Índice
Introducción
Recordar a los olvidados
Me propongo desvelar y comprender cómo era la vida para la enorme cantidad de gente que vivía en Roma y su Imperio desde la época de Augusto, a principios del primer milenio, hasta la llegada al poder de Constantino tres siglos después. «De la historia de Grecia y Roma —escribe el historiador clásico británico Michael Crawford en su guía de las antiguas fuentes—, gran parte es simplemente incognoscible.» Los testimonios son dispares y, a menudo, difíciles de interpretar. Los eruditos debaten acaloradamente acerca de hasta qué punto puede conocerse el mundo romano. El mundo del siglo XXI difiere en innumerables sentidos del mundo de la Antigua Roma, especialmente en lo que se refiere a nuestras actitudes y suposiciones. Dada la escasez de testimonios que se conservan de la vida cotidiana en Roma, los ciudadanos romanos corrientes han sido irremediablemente olvidados.
Pero no hay por qué desesperarse. Podemos, por ejemplo, completar los testimonios de este periodo de tiempo consultando con cautela fuentes anteriores y posteriores. Las culturas de la Antigüedad eran más estables que la nuestra. La continuidad de la cultura y la economía agrarias del mundo antiguo indica que probablemente la gente se comportaba por lo general de manera muy similar, no por el hecho de que hubiera entre ellas contactos e intercambios, sino porque su lucha por la supervivencia era la misma. El centro de atención de este libro no es únicamente la ciudad de Roma, sino la totalidad del mundo romano. Se podría pensar que las zonas de habla latina eran más romanas que aquellas en las cuales predominaban otras lenguas, pero ni las fuentes ni la lógica sugieren que eso fuese así. Podemos encontrar gran cantidad de testimonios útiles que proceden de la parte del Imperio en la que se hablaba griego, especialmente de Egipto. Además de contener indicaciones reveladoras sobre la vida rural, gran parte de ellas se ocupan (como haremos nosotros) de la vida urbana; la experiencia de vivir en ciudades y pueblos, a menudo basada o regulada según patrones romanos, promovía muchas de las actitudes corrientes. Esto no supone negar la inmensa variedad de culturas del Imperio, ni afirmar que cada persona tuviera que pensar o comportarse de una manera determinada. Sin embargo, la semejanza de actitudes y comportamientos hace que sea razonable basarse en los datos aportados por fuentes dispersas siempre y cuando formulemos las preguntas cuidadosamente y sometamos las respuestas a un escrutinio crítico.
Si somos capaces de empezar a superar las dificultades del tiempo y del espacio, todavía tendremos que hacer frente al aspecto más complicado de los testimonios. Así de sencillo. Lo que perdura fue creado generalmente por o para los ricos y poderosos, y oculta las acciones y los puntos de vista de todos aquellos que no pertenecían a su clase. Como acertadamente señala el gran historiador Amiano Marcelino:
Hay muchas cosas irrelevantes para los temas subyacentes de la historia, la cual está habituada a tratar los hechos decisivos. Su papel no consiste en investigar los detalles nimios de circunstancias sin importancia. Si alguien quisiera hacerlo, más le valdría intentar contar los minúsculos objetos que recorren el espacio, los átomos, tal como los denominamos.(Historias 26.1.1)
Así, el historiador encuentra muchas menos dificultades a la hora de escribir acerca de los temas que preocupaban a los romanos, como la política y la guerra, la elaboración de las leyes y su cumplimiento, la filosofía, la estética y la inevitabilidad de una estructura social que los mantenía en la cima. Cada año aparecen muchos libros sobre estos temas, pero las fuentes, por las que los historiadores romanos muestran tanta devoción, más que revelar lo que buscamos lo que hacen es ocultarlo. Los testimonios de la Antigüedad son de dos tipos: unos se aportan intencionadamente y otros por casualidad. Los primeros son, por lo general, irrelevantes para nuestro propósito, pero los segundos pueden ser cruciales. Un autor perteneciente a la elite que se disponga, por ejemplo, a escribir sobre las guerras de expansión romanas, incluirá en ocasiones detalles y datos que, combinados con otros testimonios, empiezan a plasmar una imagen de la gente corriente. La experiencia de la gente corriente no tiene una voz propia en las historias que nos han dejado los romanos. Con todo, a veces es posible obtener una panorámica de las vidas de esos olvidados, incluso cuando ello no era intencionado, y amplificarla haciendo uso de las perspectivas y testimonios de otra serie de fuentes diversas.
He tratado de encontrar un término que defina al grupo demográfico olvidado objeto del presente libro, y he decidido denominarlo «gente corriente». Este concepto se diferencia del de elite, y su definición es lo suficientemente abierta para abarcar la amplia gama de miembros que lo integran y que van desde aquellos bastante ricos hasta los moderadamente acomodados y los pobres de solemnidad, hombres y mujeres, esclavos y libres, cumplidores de la ley y proscritos. Esta gente corriente vivía en un mundo dominado por una elite que se perpetuaba a sí misma, delimitada y definida por la riqueza, la tradición, la sangre y el poder. Sus miembros pertenecían a una de las tres órdenes u ordines en las que estaba dividida. La orden senatorial era la más elevada desde el punto de vista social y político, pero no siempre era la más acaudalada. La orden ecuestre se centraba en la adquisición de riqueza antes que en el poder y el rango de la orden senatorial. La orden decurional se extendía a lo largo de pueblos y ciudades de todo el Imperio y reflejaba las divisiones entre las órdenes senatorial y ecuestre. Se trataba de hombres por lo general menos acaudalados que los miembros de las otras órdenes, si bien, en ocasiones, los decuriones locales eran también équites. El número de miembros de las tres órdenes no ascendía a más de cien mil o doscientas mil personas, menos del 0,5 % de los entre 50 y 60 millones que formaban la población del Imperio. Entre ellos, sólo se tenía en cuenta a los hombres adultos; éstos eran aproximadamente 40.000, así que, dado que en esa época la extensión del Imperio era de unos cuatro millones de kilómetros cuadrados, había una media de un miembro masculino adulto de la elite por cada 96,5 kilómetros cuadrados. Al concentrarse las elites en Roma, en el resto del territorio la proporción era aún menor. Con todo, esos líderes escasos en número y ampliamente desperdigados lo controlaban prácticamente todo. A pesar de que no constituyen directamente el objeto de este estudio, no debemos pasar por alto el impacto que ejercían sobre el 99,5 % restante.
En los capítulos siguientes, las personas olvidadas se dividen en varios grupos, algunos de los cuales se excluyen mutuamente menos que otros; por ejemplo, hay capítulos separados sobre hombres corrientes y soldados y mujeres corrientes y prostitutas, a pesar de que la mayoría de estas últimas eran mujeres. La intención es adentrarse todo lo posible en las mentes de esas gentes: saber cuáles eran sus actitudes y sus puntos de vista, qué miedos los obsesionaban y qué esperanzas los inspiraban. El historiador clásico norteamericano David Potter escribe: «No puede haber una definición universal de la historia o del proceso histórico que, en última instancia, no deje margen a la selección subjetiva tanto de los testimonios como de su presentación». En este libro hago elecciones y juicios de valor a medida que tejo con hilos diversos un tapiz sobre cómo era la vida para los romanos corrientes. Elaborar una versión amena y reveladora de la olvidada mayoría de un gran Imperio ha supuesto un emocionante desafío. Confío en que el lector disfrutará del fascinante panorama de la gente olvidada que sale por fin a la luz.
Página siguiente