Primera edición, 2019
[Primera edición en libro electrónico, 2020]
Coordinador de la colección: Luis Arturo Salmerón Sanginés
Diseño de portada: Miguel Venegas Geffroy
Imagen de portada: Fachada del edificio del periódico El Heraldo Independiente, Agustín Víctor Casasola, febrero de 1913 © 255915, Fototeca Nacional, Secretaría de Cultura, INAH/Gustavo A. Madero, Heliodoro J. Gutiérrez (fotografía Marst), ca. 1910-1911 © 4239392, Fototeca Nacional, Secretaría de Cultura, INAH.
D. R. © 2019, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
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ISBN 978-607-16-6732-8 (mobi)
ISBN 978-607-16-6552-2 (rústico)
Hecho en México - Made in Mexico
NO HAY DRAMA SIN PLENA CONCIENCIA, sin la conciencia del darse cuenta que vuelve atroz e insoportable lo sucedido: no lo soporto y sin embargo, me doy cuenta, no puedo dejar de darme cuenta… Me doy cuenta de todo. Por eso un verdadero drama guarda siempre, como una luz secreta, la posibilidad de esclarecimiento, de irrupción repentina —aunque tan dolorosa y brutal— de lo hasta entonces oscuro, presentido y velado. Hay regiones de nuestra alma que sólo la tragedia ilumina. El temor mismo se ahuyenta, lo quema esa luz insospechada, cegadora. Flaubert decía que prefería perderse en un gran drama que en las pequeñas miserias cotidianas a las que tan inútilmente intentamos encontrarles significado, “dramatizar”. El melodrama humilla, degrada. Un gran drama en cambio nos arranca de nosotros mismos, nos purifica y trasciende, aguza la conciencia como el más fino y penetrante de los estiletes y nos revela los inescrutables caminos de Dios.
Al escribir Madero, el otro, además de la figura relevante de don Francisco, hubo dos personajes que me intrigaron sobremanera: Felipe Ángeles y Gustavo Madero. A los dos intenté reconstruirlos a partir de los pocos datos que hay sobre ellos (menos, mucho menos sobre Gustavo). En los dos admiraba la vocación de sacrificio a partir del rumbo que les marca (que le marca al país entero) Francisco I. Madero.
En Ángeles podía entenderlo más: militar, medio filósofo, idealista. Pero Gustavo Madero era, aparentemente, lo opuesto: hombre práctico, empresarial, poco dado a los sueños. Ni siquiera la pasión espiritista de su hermano mayor compartía. ¿Entonces?
¿Cómo fue que Gustavo Madero se contagió del mismo sueño, que no era en realidad sino la premonición de una tragedia? Según consignó Francisco en los comunicados espíritas que recibió desde 1903: “Al final, el destino te reserva una corona de espinas”.
¿Por qué ese hombre práctico, empresarial, poco dado a los sueños, termina por ser la “plena conciencia” del drama que vivía su hermano, su familia y finalmente el país entero? Y, lo que es más importante, ¿por qué habiendo podido escapar a él —tenía todo listo para irse a Japón— lo asume, asume su papel en la atroz representación, y lo lleva a sus últimas consecuencias? Esta última pregunta es cardinal. Porque Gustavo se daba cuenta de todo y sabía de su propia muerte y no la deseaba, no deseaba el sacrificio como podía haber deseado Francisco. Y Gustavo sabía que esa muerte, ya en manos de la chusma que tanto los aborrecía, sería una orgía sangrienta. Sobre todo con él, a quien acusaban de haber formado y dirigir el supuesto grupo de “La Porra”, dedicado a reprimir acciones contrarrevolucionarias. Si los periodistas se habían ensañado tanto con Francisco y con él —fue Trinidad Sánchez Santos, director de El País, quien le puso el mote de Ojo Parado—, ¿qué no haría esa soldadesca encerrada, atrapada como ratas en la Ciudadela? Ahí, precisamente a donde Gustavo fue a dar, en el más horrendo de los crímenes que conozca nuestra historia. Ninguna muerte de ningún personaje histórico mexicano es comparable a la forma en que se sacrificó a Gustavo Madero.
Gustavo A. Madero, Heliodoro J. Gutiérrez (fotografía Marst), ca. 1910-1911, © 4239392, Fototeca Nacional, Secretaría de Cultura, INAH.
Y es la conciencia y la decisión de asumirlo lo que da su verdadera dimensión al drama. Gustavo era quien más cerca estaba de Francisco. Entonces tuvo que enterarse no sólo de los comunicados espíritas en que se le anunciaba a Francisco lo que sucedería, sino lo que éste les decía a sus amigos y familiares con absoluta certeza: “Después de que triunfe la Revolución, espero perder la vida, no importa cómo, porque una revolución, para que sea fructífera, debe ser bañada por la sangre de quien la inició”, le dijo a su también hermano Raúl en diciembre de 1910. ¿Qué reflexionaría Gustavo al escuchar palabras así en labios de su hermano apenas un año mayor que él, con quien compartió juegos de niños, experiencias de adolescentes y estudios en el extranjero? En la correspondencia de Francisco de nadie de su familia se expresa con tanto amor y admiración como de Gustavo. “¡Qué hombre más íntegro y afectuoso este hermano que Dios me dio!”, decía en una carta de 1904 a su tío Catarino Benavides. Porque, además, Gustavo tenía un carácter fuerte, impulsivo, del que carecía Francisco. Se entregaba a una causa o a un afecto involucrando reflexión y corazón, su ser entero. Por eso es tan admirable la decisión, de no abandonar a su hermano al final, cuando está a punto de caer su gobierno, tanto como el apoyo que le brinda desde un inicio, que pocos historiadores han señalado. Gustavo apoyó el movimiento maderista de principio a fin, y quizá aun fue más difícil al principio. Un testimonio de José R. del Castillo lo demuestra: “En el primer periodo de la vida política de don Francisco I. Madero, ninguno, absolutamente ninguno de los numerosos miembros de su familia lo acompañaron. Los que años después deberían rodearlo, hasta maniatar su voluntad y desprestigiarlo, por entonces se apartaban de él y lo miraban como a un apestado, apresurándose a condenar su obra, a censurarla públicamente, a calificarla como un desatino y a estrechar más y más sus relaciones de amistad con Limantour, con quien tenían ligas desde hacía bastantes años. Pero, perdón, había una excepción. Porque el único que estaba a su lado siempre y aplaudía sus entusiasmos era su hermano Gustavo Madero, que tanto había de significarse al triunfo de la Revolución”.
La verdad es que en aquella numerosísima familia Gustavo y Francisco siempre estuvieron solos, y solos supieron de burlas y críticas de periodistas, amigos y familiares y también supieron que pagarían con sus vidas la labor que habían emprendido. Véase la carta de abril de 1911, publicada en