Judy Batalion - Hijas de la Resistencia

La sala de lectura de la Biblioteca Británica olía a papel viejo. Me quedé mirando el montón de libros de historia de mujeres que había pedido; no demasiados, me dije, pues no quería agobiarme. El de abajo de todo era el más raro: de tapas duras y encuadernado en una tela azul gastada, con los bordes de las hojas amarillentos y cortados a mano. Fue el primero que abrí, y me encontré con doscientas páginas de letra minúscula... en yidis, un idioma que conocía, pero que hacía más de quince años que no utilizaba.

Estuve a punto de devolverlo al montón sin leerlo, pero algo me detuvo, y hojeé unas pocas páginas. Y luego unas cuantas más. Esperaba encontrar tediosos lamentos hagiográficos y vagas discusiones talmúdicas sobre la fortaleza y el coraje femeninos. En su lugar encontré... mujeres, sabotajes, rifles, disfraces, dinamita. Había descubierto un thriller .

¿Era posible que fuera cierto?

Estaba perpleja.

Yo había estado buscando mujeres judías fuertes.

A principios de los 2000 tenía veintipocos años y vivía en Londres, donde trabajaba como historiadora de arte durante el día y como humorista por las noches. En ambas esferas, mi identidad judía se volvió algo problemático. Los solapados comentarios jocosos sobre mi aspecto y mis gestos semíticos eran habituales entre los académicos, galeristas, espectadores, colegas artistas y productores por igual. Poco a poco empecé a comprender lo chocante que resultaba para los británicos que llevara de una forma tan abierta y despreocupada mi condición de judía. Crecí en una comunidad judía muy unida en Canadá y fui a la universidad en el nordeste de Estados Unidos. En ninguno de esos lugares mis orígenes causaban extrañeza; yo nunca había tenido que separar mi identidad pública de la privada. Pero, en Inglaterra, el hecho de que mostrara mi singularidad de forma tan «abierta» se veía como un atrevimiento e incomodaba. Sorprendida por el hallazgo, me quedé paralizada de vergüenza. No sabía muy bien cómo manejarlo. ¿Debía pasarlo por alto? ¿Responder con otra broma? ¿Ser cautelosa? ¿Reaccionar de forma exagerada o, al contrario, quitarle hierro? ¿Ocultarme y asumir una doble identidad? ¿Huir?

Recurrí al arte y la investigación con la esperanza de que me ayudaran a resolver esta cuestión y escribí una obra teatral sobre la identidad femenina judía y el legado emocional de un trauma que había pasado de generación en generación. Mi modelo de coraje femenino judío era Hannah Senesh, una de las pocas mujeres de la Resistencia en la Segunda Guerra Mundial cuya historia no se había perdido. De niña fui a una escuela judía secular —su filosofía se enraizaba en los movimientos judíos polacos—, donde estudié poesía hebrea y novela yidis. En la clase de yidis de quinto leí sobre ella y cómo, con veintidós años, se había unido en Palestina a un grupo de paracaidistas británicos que combatían a los nazis y regresó a Europa para participar en la Resistencia. Si bien no tuvo éxito en su misión, logró infundir coraje. Cuando fue ejecutada, no quiso que le vendaran los ojos e insistió en mirar la bala. Hannah se enfrentó a la verdad, vivió y murió por sus convicciones, y se jactó abiertamente de ser quien era.