PRÓLOGO
«Confía en Gadea, Tania.»
Esta es una de las frases de Laia que más me conectaban con mi hija durante mi segundo embarazo, porque, además, detrás de esa confianza había evidencia científica, esa que las madres buscamos ávidamente en distintos artículos para saber cuánto debe comer un bebé, cuánto tiene que dormir, cuántas veces debemos bañarlo a la semana o qué podemos ofrecerle de comer cuando empieza la alimentación complementaria, y que seguimos a pies juntillas. En el embarazo, el parto y el posparto, solemos dejarnos llevar por la corriente y lo que está establecido socialmente, por lo que nos dicen nuestra madre, nuestra suegra o la vecina del quinto... Por las experiencias de todas ellas, lo que pesa comúnmente, y, lo que es más importante, por la guía de las matronas de los centros de salud y las ginecólogas de los hospitales, ya que se supone que ellas saben de ciencia. Sin embargo, lo cierto es que hay mucha desinformación y ni siquiera los profesionales que deberían seguir la evidencia lo hacen. Aunque hay camino hecho, queda mucho por trazar.
Por eso, Laia y su voz son tan importantes en la sociedad. Ella no solo es una matrona maravillosa, sino que, además, no deja de informarse, investigar y formarse, basándose siempre en la ciencia y en lo que nuestro cuerpo necesita de verdad, tanto el del bebé como el de la madre. Con ella te sientes totalmente segura porque sabes que todas sus indicaciones se sustentan en bases científicas infalibles que no te fallan y que te sostienen, y que son tus derechos y los de tus hijos.
Cuando me quedé embarazada de mi segunda hija, Gadea, tenía claro que quería un parto en casa. Con mi hijo Uriel, nacido cinco años antes, tuve un parto basado en el miedo y la violencia obstétrica, pero eso no lo supe hasta que empecé a ser consciente de lo que suponía esta violencia. Hasta entonces, consideraba que quienes me acompañaron en el parto eran las personas que habían salvado la vida de mi hijo, sin siquiera percatarme de que veía el parto como un momento médico en vez de mágico y de que estaba completamente preparada para ayudar a nacer a mi bebé.
Me administraron oxitocina sintética, el anestesista encargado de la epidural me comentó que ese día «le temblaba el pulso» porque había tomado café, tuve una pierna dormida, me rompieron la bolsa a pesar de rogar que no lo hicieran porque no me sentía preparada, me dejaron postrada en la cama durante 22 horas, me hicieron muchísimos tactos, no pude comer ni beber agua, me amenazaron unas diez veces con hacerme cesárea si no me «portaba bien», me dijeron que mi hijo iba a ser muy pequeñito y que dudaban de si podría aguantar hasta que estuviera totalmente dilatada (pesó 4 kg)... Cuando iba a nacer Uriel, una matrona, a quien en estos momentos recuerdo como alguien gigantesco, se subió encima de mi barriga y provocó que mi hijo saliera casi disparado y se me rajara la vagina de arriba abajo, por lo que tuvieron que darme una cantidad exagerada de puntos dentro y fuera (lo que hizo que no pudiera sentarme durante tres meses). Me suturaron sin anestesia, gritando «como no te estés quieta y te quede mal, a mí no me vengas con reclamaciones». Echaron a Javi, mi pareja, del paritorio nada más nacer mi bebé y dejaron a mi hijo solo en la repisa donde lo vestían mientras yo solicitaba llorando que me lo diesen sin que nadie respondiese a mi reclamo; no podía moverme porque todavía estaban cosiéndome. Al final, nos llevaron a mi hijo y a mí en una camilla por los pasillos del hospital hacia la habitación a todo correr... En fin, ahora me parece una película de terror. Aunque la sociedad haya normalizado estas situaciones y se repitan constantemente, ni son normales ni deberían repetirse.
Con Gadea, me puse en contacto con Nèixer a Casa, en Barcelona, donde nos atendieron Roser y Laia. Esta me contó con detalle que me hicieron todo eso porque «es lo que se suele hacer, lo común, lo estipulado», sin atender a ninguna base científica, y me explicó por qué no se debía hacer, sentí que ese era mi lugar y quise que me acompañasen. Mi pareja, que al llegar no estaba nada convencido debido a miedos y prejuicios, al salir me dijo: «Todo lo que nos hicieron no tenía sentido, esta vez el nacimiento de nuestra hija va a ser respetado».
Treinta horas antes del nacimiento de Gadea, rompí aguas de forma gradual. Una fisura en la bolsa. Volvieron todos mis miedos, mis patrones sociales, las habladurías y lo que vemos en las series americanas, en las que cuando una mujer rompe aguas la pareja sale corriendo al hospital como si romper aguas supusiera un parto inminente, peligroso o antinatural. Yo me quedé quieta, tumbada, inmóvil, esperando alguna contracción..., pero nada. No llamé a mi madre porque sabía que sus ideas sin evidencia científica me harían dudar de mis capacidades, pero Javi sí llamó a la suya y, aunque no me lo dijo en ese momento, mi suegra le dijo: «Salid pitando al hospital, que eso es malísimo». Me puse una compresa grande y Javi, mi hijo y yo salimos a dar un paseo con el objetivo de ayudar a Gadea a comenzar la acción y empezar su proceso de parto. Pero no sucedía nada, ella estaba feliz con su madre (cuanto más tiempo estén dentro, mejor, y los bebés lo saben).
Durante ese paseo, aunque sabía que si mis aguas habían roto, solo debía esperar, no tocarme y simplemente estar atenta de que no salieran con mal aspecto y comprobar que no hubiera fiebre, la imagen de la mujer rompiendo aguas saliendo pitando al hospital me venía a la mente a cada instante... Así que decidí llamar a Laia. Recuerdo exactamente dónde estábamos cuando la llamé, el sol que me daba en la cara y la leve brisa, que todavía siento en la piel. Necesité sentarme porque el miedo me invadía. Aquella llamada me ayudó a tomar la decisión adecuada.
Laia me detalló toda la evidencia científica al respecto, me ayudó a empoderarme, a creer en mí, en la ciencia, en la humanidad, en mi hija. Me escuchó, me cuidó, me invitó a tranquilizarme, a hacer vida normal, a ser paciente, a hablar con mi hija y contarle que estaba preparada para recibirla, conectar, confiar, respirar. Una de las frases que se me grabaron a fuego fue: «Tania, el líquido amniótico se regenera, nunca se quedan secos». El efecto fue inmediato: película de sábado tarde olvidada, conexión con mi hija asegurada.
Al día siguiente, todo fue tan rápido que parí en treinta minutos, cuando las matronas estaban de camino a casa. Parí con la única compañía de mi pareja y de mi hijo. Cuando cuento esto, la gente suele asustarse o dice que fui muy valiente, pero lo cierto es que lo normal y natural es parir en libertad, con la única ayuda de tu bebé y la tuya propia; por supuesto, contando con asistencia si es necesario, para eso están los avances médicos. Pero comprender que ni el embarazo ni el parto son una enfermedad y que las mujeres estamos capacitadas por completo para parir es la base del cambio social que necesitamos.
No puedo explicar con palabras lo que fue mi parto en libertad, lo que supuso en mi vida, en nuestra vida... Cuando estoy estresada, triste o me siento poco capaz, cierro los ojos, revivo ese proceso y siento que aquello fue lo mejor que he hecho en mi vida, sin duda.
Jamás podría haber parido como parí si no hubiese contado con la información, el acompañamiento, el cariño y el respeto que Laia me profesó. Por ello, considero que este libro puede cambiar no solo tu vida, sino también la de las personas de tu entorno a las que les hables de él.