopolítico definitivo enfrentándose a la Alemania nazi y a la Rusia soviética. Y como las réplicas del gran seísmo que fue la Larga Guerra Europea se prolongaron hasta el final mismo del siglo XX, con la disolución de Yugoslavia y el caos interno en Rusia, la OTAN y la UE continuaron siendo durante esos años tan relevantes como antes: la OTAN demostró su capacidad expedicionaria en el caso de Yugoslavia, y la UE fue ganando espacio mediante incursiones cada vez más profundas en el espacio del antiguo Pacto de Varsovia, aprovechando la debilidad rusa. Esa era fue llamada la Posguerra Fría, es decir, que se definió en función de aquello otro que había acaecido justo antes de ella y cuya influencia todavía se dejaba sentir por entonces.
Ese influjo de aquella Larga Guerra Europea, que duró tres cuartos de siglo, sigue notándose todavía en el desarrollo de los acontecimientos y me sirve de punto de entrada para describir todo un mundo nuevo que se abre mucho más allá de Europa y que los militares estadounidenses están obligados ahora a afrontar. Y puesto que la difícil situación europea actual constituye una buena introducción a ese mundo nuevo, empezaré con ella.
Fue la monumental devastación dejada por dos guerras mundiales la que llevó a las élites europeas, a partir de finales de la década de 1940, a renegar por completo del pasado, con todas las divisiones culturales y étnicas que le habían sido consustanciales. Solo se conservaron los ideales abstractos de la Ilustración, los cuales, a su vez, alentaron una ingeniería política y una experimentación económica que originaron, como respuesta moral específica al sufrimiento humano de 1914-1918 y 1939-1945, la instauración de unos generosos Estados sociales del bienestar que implicaban una elevada regulación de las economías. En lo referente a los conflictos políticos nacionales que dieron origen a las dos guerras mundiales, no se dejó margen a que se repitieran porque, además de otros aspectos de cooperación supranacional, las élites europeas impusieron una unidad monetaria única en buena parte del continente. Pero, salvo en las sociedades europeas septentrionales más disciplinadas, esos Estados sociales del bienestar se han revelado inasequiblemente caros justo en el momento en que la moneda única ha hecho que las economías del sur de Europa, más débiles, acumulen volúmenes masivos de deuda. Por desgracia, pues, el intento de redención moral emprendido tras la Segunda Guerra Mundial, ha conducido, con el paso del tiempo, a un infierno económico y político de muy difícil solución.
Pero la ironía de la situación no se detiene ahí. Las calmadas y felices décadas que vivió Europa durante la segunda mitad del siglo xx nacieron (en parte) de su separación demográfica del Oriente Próximo musulmán. También esa fue una consecuencia de la fase de Guerra Fría de la Larga Guerra Europea, cuando, bajo el asesoramiento y el apoyo soviéticos, se erigieron y se sostuvieron durante décadas diversos Estados prisión totalitarios en lugares como Libia, Siria e Irak, unos Estados que, más tarde, adquirirían vida propia. Europa fue afortunada durante mucho tiempo en ese aspecto: podía negarse a participar en la política de poder internacional y pregonar la defensa de los derechos humanos precisamente porque estos les eran negados a decenas de millones de musulmanes que vivían justo al otro lado de sus fronteras, millones de personas a quienes también se les negaba la libertad de movimiento. Pero esos Estados prisión musulmanes prácticamente se han desmoronado por completo (bajo su propio peso o por interferencia extranjera) y su caída ha generado una oleada de refugiados hacia unas sociedades, las europeas, lastradas hoy por la deuda y el estancamiento económico. Europa se fractura ahora desde dentro a medida que el populismo reaccionario se afianza y se erigen nuevas fronteras por todo el continente con la intención de impedir el movimiento de refugiados musulmanes de un país a otro. Pero, al mismo tiempo, Europa se disuelve desde fuera, reunificado su destino con el de Afro-Eurasia en su conjunto.
Todo esto es un producto natural de la geografía y la historia. Durante siglos, en la Edad Antigua, Europa significó el conjunto de la cuenca mediterránea, el famoso Mare Nostrum («mar Nuestro») de los romanos, que incluyó al norte de África hasta la invasión árabe de la Alta Edad Media. Esa realidad subyacente jamás desapareció del todo: a mediados del siglo xx, el geógrafo francés Fernand Braudel insinuó que la verdadera frontera sur de Europa no era Italia ni Grecia, sino el desierto del Sáhara, donde se forman actualmente caravanas de inmigrantes con destino al norte.