I. Caballo grande, aunque no ande.
Por la corte y alrededores I
II. En el filo de la navaja.
Caminos, salteadores y “azorrillados”
III. Como en juego y como en serio.
Cuando Birján hace de las suyas
IV. Unos como saben y otros como pueden.
Por la corte y alrededores II
V. Gozos, retozos y colapsos.
Vagancia, prostitución, delincuencia y policías
VI. Cualquier hilacho es jorongo abriéndole
bocamanga. Indumentaria y modas
VII. El que nace para real nunca llega ni a peseta.
Por la corte y alrededores III
VIII. Al que le gusta el chicharrón con ver el puerco
se alegra. Comida y bebidas
IX. No es que sea mala reata, nomás está mal trenzado.
Tipos sociales en la ciudad
X. Con caldos, copal, chiquiadores y cordiales.
Costumbres sanitarias, medicina, yerbas y yerberos
XI. A caballo dado no se le ve colmillo.
Va de pilón
PASILLO
La primera mitad del siglo XIX fue para México un periodo de hechos significativos que empezaron a configurarlo como país y como nación; fue, también, una etapa en la que ganó su independencia política y perdió 50% de su territorio original.
La segunda mitad comenzó sin que se vislumbrara en el horizonte alguna señal promisoria de paz duradera. La otrora confrontación entre realistas e insurgentes, y luego entre federalistas y centralistas, y entre republicanos y monarquistas, había llegado a la década de 1850 como enfrentamiento de liberales contra conservadores.
La Revolución de Ayutla instaló en el poder a Juan Álvarez, hombre de ideas jóvenes y cuerpo viejo. Durante su administración comenzó a acentuarse el encono de las facciones con la promulgación de la Ley Juárez, en 1855, que acababa con los fueros militares y eclesiásticos, y con la Ley Lerdo, promulgada al año siguiente, que establecía la desamortización de los bienes del clero y de las comunidades indígenas, lo que la Iglesia consideró una grave amenaza al sacro patrimonio. Ignacio Comonfort, liberal moderado, sucedió en la presidencia al sureño Juan Álvarez, quien, antes de retirarse y acatando lo dispuesto en el Plan de Ayutla, convocó a un congreso extraordinario.
Vino después el establecimiento de un Congreso Constituyente —integrado por una mayoría de “moderados”, que eran liberales pusilánimes o etapistas, un puñado de conservadores y una minoría de “liberales puros”, a los que se deben los mejores momentos y pasajes del documento—, cuyos acalorados trabajos y debates cristalizaron con la redacción y promulgación de la Constitución de 1857. Como los liberales lograron plasmar en esta Carta Magna muchas de sus ideas, la reacción de los conservadores no se hizo esperar y de inmediato se presentaron levantamientos, asonadas y desórdenes auspiciados, en primer término, por la Iglesia y los militarotes que no se resignaban a perder esa especie de dones divinos —fueros, tierras, poder— que habían sido suyos desde tiempos inmemoriales.
Consecuencia de su moderación y pusilanimidad fue la renuncia —en enero de 1858— de Comonfort a la presidencia de la República, por lo que quedó en ella, por ministerio de ley, Benito Juárez, virtual líder de la fracción radical de los liberales. Comenzó, entonces, la llamada Guerra de Reforma, que se dio por terminada tres años más tarde —diciembre de 1860— cuando el general González Ortega venció al general Miramón, en San Miguel Calpulalpan.
Es verdad que los liberales derrotaron de manera contundente al ejército conservador, pero la guerra había concluido sólo formalmente, ya que bandas aisladas de aquellas tropas, al mando de generales y oficiales conservadores, seguían asolando poblaciones y ciudades. Fue así como en unos cuantos días los agonizantes conservadores le asestaron tres duros golpes —más significativos en lo moral que militarmente efectivos— a sus adversarios: el asesinato de don Melchor Ocampo, la muerte de Santos Degollado y la ejecución del joven general Leandro Valle.
Hacia adentro, el país no estaba en calma completa, tanto por el acecho de las bandas conservadoras como por los enfrentamientos que se daban en el Congreso y hasta en el gabinete del gobierno juarista. Vacías las arcas y sin posibilidades de medio llenarlas porque todos los ingresos se iban en el pago de deudas, Juárez decidió decretar, el 17 de julio de 1861, la moratoria de pagos de la deuda externa.
Se añadió, así, un flanco más al conflicto, que podríamos sintetizar diciendo que se concentró en México el enfrentamiento del imperialismo europeo con el norteamericano. Los imperialistas de allende el océano querían impedir que los Estados Unidos se convirtieran en el coloso que apuntaba a ser, y también conservar o hasta incrementar la extracción de riquezas —sobre todo minerales— y ensanchar sus mercados en nuestro país; los estadunidenses, por su parte, aunque ya se habían llevado una muy buena tajada de nuestro pastel, lo querían todo de una buena vez.
Por otra parte, y entre paréntesis, señalaremos que las guerras vividas en México a lo largo de tantas décadas habían sido financiadas principalmente con empréstitos. Todavía más: durante la Guerra de Reforma aumentó la complejidad del escenario, pues de hecho gobernaban el país dos presidentes, uno por parte de los liberales (Benito Juárez) y otro por parte de los conservadores (Miramón), y cada uno por su lado buscó recursos para subsistir como administración y enfrentar al enemigo. Es fácil deducir, entonces, que el asunto de la deuda externa era delicado y complejo.
El más escandaloso de los casos era el empréstito que el banco suizo Jecker & Co. hiciera a Miramón. El banco le entregó al espurio mandatario conservador 750 000 pesos, y recibió a cambio 15 millones de pesos en bonos del Estado que serían amortizados en un plazo determinado. Pero los liberales ganaron la guerra, así que los mentados 15 millones se convirtieron en aire. Sin embargo, los banqueros del mundo entero parecen ser de Jalisco (Jalisco nunca pierde, y cuando pierde, arrebata), así que Jecker de inmediato se movilizó, realizó cabildeos por la corte imperial francesa y hasta adoptó esa nacionalidad para lograr que el gobierno de Napoleón III —vía el duque de Morny— hiciera suya la deuda. Éste podía ser un pretexto valiosísimo para intervenir militarmente en México, porque de la noche a la mañana el pago que Francia exigía al gobierno de nuestro país (cuando éste decretó la moratoria) era de 52 millones de dólares.